Día de la Soberanía: una celebración vergonzosa

Sería sano comenzar a hacernos cargo de nuestro pasado, sin inventarlo, recordando que la historia es una ciencia y no literatura fantástica.

Luciana Sabina

La celebración del Día de la Soberanía, centrada en la figura de Juan Manuel de Rosas, es parte del relato histórico que busca héroes entre tiranos.

Comencemos por la falacia de considerar al Restaurador un símbolo del federalismo. Con Rosas, el centralismo porteño llegó a su máxima expresión. Tras la muerte de Facundo Quiroga y Estanislao López, el resto de los jefes provinciales pasaron a ser simples títeres manipulados a su antojo. Si no lograba convencerlos a través de sobornos, sermones o lisonjas, simplemente los liquidaba.

Por otra parte, la misma noche en que asumió como gobernador, dijo al agente uruguayo Santiago Vázquez: "Creen que soy federal, no, señor, no soy de partido alguno, sino de la patria". Venía del Partido Unitario. Se alejó cuando Rivadavia nacionalizó la Aduana porteña, perjudicando económicamente a la oligarquía bonaerense que Rosas encabezaba.

Analizando hechos y no discursos, el rosismo estuvo en las antípodas de cualquier ensayo federal, todo se convirtió en un apéndice de los dominios del Restaurador.

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Rosas utilizó al federalismo de escudo para llevar a cabo una política acorde a sus intereses. Desdibujó las bases ideológicas de unos y otros: aquellos que lo apoyaban eran federales, de lo contrario, unitarios y enemigos de la Patria, no sólo del gobierno.

En este panorama es comprensible que Sarmiento esgrimiera nuevos términos para designar a cada bando, hablando de civilización y barbarie. Porque, además, para el sanjuanino los unitarios ya no existían en la época en que escribió el Facundo.

Otro gran mito es la defensa de Rosas a la soberanía nacional, una especie de mentira de la que todos somos partícipes ya sea por ignorancia o desinterés.

Día de la Soberanía: una celebración vergonzosa

De hecho, los bloqueos efectuados por Francia e Inglaterra dieron a don Juan Manuel un enemigo externo y conveniente para aglutinar a las masas, en un momento necesario. La animadversión hacia los extranjeros se incrementó a la par del apoyo popular al gobernador de ínfulas monárquicas.

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El primer trance con Francia comenzó debido a apremios diplomáticos evitables, agravándose con la ayuda prestada a Juan Lavalle y la usurpación violenta de la isla Martín García.

¿Qué hizo el paladín de la soberanía nacional para recuperar Martín García? Absolutamente nada: "No se llamó a combate y nadie corrió a las armas. La isla Martín García quedó en el poder de los franceses hasta que fue devuelta, dos años después, por estipulación expresa de la convención Mackau-Arana, sin que Rosas hiciera ninguna tentativa para expulsar a las fuerzas ocupantes", señaló el historiador Drago.

El segundo conflicto se produjo con Francia e Inglaterra. La crisis estalló tras el apoyo que Rosas dio a Manuel Oribe para sitiar Montevideo. Oribe había sido presidente del país, pero vencido por sus opositores se exilió en la Argentina. Desde su llegada a Buenos Aires, el uruguayo se convirtió en uno de los lugartenientes más sanguinarios de Rosas.

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Los países europeos mencionados eran garantes de la independencia uruguaya y con Montevideo sitiada reclamaron a Buenos Aires. Brasil también se quejó diplomáticamente.

El Restaurador se volvió intransigente y solo para entrar en negociaciones exigió que Oribe fuese nombrado presidente de Uruguay. Entonces comenzó el famoso bloqueo anglofrancés al Río de la Plata que duraría años.

Jamás pretendieron invadirnos, como suelen afirmar los revisionistas rescatando una falacia más del rosismo, finalmente transformada en feriado nacional. Rosas no buscó defender la soberanía argentina, sino lesionar la uruguaya y lejos de proteger nuestra integridad la puso en peligro.

En este contexto y siguiendo los caprichos del Restaurador se dio la famosa derrota de la Vuelta de Obligado, episodio nefasto que en lugar de enorgullecernos debería avergonzarnos.

Sería sano comenzar a hacernos cargo de nuestro pasado, sin inventarlo, recordando que la historia es una ciencia y no literatura fantástica.

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