No hay mucho más: Crónica breve de una pequeña escuela para sordos

Una nueva crónica de la vida cotidiana de Isabel Bohorquez.

Isabel Bohorquez

Ayer a la mañana entramos a un bar a tomar un café y observé que un matrimonio me miraba.

Ellos me reconocieron y de inmediato me dijeron quiénes eran: los papás de Gustavo. El corazón me dio un vuelco de la emoción y nos fundimos en un abrazo.

Tuve la inmensa suerte de ser maestra de Gustavo hace mucho tiempo. Ahora tiene cuarenta y cinco años, ha formado su familia, es padre, trabaja, tiene una vida completa y feliz. Como a todos, seguramente las cuestiones se le pondrán bravas más de una vez.

Gustavo es sordo de nacimiento.

Yo era entonces una jovencita profesora de educación especial, estudiante de psicopedagogía y estaba convencida de que podíamos hacerles frente a todas las dificultades que la sordera y sus concomitancias le traían a nuestros alumnos y a sus familias.

No hay mucho más: Crónica breve de una pequeña escuela para sordos

En aquel tiempo (cuarenta años atrás), las ideas respecto a la enseñanza especial para los niños sordos eran muy estrictas sobre la oralidad en Argentina: se creía que había que enseñar a hablar porque sin lenguaje no hay desarrollo del pensamiento; no se aceptaba el lenguaje de señas, incluso se censuraba; se usaban los métodos de estructuración del lenguaje análogos al empleado con las personas afásicas de origen neurológico y se consideraba la sordera como un obstáculo para el desarrollo de la inteligencia.

Pocos niños sordos accedían a la escuela común, muy pocos.

La nuestra era una pequeña escuela pública municipal, éramos docentes y profesionales entusiastas, tantas veces compramos meriendas o útiles de nuestro bolsillo...había algunos niños muy pobres que cargaban también con la adversidad de otras carencias.

El grupo humano en ese momento estaba constituido por maestras de educación especial, profesoras para sordos, docentes de diferentes orientaciones: arte, informática, educación física, así como las profesiones afines terapéuticas: fonoaudiólogas, psicomotricistas, psicólogas, etc., etc.

Como docentes asumimos el desafío de explorar otras perspectivas en la enseñanza del lenguaje y confluimos en un mismo propósito: procurar el máximo desarrollo del potencial de todos los alumnos sin importar la edad o la condición en que se encontraran en cuanto a su desarrollo integral, impulsar la estimulación temprana e integrar a nuestros alumnos en las escuelas comunes en la medida que estuvieran dispuestos, ellos y sus familias, a hacer el esfuerzo de afrontar el proceso de integración.

Nuestros alumnos, en la medida que iban aprendiendo con nosotros las primeras letras, cálculo, etc., etc. se insertaban en la escuela común. Hacían jornadas de doble escolaridad y en nuestra escuela repasaban lo aprendido en la otra escuela, tenían la oportunidad de un seguimiento, hacían los deberes, tenían acompañamiento y abordajes especializados respecto a sus dificultades o necesidades. Se sentían seguros, contenidos, tenían un espacio propio, entre pares, donde formular sus dudas, sus vacíos de comprensión, las palabras desconocidas, los conceptos que les resultaran demasiado ajenos.

La inclusión educativa siempre se abordó asumiendo que la discapacidad debía ser enfocada como una desventaja específica que debíamos resolver juntos.

Gustavo, junto con un reducido grupo de niños pequeños, fue mi alumno y conmigo aprendió a leer y a escribir de la mano de un puñado de certezas en cuanto a cómo se desarrollaba el pensamiento con relación al lenguaje. Me lancé a utilizar métodos didácticos que se empleaban en niños normo oyentes.

Yo era muy joven, estaba convencida de mis ideas pedagógicas que contradecían la cultura tradicional en educación para sordos y a su vez, estaba muerta de miedo frente a la responsabilidad que nuestra osadía significaba. Eran tan chiquitos...tan hermosos, talentosos...confiaban tanto....

Salió bien. Muy bien. Aprendieron a leer y a escribir, los números, los primeros cálculos, el mundo se empezó a desplegar entre nosotros y fuimos explorando.

El deseo de aprender, la curiosidad, la alegría de ir descubriendo se impuso y el proceso de crecimiento intelectual y lingüístico fue dando indicios de progresos evidentes.

Particularmente las madres de esos niños fueron formidables.

Por aquel tiempo, empezamos a golpear puertas en las escuelas comunes para que recibieran a nuestros alumnos con el compromiso de nuestra parte de hacer el acompañamiento.

No hay mucho más: Crónica breve de una pequeña escuela para sordos

¿Fue una locura este esquema de doble escolaridad? Más de una vez seguramente que sí.

Locura agotadora y plagada de incertidumbres. Hubo frutos, historias muy exitosas y otras no tanto. Nunca tuvimos un abordaje homogéneo, cada niño fue único y siempre se sostuvo la escolaridad en la escuela para sordos adonde seguir reencontrando chances para crecer y progresar.

Creo que ese fue nuestro mejor signo en el trabajo que hicimos: fuimos viendo cada niño, cada biografía.

Recuerdo los padres, las miradas de expectativa, las aflicciones y la confianza en nosotros que a veces pesó como una piedra en el pecho.

Aprendí con esas familias a lo largo de los años, que la dedicación y el amor sortea cualquier barrera. En verdad. Ellos me enseñaban a mí a luchar contra el miedo y la desesperanza mientras que nosotros les orientábamos a ellos sobre cómo estimular a sus hijos, cómo cooperar en el aprendizaje del lenguaje, el uso de los audífonos, etc. Fuimos un cuerpo colectivo y enfrentamos el desafío de la discapacidad auditiva y lo que se le agregara, juntos. Fueron recíprocas lecciones de amor.

Ayer en el bar, los papás de Gustavo recordaban momentos compartidos, el bien que les hizo sentirse acompañados, cómo les daba aliento lucharla entre todos. La mamá recordó una anécdota: un día fuimos a comprarle unos libros a Gustavo para estimularle la lectura y mientras yo le explicaba al niño para qué eran los libritos y que se los estaba regalando para que se los llevara a su casa, ella sostenía a mi bebé Florencia en sus brazos...Mi hija -que falleció de cáncer años después- hoy tendría 38 años.

Mientras evocamos el momento, la abracé y lloré.

Cuando hoy veo los niños integrados en las escuelas comunes (insistiré siempre con el término) sin mediar tantas veces la mínima reflexión, solos -ellos y sus familias-, sin ayuda o con ayudas mediocres y espasmódicas, con una galería de profesionales a los que asisten durante la semana en el mejor de los casos y que casi nunca logran un trabajo realmente articulado con la escuela común...me pregunto: ¿por qué pasamos de aquellos años en los que la escuela especial podía ser un sitio propicio, oportuno, feliz, donde crecer y progresar para animarse a afrontar el resto de los espacios sociales a esta mentira programada de que todos tienen que ir a la escuela común aunque aprendan poco y nada?

Por mi parte, me quedo con el abrazo en el bar, las palabras amorosas y el cariño sincero que no ha mellado con el tiempo. Saber que Gustavo es un hombre pleno y feliz es más que suficiente.

No hay mucho más que valga pena.

Esta nota habla de: