El Moisés en el olivo
La continuidad de la historia de Bonarda y Malarda, por la escritora Marcela Muñoz Pan.
CAPITULO V
Malarda se sentía en el olvido, ella sabía perfectamente que las personas que la criaron no eran sus padres biológicos. Doña Adriana y Don Roberto habían encontrado a Malarda en el aluvión que se produjo esa noche tremenda de desazón y angustia, en el límite entre Lavalle y el departamento de Gral. San Martín. La niña estaba envuelta en trapos muy mojados, su carita y manos sucias de barro, la corriente la había arrastrado por canales y canales infinitos, como Moisés, a la deriva. Una catástrofe natural de semejante capacidad destructiva en contraposición a la vida natural de semejante instinto de preservación, porque cuentan que cuando fue encontrada, sus brazos se agitaban como si supiera que debía moverse para ser vista.
Doña Adriana era una mujer que no pudo tener hijos y casi instintivamente esa noche del aluvión, diluvio y cuanto barro corría por sus pies, se acercó al olivo más cercano y ahí quedó, abrazándolo para sujetare hasta que pasara todo ese desastre natural. La noche no pasaba nunca, ella rezaba muy fervorosamente para salvarse a como diera lugar, tenía frío, estaba toda embarrada, sus manos delicadas y su pelo dorado así y todo iluminaban la noche, como si fuera una luciérnaga que alumbraría y uniría más que una vida. La luciérnaga del desierto casero de Lavalle, así le decían en el pueblo. Esa noche tumultuosa le abrió las puertas a la posibilidad de ser madre.
Las nubes cedieron y dieron origen a un prometedor amanecer y rápidamente el agua descendió a raudales arrastrando hojas, piedras, palos y todo tipo de objetos, hasta gotas de luz. Doña Adriana puedo soltarse del olivo y al pisar la tierra un poco más segura comenzó la plegaria a sus guías para volver a casa, cansada, desbastada y con la preocupación de qué podía encontrarse.
La avalancha de agua arrojó a Roberto a la orilla de una acequia, cuando empezó a disminuir su caudal, los grises de su conciencia confundida iban recuperando poco a poco la memoria, la intensidad del agua lo había dejado extraviado, inutilizado. Los momentos de algunas imágenes vagas volvían a su mente, imágenes de sus parrales, luego la bordelesa que yacía junto a él le sirvieron para incorporarse en lentos movimientos. Las preguntas le sucedían, sin testigos alrededor más que olivos y algunos laureles en flor que habían perdido sus ramas, al poder pararse bajó por la pendiente de lodo y su oído atento escuchó el ladrar de los perros, eran sus perros guardianes que venían a rescatarlo.
Don Roberto llegó a su casa y no podía creer el daño que había causado ese aluvión, vidrios por todas partes, el techo se había volado, árboles caídos, el cerco de los caballos roto, todo era oscuro, triste, mustio. A la mañana siguiente partió a la finca sin pretender encontrar nada en pie, la esperanza era lo más parecido a la nada, una nada que lo encerraba todo porque como si fuera otro mundo, otro planeta, sus vides estaban intactas y refulgentes, vivas y divinas. La divinidad existe. A los pocos minutos escuchó a alguien que cantaba dulcemente y queriendo atrapar esas melodías se topó en lo pandito con ella, Doña Adriana.
El agua había cosido los destinos inefables. Se enamoraron al instante, se sabían sus personas especiales, limpiaron todo el caos sucedido, el mismo caos que los unió, la nada y el todo reflejado en los brazos de un amor con sabor a aceitunas. Cuenta regresiva para sellar esa unión trágica y mágica. Se casaron, construyeron una casa blanca y luminosa, grandes ventanales con postigos y visillos que había tejido al crochet Doña Adriana, los pisos de ladrillos lustrados por Don Roberto de color rojo pasión, como la de ellos. El día de su boda Doña Adriana le dedicó un poema como sello de su amor:
Boca aceitunada
Tu boca aceitunada
embruja las puertas
de mis mañanas
Tu boca
tu fruto aceitunado
perfuma las noches cordilleranas
junto al fogón en el deseo arcano
que intimida el banquete de pan y oliva
Tu boca aceitunada
da luz al vacío humano
sabor al destino extraviado
y colores a mi piel.
