La increíble experiencia de navegar en globo aerostático
El historiador Pablo Lacoste, en una nueva nota que demuestra la gran oferta que tiene Mendoza Este para los mendocinos y visitantes.
¿Cómo explicarlo? ¿Cómo dar cuenta de las sensaciones que te inundan, las conexiones con los momentos únicos de tu vida, con el paisaje y sus instantes especiales?
Navegar en un globo aerostático es atravesar ese vórtice existencial que separa lo vulgar y corriente, de lo extraordinario y único. Tiene el romanticismo de la era preindustrial, cuando la vida no estaba todavía signada por los horarios y los medios de transporte modernos. El globo es exactamente opuesto al que se vive en el avión, herméticamente cerrado, con ventanillas de tamaño ínfimo, repleto de cinturones de seguridad, en asientos cada vez más estrechos, agobiado por azafatas que te repiten los formulismos de seguridad y luego, tratan de venderte cosas que no necesitas para alcanzar metas y recibir sus bonos. Ese lenguaje masivo, impersonal y estandarizado del viaje en avión, es exactamente lo opuesto al viaje en globo, signado por el contacto intenso con la naturaleza, el aire libre y el paisaje.
Desde el avión, ves la montaña mediatizada por las estrechas ventanillas, distante y lejana. En el globo, la montaña está allí, solo el aire te separa de ella: resplandeciente, amplia, pura, limpia. Tuya. "¡Esto es Mendoza!" susurran tus entrañas.
Algo parecido ocurre al observar los campos labrados, las trincheras de álamos, las bóvedas de sauces y los canales de riego. Ves el trabajo artesanal que los campesinos menducos hicieron durante 140 años para convertir aquellas tierras incultas en pequeñas propiedades cuidadosamente trabajadas, con sus viñedos, olivares y huertos frutales.
Al mirar hacia el Este, se intuyen las siluetas de las caravanas de carretas y mulas que, antes de la era del ferrocarril, iban y venían hacia Buenos Aires, para llevar y traer vinos e inmigrantes. Sus siluetas se recortan en el horizonte, caminando junto a sus hijos, con sus cansados equipajes, sus modestas ropas de europeos pobres. Veo también sus manos gruesas de campesinos viticultores, y sus rostros ilusionados, con la esperanza de encontrar tierras limpias para continuar la práctica de sus oficios.
También veo las vías férreas y mi mente reconstruye aquella serpiente multicolor que formaban los trenes del vino, con los vagones-tanque de las bodegas mendocinas, que atravesaban las pampas para abastecer las grandes ciudades rioplatenses con el fruto de la vid, haciéndose parte de los paisajes culturales argentinos.
Navegar en un globo aerostático era para mi, algo inalcanzable. Una utopía. Una quimera, más propio de la literatura o el cine que de la vida real: como andar en submarino o en una nave espacial. Solo existente en el mundo de los libros, en las inolvidables novelas de Julio Verne (Cinco semanas en globo, La Isla Misteriosa), o bien, de Emilio Salgari (El tesoro del presidente de Paraguay). Alli se entregan las sensaciones del globonauta, la emoción de estar en una canasta de mimbre tejido, flotando en la altura, sin timón, sin motor, en la silenciosa inmensidad del cielo. Aquellos novelistas, dotados de un talento mayor, lograron acercame a ese mundo, hasta dejarme en el límite de la ficción y la realidad. Y ese vórtice es el que pude atravesar ahora, al subir al globo aerostático en Junín, provincia de Mendoza.
Referir el significado de un viaje en globo es un desafío enorme, porque no es comparable con otra acción o hecho que, normalmente, estamos acostumbrados a observar, describir y explicar, mediante el uso de categorías y conceptos culturalmente compartidos y aceptados. Esas reglas ahora no sirven porque el tema es personal e interno: las emociones que se viven en aquella canasta de mimbre que flota en el aire, entre álamos y nubes. Y para expresar esas emociones, no queda más remedio que apelar a la experiencia personal, rompiendo las normas del oficio del historiador o ensayista.
¿Cuáles son las sensaciones que te inundan el alma, cuando el globo asciende, se despega del suelo, y comienza su travesía, sobre los campos labrados de Mendoza Este, frente a la Cordillera de los Andes, junto a una docena de globonautas extasiados y perdidos en una nueva dimensión?
La mente trata de entender lo que está pasando; y tiene el problema de no tener registros previos de una situación así. Por lo tanto, se va a aquellos momentos gemelos, es decir, los que tampoco tenían un antecedente. Se producen entonces conexiones con esos otros momentos únicos, que marcaron nuestra vida. El primer día de escuela, cuando vimos tantos niños juntos, y la maestra que nos enseñaba a cantar la canción de la tortuga Manuelita; el primer día que fuimos a ver a nuestro equipo de fútbol, con mi viejo y mi hermano a la cancha de Andes Talleres (10 años). La primera vez que vimos un partido de Argentina en el mundial, por TV (9 años); el corazón hecho un nudo, del primero al último minuto; como ahora, con Colombia, o en Qatar. El primer gol que hice en un partido de fútbol de la escuela Murialdo; la primera vez como actor en el acto de la escuela, para representar a Juan Manuel de Rosas enfrentando a los delegados de Francia e Inglaterra, con sus respectivas banderas (las prestaron de la Cultural y de la Alianza Francesa). El primer día que entré a clase como profesor, en una modesta escuela de Guaymallén, y las caras inolvidables de los primeros alumnos; el primer artículo publicado: en el diario Los Andes y sobre José Néstor Lencinas; la primera carta de amor que recibí, y todavía la tengo grabada en el alma. Momentos únicos, imposibles de explicar.
Todo ese universo es el que se activa, por las conexiones emocionales generadas a partir de una experiencia totalmente nueva y distinta, que se vive al viajar en globo. Es una aventura hacia lo desconocido, hacia el paisaje y hacia la vida.