Fiesta máxima

Soberanas de Vendimia

Un relato de fiesta, anfiteatro, y generacionales ilusiones regias, por Matías Edgardo Pascualotto, autor de "Las políticas hídricas y el proceso constitucional de Mendoza".

Matías Pascualotto

El anfiteatro lucía como un hormiguero colapsado. Las luces del gran escenario, en el cual se exponía la danza de luces, colores y movimientos, transmitían intermitentes su luminosidad hacia el conjunto de espectadores, dejando ver en la cerrada noche los matices de algunos rostros. 

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Sentada entre el público, en medio de las filas de asientos, la anciana señora, vestida de sobrio traje, observaba impasiblemente plácida el espectáculo, el de la cueca, las guitarras y los rítmicos brazos que retumbaban en los altavoces del lugar, marinado por la crónica de los locutores. Acomodados a ambos lados, miraba de vez en vez a su hijo y la esposa de éste, los cuales la acompañaban, mientras recordaba.

Recordaba, clavada la vista en el despliegue del festejo, aquella vendimia de hacía más de cuatro décadas, la de su coronación. La de la sorpresa que la esperó aquel verano en el cual fuera propuesta por los capataces al patrón de la viña en la que faenaba su jornal, aquel verano que la arrebató de las tareas de las cargadas parras, dándole descanso a sus ajeadas manos, para llevarla a las visitas municipales, las presentaciones y el sueño del reinado. El que posteriormente la tendría presente, con el cetro y la corona, entre las tertulias de empanadas y discursos oficiales, en un año que recordaba con la felicidad de una larga vacación.

Entre tanto, hacia uno de los costados del gran escenario, las luces y sombras inundaban el rostro de la juventud, el de una de las candidatas, que, alineada en repetida secuencia de ilusiones con sus compañeras de competencia, mostraba su sonrisa engalanada y nerviosa ante el intempestivo sufragio, que, como ansiosamente esperaba, pudiera tenerla por elegida. El nerviosismo mezclaba en su cabeza el pensamiento de una repentina sed, el eventual desarreglo de una manga que no quería ni tocar para mantenerse en su pétrea imagen de quietud regia, el posible impasse en sus estudios universitarios, relegados en estos últimos dos meses por la vorágine de los eventos, y los rostros de los funcionarios que, desde el palco, se mostraban, fragmentados, tras las luces que destellaban desde el frente como artificiales relámpagos.

Al igual tiempo, en los bordes de los cerros, tras el límite de los lugares comerciales del griego teatro, enmarcado por tenues reflejos lejanos emanados del escenario, el cual, como una gran caja de televisión, brillaba delante de los grises caparazones de dinosaurio del piedemonte, el rostro de la niñez se asomaba. Rodeada de su familia, sentada sobre una manta puesta por su madre sobre los pedregullos del plano inclinado del terreno, yacía asombrada en su inocente e inconmensurable imaginación infantil. Con el vaso de jugo a su lado, cuidado del inminente vuelco por los dedos atentos de su padre, lucía sobre su cabecita de pelo enmarañado la corona que improvisara con los celofanes de los chocolate cuyas barritas la deleitaran, minutos antes, junto a sus hermanos, entre los cuales se lucía, autoproclamada y anónima soberana, ante las estrellas de la festiva noche cuyana.

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