Leé un capítulo del libro: "Qatar. La perla del Golfo"
Ignacio Álvarez-Ossorio e Ignacio Gutiérrez de Terán, dos reconocidos expertos en Oriente Medio, ofrecen en su libro "Qatar. La perla del Golfo", un documentado estudio sobre la dirección política, social y económica que ha tomado este pequeño estado desde su independencia en 1971.
En las últimas décadas, Qatar, un pequeño país del Golfo Arábigo, ha conseguido salir de su anonimato. El descubrimiento y explotación del petróleo y el gas trastocaron definitivamente la historia del emirato. Si hace un siglo la mayor parte de la población se dedicaba a la pesca o a la búsqueda de perlas, hoy en día Qatar se ha convertido en uno de los países con una de las rentas per cápita más altas de todo el mundo, despunta como gigante energético y posee un potente músculo financiero.
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Pese a sus reducidas dimensiones y su escasa población, la dinastía Al Thani ha logrado convertir a Qatar en un actor clave en la región de Oriente Medio gracias a una política exterior dinámica y basada en el empleo del soft power: la puesta en marcha de la cadena panárabe Al Jazeera, la mediación en conflictos regionales o el patrocinio de grupos islamistas reformistas. La celebración de la Copa Mundial de Fútbol de 2022 es la culminación de este esfuerzo por situar a Qatar en el mapa de los grandes eventos internacionales.
Ignacio Álvarez-Ossorio e Ignacio Gutiérrez de Terán, dos reconocidos expertos en Oriente Medio, ofrecen en su libro "Qatar. La perla del Golfo", un documentado estudio sobre la dirección política, social y económica que ha tomado este pequeño estado desde su independencia en 1971.
Álvarez-Ossorio dialogó con Gabriel Conte y Santiago Montiveros, y la entrevista completa puede ser vista, escuchada y leída haciendo clic aquí.
A continuación, un fragmento del libro, para entusiasmarse y salir a comprarlo:
ÉRASE UNA VEZ QATAR
Qatar, la península recóndita de Arabia
La península de Qatar conforma un reducido territorio de 11.521 kilómetros cuadrados, unos pocos más que la Región de Murcia, bañada por las aguas del golfo llamado Arábigo por los árabes y Pérsico por los iraníes. Durante muchos siglos formó parte de los diferentes imperios y rei- nos que se sucedieron en la península arábiga y fue poblada por tribus nómadas que deambulaban por la zona en busca de pastos para sus rebaños o que, sedentarizadas, se establecieron en las ciudades costeras para vivir del comercio, la pesca o la industria de las perlas. Sin apenas vegetación ni recursos acuíferos, su principal atractivo residía en el privilegiado enclave que ocupaba frente a la ribera septentrional del golfo Arábigo y su centralidad en la ruta marítima hacia el mar de Omán.
Pese a su actual aspecto desértico, se supone que, hace milenios, la península era fértil, con ríos e incluso pequeñas balsas de agua dulce diseminadas por diversos lugares. Eso es lo que parece deducirse de los fósiles y restos hallados por una expedición arqueológica danesa desarrollada en 1956
en las regiones nororientales del país. Algunos filólogos árabes llegaron a atribuir el término qatar a la acepción de ?gota de agua dulce'. Esta supuesta fertilidad dataría de un tiempo demasiado remoto, ya que las primeras referencias históricas de las que disponemos nos dibujan ya una llanura desértica abundante en radas y ensenadas marítimas.
Esta no es más que una de las hipótesis barajadas para explicar el origen del topónimo, aunque quizás la más sólida es la que remite el nombre del país a Katara, palabra acuñada bien por los cananeos, quienes colonizaron la zona hacia el tercer milenio antes de nuestra era, bien por los fenicios, un pueblo también semita que hizo acto de presencia no mucho después y a quienes las malas lenguas atribuyen la afición de algunos de sus descendientes árabes por la piratería. El geógrafo griego Ptolomeo ya la cita con dicho nombre hacia el año 150 de nuestra era. Sea como fuere, la historiografía oficial qatarí ha asumido el término Katara hasta el punto de que uno de los reclamos turísticos de la capital lleva como nombre Villa Cultural de Katara, un vasto recinto de los llamados multiusos que incluye museos, galerías de arte, un planetario, una mezquita y hasta un anfiteatro de estilo griego.
En la «época de la ignorancia» (conocida en árabe como yahiliyya) que precedió la llegada del islam, la Qatar actual estaba englobada en la región de Bahréin que, además de la isla que conforma el actual reino, incluía parte de las regiones orientales de lo que hoy es Arabia Saudí y los lindes del golfo de Basora en Iraq. Por ello, no suele aparecer en los textos árabes clásicos como una entidad autónoma. De los primeros tiempos del islam, a principios del siglo vii, nos han llegado referencias a una tela llamada qatarí, de colores muy vivos, que el profeta Mahoma, su esposa Aisha y Omar bin Al Jat- tab, el segundo califa ortodoxo, vestían con delectación a de- cir de las fuentes árabes.
En los periodos posteriores, ya fuera en los imperios ome- ya, abasí u otomano, la diminuta península quedó sumida en divisiones administrativas, regidas por ciudades, distritos y regiones de mucho mayor tamaño. No sería hasta las pos- trimerías del siglo xix cuando alcanzaría un notable grado de independencia bajo el liderazgo de la familia de los Al Thani, que en 1868 firmó un acuerdo con Gran Bretaña para que reconociese su autonomía a cambio de ventajas comerciales. Este sería el embrión del emirato de Qatar, que obtendría su independencia en 1971. Pocas personas habrían sido capaces de imaginar entonces la fabulosa trans- formación que convertiría un árido territorio con apenas unos miles de habitantes en uno de los Estados más dinámi- cos e influyentes de este siglo.
Los servidores de La Perla
No muy lejos del complejo cultural y económico de la Villa Cultural de Katara se encuentra otro de los sím- bolos de la glamurosa Doha, la capital del emirato. Ha- blamos de la isla artificial de La Perla, bautizada por los folletos turísticos como la Riviera Árabe, con sus masto- dónticas torres de pisos de lujo, su puerto deportivo, don- de las principales fortunas del país anclan sus suntuosos yates, y sus preciados restaurantes, donde se pueden de- gustar deliciosos manjares si se dispone de los recursos suficientes. Eso sí, sin bebidas alcohólicas, únicamente accesibles al consumo in situ en los hoteles de cinco estre- llas y bares de alta gama.
En el abigarrado centro histórico de Doha, en pleno paseo marítimo y muy cerca del zoco Waqif, se encuentra la gran fuente monumento de La Perla (Lu'lu' en árabe), una enorme concha, propia del tan extendido estilo kitsch del Golfo, con una esfera redonda blanca en el centro, que representa un homenaje al preciado tesoro que constituyó durante siglos la principal fuente de sustento de los habitantes de la bahía. Se halla, precisamente, en la rada donde anclaban los dhows, barcos artesanales de madera de uno o dos mástiles con capacidad para entre dieciséis y veinte tripulantes.
Se trata, una vez más, de conciliar la tradición de las embarcaciones con la modernidad de los rascacielos que componen el conocido skyline de Doha, en el marco de una política del Estado destinada a mantener viva la memoria de su historia y de las tradiciones antes de que terminen devoradas por la vorágine de la vertiginosa modernización y el febril consumismo. En esta misma línea, cada primavera se celebra el Qatar Marine Festival, en el que se recrean los días de gloria de los buscadores de perlas, con exhibiciones y charlas didácticas sobre el modo de vida de los pescadores y las técnicas que utilizaban en su labor.
Del mismo modo, se intenta mantener la tradición del arte marino (al-fann al-bahri en árabe) y las canciones típi- cas de las estaciones de buceo que los marineros componían durante sus travesías por el Golfo, con acompañamiento de tambores, panderos y, en ocasiones, una especie de jarras de porcelana. Las composiciones, que suelen cantarse a coro con el concurso de palmas rítmicas, se llaman nahma y, una vez más, las autoridades han tratado de mantener viva la tradición mediante un festival regional de música que se ce- lebra desde 2016. Este tipo de composiciones ha de consi- derarse la expresión musical genuina del Golfo, y ha dado lugar a los ritmos y las melodías tan características de la región hoy en día. Toda efeméride y celebración en honor de esta industria nunca estará de más si se toma en conside- ración el hecho de que la perla fue la principal fuente de riqueza de Qatar y la razón primordial para que siempre mantuviera un núcleo de población estable en sus costas. Es lógico, pues, que Muhammad Al Thani, el primer goberna- dor autónomo de Qatar, le contara a William Palgrave, un visitante británico, en 1867: «Aquí, del primero al último, somos todos siervos de la perla».
Los orígenes de esta actividad se remontan a muchos siglos atrás. En el Corán ya se menciona la extracción de la perla y del coral como actividad productiva, tal y como se afirma en la sura 55 del Clemente: «Y salen de ambos [mares, donde confluyen el agua salada y la dulce] perlas y corales», en una alusión que algunos exegetas sostienen que remite a la desembocadura del Éufrates en el golfo de Basora. No muy lejos, en definitiva, de la susodicha región de Bahréin, a la cual pertenecía nuestra pequeña península. Bahréin significa, literalmente, ?los dos mares'. En el siglo xii la actividad debía de estar extendida por buena parte de la ribera nororiental de Arabia, a tenor de lo que cuenta el geógrafo Hamawi en su célebre obra Mu?yam al-buldan [Repertorio de países]. Los naturales de Qatar se dedicaban primordialmente a este ofi- cio; en segundo lugar, a la pesca y, en tercer lugar, a la ganadería de camellos, en busca de pastos repartidos por unos pocos oasis y pozos, en un territorio eminentemente árido, con escasas áreas de cultivo.