Don Roberto había estudiado enología y era un investigador empedernido, su espíritu inquieto fue sumando y agudizando sus conocimientos académicos y de campo que plasmó en un libro: "Bonarda: la historia de un gran vino", muchos años estudiando esta variedad, investigó con bibliografías de libros en y de distintos países. Comenzó con la definición ampelográfica correcta, confirmación genética y la revalorización actual de esa cepa. Esta cepa decía Roberto: "le da oportunidad a la región del Este mendocino de mostrarse, de ser innovadora y empalmar con las nuevos estilos de vinos". Era su visionaria expectativa. Un futurista.
Volviendo al choque de las estrellas donde estalló el amor entre las aceitunas caídas por el aluvión que no dejaban de presentar una belleza estética en la tierra, se fueron caminando despacio, filosofando sobre ese caos, lo que murió y lo que nació, ineludiblemente. Pero pasadas unas tres horas mientras caminaban cerca de los canales para observar lo que había quedado en pie, escucharon el llanto de un niño o niña, obviamente salieron en busca de ese llanto, pensando que había que rescatar y salvar a alguien, como lo hacía toda la comunidad al volver la calma, encontrar lo perdido, lo roto, a la familia, los que quedaron atrapados, así fue que vieron una niña recién nacida llorando incansablemente en un moisés de mimbre y agitando sus brazos como ave herida. Don Roberto se tiró sin medir consecuencias para sacarla del canal y Dona Adriana recibió muy miedosa el moisés, y al ver a esa niña temblando de frío y miedo, la tomó en sus brazos para calentar su cuerpecito helado y se fueron al pueblo en busca de la ayuda de un médico, de ropa abrigada, de leche de cabra que era la única que podían conseguir, lo que sea para salvar a esa niña.
La niña fue rescatada, curada, cuidada, pero, y ahora qué hacían. Pasaban los días y nadie preguntaba por ella, se iban encariñando y la niña iba recuperando su peso, su llanto era más leve, su páramo había encontrado un lugar en el mundo del Este, en el mundo de los olivos y las uvas. Había que ponerle un nombre claramente, y Doña Adriana la nombró como sus aceites de oliva extra virgen y como su madre, la llamaremos Bérbora Rosier, dulzura, equilibrio, milagro.
Pasaron los años signos y nadie buscó a la niña, iba creciendo y cada vez se ponía más rebelde, característica que demostró desde muy chica, andaba descalza todo el tiempo, o se desnudaba todo el tiempo con frío o calor, con nieve o lluvia, no quería bañarse, no quería ir a la escuela, no quería comer verduras, llorona, llorona, llorona, cascarrabias. Era de esperarse que la niña tuviera estas conductas después de pasar por situaciones tan traumáticas como fue su nacimiento y su sobrevivencia en el aluvión, rescatada en un moisés con frío, agua sucia, soledad, injusticia. Llegaba la noche y se transformaba en una dulzura casi poética, como si su espíritu se cansara de ser desobediente, quejona. Cepillarse los dientes era toda una osadía, una lucha minuto a minuto, hasta que por primera vez su padre Roberto, muy cansado de lidiar con ella, le levantó el tono de voz y Bérbora le dijo que quería irse a vivir a otro lado y que no le gustaba su nombre entre pataleos y lágrimas de cocodrilo, toda una artista de escenas caprichosas. Doña Adriana se sentía muy mal porque no había podido sanar sus soledades internas, sus huequitos desiertos, sus ojitos miel con cortinas fisuradas y una tristeza enorme de soledades. Le habían dado una vida armoniosa, educándola de la mejor manera posible, nunca le faltó nada, siempre procuraron su abrigo, alimento del cuerpo y el alma, el amor inconmensurable, pero cada vez se hacía más difícil, como si fuera una eterna adolescente, rebelde desde los primeros dos años. No iba a ser nada fácil palear tanta sangre sin bandera.
Cuando Roberto le levantó la voz para retarla por sus eternos caprichos le terminó diciendo que era mala, una niña muy mala que andaba pegándole a todo el mundo y mucho más a su único amiguito Tincho, que le tendía una gran paciencia, así es que te llamaré Malarda (mientras sonreía como para ver si ella reaccionaba) porque solo una niña mala puede no disfrutar de su casa de muñecas, de su patio con juegos, de sus postres preferidos, de su ropa impecable, de los abrazos por las noches al contar los cuentos. Soy mala, decía ella, es cierto, soy mala. Estaba todo claro, más claro que el agua, pero no esa agua que la sostuvo. La paciencia y el amor eran las únicas herramientas que tenían Adriana y Roberto para sanarla, sanarla de tanto sufrimiento.
Me quiero llamar Malarda, y se fue corriendo descalza como siempre, entre las viñas de Bonarda de Roberto. Allí sólo encontraba consuelo.