Capítulo IX: Nuestro primer café en el mundo de Borges
El Capítulo IX de "Doña Malarda y Doña Bonarda", de Marcela Muñoz Pan.
A Bonarda le encantaba el café y a Bárbara el té, pronto conocerían más la sabiduría de los vinos del este. La carta que se había enviado por los festejos del departamento llegó a tiempo y pudieron compartir por primera vez un gran momento sabiendo que eran hermanas. El "Concierto Rapsodia del destino" fue como un reconociendo de nuestra memoria colectiva a esa separación de las gemelas por los destinos que marca la naturaleza. Al escuchar Carmina Burana que recita sobre cómo el destino de las personas está regido por los caprichos de la fortuna y de las inclemencias muchas veces del tiempo, pesaba Bárbara. Por lo tanto, ante un futuro tan impredecible, lo más inteligente es disfrutar mientras se pueda. Como si estallara el Big Bang sobre nuestras cabezas y emociones y toda esta corta y larga historia de las hermanas. La unión de almas en una noche sin precedente en el este, que nadie duerma que todos seamos felices al dejar entrar la fragilidad de una nota musical que puede cambiarlo todo. Que nadie duerma esperando la victoria de esos besos, tenemos fortuna de ser y estar hoy juntas Gracias ha sido una de las noches más felices de mi vida, le dijo muy emocionada Bonarda a su hermana.
Para las hermanas la noche recién empezaba, imagínense la ansiedad por conocerse cada minuto un ratito más, contarse la vida en segundos como el tic tac de los relojes, redescubrirse en los hilos dorados de esa metamorfosis. Le faltan horas al día, a la noche, a esa línea atemporal que las atravesó como si fuera otro tiempo, pienso en Borges y su fascinación por los relojes de arena. Granito a granito de arena, Bonarda como Borges imaginan esas pequeñísimas partículas abriéndose camino por el recipiente de cristal. Lo ineludible queda por vivir. No quiero desperdiciar más tiempo le dijo Bonarda a Bárbara, así es que decidieron seguir la charla en el cafecito del tío de Bonarda, Don Sergio Amprino. Al café partieron las dos dispuestas a no desperdiciar ni un minuto más, ser esos relojes de arena que no se detienen, que no dan un respiro, ser destino.
Al llegar al café Bonarda le contaba que ella iba casi todos los días con sus padres, sus amigos más y menos intelectuales y que era un verdadero lugar de encuentro, su tío siempre la esperaba con su cafecito calentito y con espuma y unas ricas sopaipillas que tanto amaba. Uno de los cómplices en la vida de Bonarda justamente había sido la presencia indiscutible de su tío, porque también la sumó al maravilloso mundo de los libros, el arte, a la música. Organizaban charlas sobre los textos de Borges para los jóvenes y esas charlas terminaban en murales que ellos mismos dibujaban y pintaban, dejando su sello con una luz para siempre. Muy ansiosa Bonarda para hacerle conocer a su hermana lo mágico de ese lugar, cada rincón tenía forma de entusiasmo, rincones del silencio y la reflexión, rincones de encuentro con los libros que incluso se podían llevar para leer, releer y luego lo devolvías y te llevabas otros, esa circularidad como el mundo infinito de Borges, imposible fugarse.
Bárbara no podía creer tanto movimiento, tanta vida de otra manera, radicalmente distinta que había tenido su hermana. Bárbara era más terrenal, no quería decir ni mejor ni peor, pero sus vivencias estuvieron relacionadas con sus pies descalzos en la tierra adorando los fértiles aoves (aceite de oliva extra) de su madre Doña Adriana y las uvas de Don Roberto, también conoció y aprendió como ninguna el arte del tejido en telar y crochet de las manos de su tía Mimí Funes. Bárbara amaba los colores y tejía unas mantas para las noches frías y no tanto, le encantaba hacer pompones, borlas y flecos coloridos, incluso siempre llevaba consigo unas lanitas y una aguja y se ponía a tejer cuando le venían las ganas dándoles un toque único a su alma, a las almas que disfrutaban de esas emociones profundas de texturas, formas y diversidad de colores que conseguía incluso tiñendo las lanas vírgenes con los elementos que la misma naturaleza le brindaba. Bárbara engarzaba el arte de sus manos con el viento zonda al desnudo en el desierto casero de otro mundo circular, como sus pompones. Descriptiva, minuciosa contemplaba el mundo de Bonarda junto con los olores del café, los libros y las sopaipillas en la plenitud que le faltaba descubrir.
Las conversaciones iban y venían como el mural de ese mundo bordeado de libros en blanco y negro, en grises, ellas siendo espejos pero sin querer serlo, viendo como el aleph de Borges, el mundo con todo lo que se vivenció, lo que vendrá y lo que es. Cómodamente sentadas en los sillones rojos del café de su tío, sonaban acordes de un tango que ambas conocían y al encontrarse en ese punto exacto fue como un regreso a su bienestar umbilical. El lugar invitaba a volver, a regresar y volver a regresar, a esa redondez que aguardaban los adoquines de libros mirando la existencia de los árboles que aparecen detrás de la luna llena. Mucho y poco habían vivido las hermanas, pero lo mucho y lo poco iba quedando plasmado en la mesa de ese café. Bonarda estaba muy emocionada e inspiraba y sacó de su maletín marrón sus poemas, le confesó a Bárbara que estaba enamorada y que en las mañanas de los sábados se suelen juntar con su enamorado en el café, entonces le leyó uno de sus poemas:
Un café
Esa mañana tibia
de un invierno sonoro
el café bienvenido
vos y yo
y sin un nosotros
guardó el sosiego de nuestros labios
y las montañas que vieron nuestros ojos,
tu aroma me intimida
como el café intimida al aire
con su aroma.
Bárbara se sonrojó y también se emocionó, pero ella no se había enamorado nunca hasta ahora, mientras tejía pompones muy ligeros y nerviosos, tejía, tejía y tejía mientras su hermana leía, leía y leía poemas de amor. Aparecía un nuevo mundo casi perfecto. Don Sergio las miraba con alegría desde la barra y pensaba en el destino también, quién no podría hacerlo cuando una página casi en blanco comienza a escribirse, no las quería interrumpir pero ya había que cerrar y seguramente no faltaba mucho para que los padres de ambas llegaran a buscarlas, en fin, un nuevo paisaje en la ventana, un nuevo mural para pintar. Llegaron los padres de ambas que se habían ido a degustar vinos en el paseo del vino, y formando una gran familia, de otra manera con la conciencia plena que había que tomar una decisión sobre las gemelas, es decir, si van a seguir sus vidas por separado o quién se quedaba con quién, por esa noche tan bonita e iluminada, siguieron forjando esos vínculos como pañuelos sin golondrinas.
Al empezar a despedirse Bárbara había tejido miles de pompones y se le ocurrió la idea de colgarlos en el café, improvisando con ramas que traían de afuera, un árbol adentro. Así es que en ese momento tan colorido, divertido y fugaz, fueron todos felices en ese nuevo árbol de la vida, el primer café de las hermanas en un mundo muy borgiano.