Entre barriles y sueños: "Las bodegas de Mendoza tienen ese, qué se yo, ¿viste?"
Marcelo Calabria en esta nueva columna sobre "vinos & comidas" de Mendoza, se sumerge en el encanto del enoturismo y la enogastronomía.
Un nuevo fin de semana largo "XL", nos brinda la posibilidad de, además del merecido descanso en familia, disfrutar de las bondades de Mendoza en otoño, es sabido que "no es lo mismo el otoño en Mendoza", y la belleza de nuestros paisajes, las bondades de nuestra cocina y los caminos del vino son un plan perfecto tanto para quienes nos visitan como para los locales que decidimos disfrutar de la hermosa cuna de la libertad.
A partir de mi experiencia y desempeño profesional me tocó intervenir, hace poco más de 15 años, en el rediseño y administración de un proyecto de inversión que me permitió descubrir las rutas del vino en Mendoza, una verdadera revelación tanto personal como profesional. Así mi incursión en el mundo del turismo vitivinícola comenzó casi por casualidad, por esos devenires de la vida, con el desarrollo de un restaurante temático, donde el tango y el vino se entrelazaron para crear una experiencia cultural auténticamente argentina. La pasión por el tango, ese baile que encierra la esencia de Buenos Aires, encontró un paralelo perfecto en la profundidad y complejidad del vino mendocino.
Desde muy jóvenes, y a partir de la enseñanza y visitas programadas desde las escuelas a las bodegas, estudiantes de Mendoza se sumergen por primera vez en la maravillosa y ancestral cultura vitivinícola, y así fueron mis primeras remembranzas de ese mundo mágico; pero ciertamente la primera vez que recorrí los caminos del vino en Mendoza quedé deslumbrado no solo por la calidad excepcional sino también por la dedicación y el arte que cada viticultor aporta a su oficio, hijo y nieto de agricultores pude reconocer prontamente el esfuerzo y dedicación en cada racimo. Fue una epifanía, ver cómo cada elemento, desde el suelo hasta el clima, se conjuga para dar vida a vinos que son verdaderas obras de arte. Esta experiencia transformó mi enfoque hacia la inversión en la que me tocaba prestar mi corta experiencia profesional, viendo no solo el potencial económico sino también el valor cultural y social que proyectos como bodegas, emprendimientos gastronómicos y rutas vitivinícolas aportan a la comunidad de Mendoza y a todo el país.
Así el pintoresco restaurante en que me tocó trabajar se convirtió en un microcosmos de esta revelación, un lugar donde cada cena era una celebración de la riqueza cultural de Argentina, y cada copa de vino constituía un homenaje a la tradición y la innovación de Mendoza. Como profesional, pero sobre todo como apasionado de la música arrabalera, del vino y de nuestras historias costumbristas, he aprendido que el verdadero valor de un proyecto no se mide sólo en cifras, sino en las experiencias y emociones que genera en las personas, y las rutas del vino de Mendoza son un testimonio viviente de esta filosofía. Hoy, muchos años después, como mendocino de pura cepa, disfruto visitar junto a mi familia y amigos las bodegas y recorrer los caminos del vino, y al cruzar el umbral de cada bodega, el aire se impregna de un aroma a uva, mosto, vino y tierra que me transporta a un mundo donde el tiempo se mide en añadas y cosechas. Los rayos del sol mendocino se filtran a través de las hojas de las vides, bañando el paisaje en una luz dorada que parece prometer una aventura sensorial inolvidable, y así sucede con cada espacio entre viñedos y en cada pasillo de las bodegas.
Caminando entre cavas, barricas y parras, cada paso es un descubrimiento, una historia contada por el viento que susurra entre las copas de los árboles. La pasión de familias enteras de viticultores, enólogos y cosechadores es palpable, su amor por la tierra y el vino se contagia en cada conversación, en cada detalle compartido sobre el misterioso arte de la vinificación, en cada surco caminado y en cada nota aprendida. La cata es un ritual sagrado, un momento de comunión con la esencia de Mendoza. Cada degustación es una revelación, un viaje a través de sabores y aromas que hablan de tradición y de innovación, de paciencia y esmero, de pasión y de fuego. Los vinos: néctares solariegos testigos de la historia, despiertan emociones profundas, uniendo nuestro espíritu con el alma de la tierra que nos vio nacer y que casi por un designio del destino fue cuna de la libertad de medio continente desde la visión sanmartiniana.
Continuando con el encanto de las bodegas mendocinas, es imposible no sumergirse en la historia de cada una de ellas. Las bodegas no solo son lugares de producción; son custodias de historias familiares, de sueños y de la pasión argentina por el vino. Cada bodega tiene su propia narrativa, algunas se remontan a la época de los primeros inmigrantes que trajeron consigo sus conocimientos y cepas desde Europa, mientras que otras son el resultado de visionarios modernos que buscan innovar en la industria.
La visita a una bodega en Mendoza es una experiencia sensorial completa. Desde el momento en que se pisa el viñedo, somos testigos de la meticulosa atención al detalle. Los visitantes pueden caminar entre las filas de vides, tocando las hojas verdes y sintiendo la tierra bajo sus pies. La cata de vinos se convierte en un ritual, donde cada sorbo cuenta una historia diferente, revelando notas de frutas, madera y terroir. Pero más allá del vino, las bodegas mendocinas ofrecen una conexión con el terruño, la historia y su gente. Las visitas suelen incluir charlas con enólogos y viticultores, quienes comparten con orgullo su trabajo y conocimiento. Es esta interacción humana la que a menudo deja una impresión duradera en los visitantes, tanto locales como extranjeros.
La arquitectura y diseño de las bodegas también merece una mención especial. Algunas son obras maestras modernas, con líneas limpias y vistas panorámicas de los Andes, mientras que otras conservan el encanto rústico de las antiguas fincas con sus viñas de antaño. Estos espacios no solo son funcionales a las mejores experiencias que un visitante puede vivir, sino que también están diseñados para celebrar la belleza del entorno y la esencia del vino. En resumen, las bodegas de Mendoza son un reflejo de la identidad de esta tierra: una fusión de tradición y modernidad, naturaleza y cultura, trabajo y pasión. Son lugares donde el tiempo parece detenerse, invitando a los visitantes a disfrutar del momento presente y a celebrar la vida con una copa de vino en mano.
Y al final del día, mientras el sol se pone tras las montañas y el cielo se tiñe de tonos púrpura y naranja, sentimos una gratitud abrumadora. Mendoza no solo nos ha regalado sus vinos, sino también recuerdos imborrables y la promesa de recorrer cada vez que el tirano tiempo nos permita este rincón mágico del mundo donde la vida, como el vino, se disfruta con pasión, admiración y sin prisa. Por todo ello es que sugerimos no se pierdan la oportunidad de vivir la magia de las bodegas mendocinas y la belleza de la experiencia vitivinícola