Leé un capítulo del libro de Pablo Vierci en el que se basó "La sociedad de la nieve"
Pablo Vierci fue compañero de colegio de los sobrevivientes y de muchos de los que murieron, y recrea a través de sus voces el mundo del que provenían, los momentos previos al accidente, la experiencia en la montaña, la decisión de alimentarse de los cuerpos de sus compañeros, la expedición en busca de ayuda, los días posteriores al rescate y la vida que siguió a la tragedia.
Escritor, periodista y guionista, Pablo Vierci nació en Montevideo el 7 de julio de 1950. A lo largo de su carrera ha escrito guiones tanto para documentales como para largometrajes. También ha participado como panelista en programas como Debate abierto de Canal 10.
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En lo literario ha escrito "Los tramoyistas" -publicado en 1979 y traducido al portugués y al inglés-, "Pequeña historia de una mujer", "Detrás de los árboles", "99% asesinado", "La sociedad de la nieve" o "El fin de la inocencia", entre otros. También ha coescrito "Tenía que sobrevivir" junto a Roberto Canessa, donde este último narra cómo nació su vocación por la medicina.
Vierci ha sido reconocido con galardones como el Premio Nacional de Literatura de Uruguay en 1987 y 2004 y el Premio Libro de Oro de la Cámara Uruguaya del Libro en 2009. También se ha alzado con varios premios gracias a su trabajo como guionista.
Su libro "La sociedad de la nieve" fue editado por Planeta y puede conseguirse con un clic aquí.
El dato fuerte: Pablo Vierci fue compañero de colegio de los sobrevivientes y de muchos de los que murieron, y recrea a través de sus voces el mundo del que provenían, los momentos previos al accidente, la experiencia en la montaña, la decisión de alimentarse de los cuerpos de sus compañeros, la expedición en busca de ayuda, los días posteriores al rescate y la vida que siguió a la tragedia. Trascendiendo la anécdota, su texto compone un mosaico grandioso sobre el que se proyectan dieciséis cordilleras, así como las historias truncas de los que no volvieron.
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Tras medio siglo madurando y aprendiendo las lecciones detrás de la tragedia y la adversidad que vivieron, en un escenario desmesurado y solitario, perdidos en medio de la nada, abandonados por el mundo, quienes sobrevivieron lograron crear una sociedad diferente a todas las conocidas, marcada por un pacto de entrega mutua.
Leé un fragmento de La sociedad de la nieve
Marzo de 2006: volver a la montaña
Subir hasta el glaciar en el Valle de las Lágrimas en marzo de 2006, donde está sepultado el fuselaje del F571 que cayó en 1972 en la falda de las sierras de San Hilario, entre los volcanes Tinguiririca y Sosneado, es una expe- riencia temeraria.
Requiere un largo recorrido, con un ascenso lento de dos días a caballo por senderos improvisados por cabras o caballos, de menos de medio metro de ancho, con el precipicio al costado, en una cordillera que cambia de continuo los paisajes y las alturas, pero donde siempre está el vértigo del riesgo inminente. Se avanza lentamente, paso a paso, ya sea en la montaña o cuando se atraviesan los torrentes de agua impetuosa y helada que bajan de la cordillera y arrastran todo a su paso. Incluso parecen querer llevarse a los caballos y a las mulas, que se tambalean pero no caen, afirmando los cascos entre los cantos rodados del fondo antes de dar el paso siguiente. Algunos jinetes avanzan con los ojos vendados para evitar el susto confiando en el instinto de los animales.
Cada tanto surge una imagen o un imprevisto que estremece. Tormentas de viento y nieve irrumpen súbitamente. Una mula se desbarranca varios metros, pataleando
en una polvareda que no permite observar el desenlace, hasta que logra afirmar los cascos en una saliente de la pendiente, con el jinete encogido y aferrado a las crines. Un caballo tropieza, apoya una rodilla en el sendero y queda con las patas traseras haciendo equilibrio en el aire, sobre el precipicio. Una mula de carga se asusta con la ventolera y se desboca entre las rocas, galopando montaña abajo y arrojando los bultos por el camino, mientras un baqueano la persigue a galope tendido. Los códigos están cambiando; el vértigo se asimila al paisaje. El grupo está llegando a la prehistoria.
Cuando dos días después se arriba al Valle de las Lágrimas, a casi cuatro mil metros de altura, en el centro mismo de la cordillera de los Andes, en la frontera entre Chile y Argentina, el panorama es grandioso y aterrador. Parece un anfiteatro monumental: al centro, sobre un pro- montorio de rocas, hay una cruz de hierro, donde están enterrados los restos de los muertos del accidente. Al sur se divisa una interminable sucesión de montañas y picos que llegan hasta el Cabo de Hornos, al final del continente. Al norte, con un paisaje similar, se extiende hasta Panamá, desplegando sus 7.240 kilómetros de extensión y confor- mando un macizo montañoso más largo que el Himalaya; al oeste la vista se estrella contra una pared de rocas y hielo de 5.180 metros de altura, las sierras de San Hilario, tan imponente que impide siquiera imaginarse el horizonte. Hacia atrás, al este, se regresa a la Argentina, por donde llegó el grupo a caballo. Los interminables picos nevados terminan, en la lejanía neblinosa del este, en el más alto de todos: el volcán Sosneado, de seis mil metros de altura. En medio de ese paisaje de fin del mundo, reina un silencio inorgánico, sacudido de cuando en cuando por la violencia del viento y el crujido del glaciar.
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Es necesario abandonar los caballos, que deben bajar mil metros antes de que el sol se esconda entre las montañas para no morir congelados. Luego el grupo debe caminar otros ochocientos metros al oeste de la cruz de hierro hasta el lugar exacto donde está enterrado el fuselaje del Fairchild, en medio del glaciar. Falta el oxígeno, cada paso exige un esfuerzo superior al anterior. Náuseas, confusión y jaqueca, el mal de altura comienza a insinuarse entre los menos habituados a la alta montaña.
En el grupo vienen cuatro sobrevivientes del accidente de 1972: Roberto Canessa, Gustavo Zerbino, Adolfo Strauch y Ramón "Moncho" Sabella. Además los acompaña Juan Pedro Nicola, cuyos padres fallecieron en el accidente. Como todos en el grupo, viene con su hijo, para que co- nozca la tumba donde descansan los restos de los abuelos y de los otros que nunca regresaron. El hijo observa a su padre que está absorto, con la vista perdida en las cinco agujas de piedra donde se estrelló el avión.
Cuando el glaciar está próximo, y la pared de nieve de las sierras de San Hilario aumenta sus dimensiones, los integrantes del grupo deben encordarse unos con otros y colocarse crampones en las suelas de las botas antes de continuar el ascenso. El glaciar, con el fuselaje en el centro, está ahí nomás, atravesado de lado a lado por grietas de veinte y treinta metros de profundidad, disimuladas por delgadas capas de hielo. Tres andinistas profesionales van adelante, probando el terreno con picos y bastones. Unos metros detrás vienen los cuatro sobrevivientes.
El paisaje que vio Gustavo Zerbino el 13 de octubre de 1972, a las 15:35, instantes después del accidente, cuando el fuselaje destartalado se detuvo en medio del glaciar, después de deslizarse a velocidad arrebatada, zigzagueante, sorteando conjuntos rocosos que asoman sobre la ladera de
nieve, ha cambiado poco en estos treinta y cuatro años. Lo primero que él vio, al sur, fueron las abruptas pendientes cubiertas de nieve y coronadas en la cima por las puntas de piedra que instantes antes observaba Juan Pedro Nicola. Las más elevadas son las de los extremos, contra una de ellas pegó el ala izquierda del avión, y contra las del medio su vientre, cuando se desplazaba con los motores rugiendo al máximo, en un intento desesperado por esquivar una colisión que a esa altura, perdido el rumbo por completo, resultaba inevitable. Hacia el oeste, la pared de rocas cubiertas de nieve, observada desde el lugar del fuselaje, parece incrustada en posición vertical, humanamente inalcanzable, salvo que se intente una hazaña más allá de toda lógica, o a menos que se esté viviendo en una sociedad desconocida. El 13 de octubre de 1972, a las 15:37, Gustavo Zerbino, con diecinueve años, perteneciente al grupo de los menores, experimentaba lo mismo que ahora. Le faltaba el aire, no tenía fuerzas, lo acosaba la jaqueca y estaba muy confun- dido. Ha resultado ileso y debe ayudar a su amigo Roberto Canessa, con la misma edad, a salir de la trampa donde está inmovilizado, debajo de dos asientos arrancados de cuajo que lo han atrapado entre hierros filosos y en punta. De inmediato, entre los dos, empiezan a retirar los asientos que aprisionan a los heridos y a los que están enteros. Para mover algunos cadáveres que están entreverados en los hierros retorcidos y los destrozos del fuselaje, deben atarlos de los pies, con los cinturones de seguridad, y arrastrarlos entre cuatro hasta la nieve, para colocarlos boca abajo, allí nomás, a tres metros del desastre.
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Gustavo arremete con decisión para ayudar en lo que puede. No hay tiempo para pensar, sólo para colaborar con Roberto, que mientras cura a un herido, le toma el pulso a un moribundo, instantes antes de hacer un torniquete de urgencia para evitar que se desangre Fernando Vázquez, a quien la hélice del ala derecha que salió disparada y embistió contra el aparato le cercenó una pierna. Luego le endereza la tibia rota a Álvaro Mangino, la coloca en su lugar y lo aparta del camino: ya está atendido. Ahora le toca el turno al siguiente, un compañero que está acurrucado entre los hierros, temblando, con una herida en el estómago. De pronto se incorpora para mostrarle a Gustavo el tubo de metal que tiene clavado en las entrañas.
-No me duele, sólo tengo frío -le dice Enrique Platero.
Hoy está todo intacto. Como si el tiempo se hubiera congelado. No hay herrumbre en los restos del avión desperdigados por el lugar. El ala izquierda, partida a la mitad en el lugar exacto donde estaba la hélice, luce con nitidez las inscripciones de antaño, el lugar de fabricación, la fe- cha, indicaciones técnicas. El cielo se encapota de repente y el grupo resuelve desandar los ochocientos metros hasta el promontorio de piedras donde está la cruz de hierro, a cuyo lado se han montado dos carpas de alta montaña.
Nubes oscuras avanzan amenazantes presagiando viento y tormentas de nieve, que sacuden las carpas como si fuera a arrancarlas de cuajo. Adolfo Strauch, que en 1972 pertenecía al grupo de los mayores, con veinticuatro años, anuncia la inminencia de una avalancha. Observa con atención y luego de su advertencia le señala a su hija, Alejandra, cómo se produce un gigantesco desprendimiento de nieve acumulada en la gran pared del oeste, que deja a su paso un estruendo y una estela de vapor. Pero ahora están a salvo, a ochocientos metros de donde estaban los restos del avión en el 72.
De pie, junto a la cruz de hierro, con el brazo sobre el hombro de Roberto Canessa, Gustavo Zerbino vibra como si estuviera en un presente continuado. La noche anterior, en el campamento-base El Barroso, en una carpa de alta montaña que compartió con uno de sus hijos, a mitad de camino rumbo al Valle de las Lágrimas, no consiguió dormir, acosado por náuseas y pesadillas. Cuando amanece, monta su caballo y asciende en silencio, internándose en el tiempo. Cuando llega a precisar el Valle de las Lágrimas, ya está a bordo del F571. Su relato, ahora, se ahoga con suspiros, se quebranta con recuerdos tan vívidos que llega a experimentar que da un paso hacia atrás, como hizo en 1972, para salir de los restos espectrales del avión partido.
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En el instante en que el avión golpeaba contra la aguja de piedra, a las 15:30, tras un pozo de aire interminable, inconscientemente se quitó el cinturón de seguridad y se puso de pie en el pasillo, tomando con todas sus fuerzas los soportes metálicos que separaban los valijeros, para no volar con el golpe. Sintió el impacto, luego los chiflones de viento helado y nieve que le castigaban la cabeza, la espalda y las piernas, y contó los segundos interminables que demoró el cono partido del avión patinando sobre el hielo, hasta detenerse abruptamente, aplastando asientos y gente contra el compartimiento del equipaje y de los pilotos.
Roberto Canessa siente el impacto del ala contra las rocas y se toma con todas sus fuerzas del asiento de adelante. Impetuosamente le vienen a la mente imágenes sueltas, confusas, que lo llevan a un único desenlace: está protagonizando un accidente aéreo en la cordillera de los Andes. De un segundo a otro se estrellará contra la montaña y conocerá lo que se esconde del otro lado de la vida.