Sus costas eran especialmente apetecidas por su amplitud y la facilidad de acceso a sus acogedores puertos, en los que recalaba asimismo una flota pesquera de cierta entidad. También estaban las facilidades concedidas a los barcos de mercaderes que venían a comprar las perlas del Golfo, las más cotizadas en los mercados internacionales. Especialmente solicitadas eran las que se recogían en el entorno de la isla de Halul, a poco menos de cien kilómetros al noreste de Doha, y en la de Jarg, ya en aguas de Irán. Quentin Morton, en su Masters of the Pearl, relata que un ejemplar excepcional, hallado por buceadores qataríes en Shayj Shuaib, otra isla iraní, fue subastada en 1896 en París por ocho mil libras esterlinas, más de un millón de euros al cambio de hoy. El diplomático e historiador británico J. G. Lorimer, que recaló en la península arábiga varios lustros más tarde y dejó escritas minuciosas descripciones sobre las tribus árabes y sus costumbres, señala que la mitad de la población (que él mismo calculó en unas veintisiete mil personas) vivía de esta actividad, lo mismo que en Bahréin y lo que hoy son los Emiratos Árabes Unidos. Según aquel, el inicio del siglo xx deparó el momento de mayor gloria en la historia del comercio de perlas y Qatar conoció una era inusitada de esplendor: el número de habitantes y tra- bajadores se duplicó en los años veinte, hasta rondar las cincuenta mil almas, la mitad de las cuales se dedicaban a la extracción de perlas.
La época de buceo tenía lugar durante los meses de verano, si bien en algunas ocasiones se adelantaba a abril. El resto del año, especialmente en invierno, las tribus se retiraban al interior, donde se dedicaban al pastoreo o viajaban hacia las regiones colindantes de la península arábiga. En ocasiones, patrones y marineros se embarcaban semanas enteras por las aguas del Golfo, desde Omán a Irán, en busca de esta minúscula bendición marina, operación que exigía en oca- siones la extracción de cientos de conchas y madreperlas hasta dar con una que realmente mereciese la pena. Los buceadores podían llegar a realizar hasta cuarenta zambullidas en una jornada, en aguas con una profundidad de catorce a veinticinco metros, durante cuarenta segundos. Todos estos detalles y más, como los nombres de las innumerables em- barcaciones utilizadas en las travesías -algunas, más espaciosas que los dhows, podían transportar a cuarenta marineros-, se detallan a los turistas que se acercan al puerto de Doha y observan con curiosidad los navíos y las pequeñas construcciones que remedan las cabañas en las que vivían los buceadores. Los guías cuentan, a modo de colofón, el declive de este comercio en la región a partir de los años treinta del siglo pasado, cuando las perlas cultivadas en Japón em- pezaron a inundar los mercados internacionales. A princi- pios de los cuarenta, la población se había reducido a dieci- séis mil personas y, tras la Segunda Guerra Mundial, apenas quedaban seis mil trabajadores en Doha. Cuesta imaginar qué habría sido de Qatar y del resto de los emiratos del Gol- fo si, en un breve lapso de tiempo, no hubiera surgido, como por arte de magia, un nuevo maná, este de un color mucho más oscuro. Y, por supuesto, menos glamuroso.
El pálido recuerdo del esclavismo
La industria de la perla no puede disociarse del fenómeno de la esclavitud, practicada en la región del Golfo desde épocas remotas. Las polémicas recientes sobre la deplorable situación de los trabajadores extranjeros que, desde 2010, llevan construyendo los estadios e infraestructuras del Mundial 2022 hicieron aflorar, de nuevo, las acusaciones de neoesclavitud para referirse a la explotación laboral que la mayoría soportaba.
En realidad, la época de florecimiento del tráfico de seres humanos, el siglo xviii y primera mitad del siglo xix, incumbe sobre todo a la entidad más relevante del Golfo en aquel tiempo. Nos referimos al sultanato de Omán, el cual, tras apoderarse de la costa de Zanzíbar en 1698, esta- bleció los fuertes de Pemba y Kilwa como cabeza de puen- te para sus incursiones en busca de esclavos de las zonas del interior. En total, cada año se venían a capturar unos cincuenta mil, que eran transportados, en su mayor parte, a las colonias europeas en América. Todavía hoy se sigue asimilando la figura del árabe del Golfo a la captura ma- siva de seres humanos en el África oriental, cuyas pobla- ciones sufrieron una merma considerable. Es cierto que una parte de los dueños de navíos en la costa oriental de la península arábiga se dedicaban a este lucrativo negocio; ahora bien, no se trataba de una práctica generalizada ni mucho menos.
Sí era, en todo caso, de gran importancia para el man- tenimiento de la industria de la perla, pues la mayor parte de las tripulaciones también se nutrían de esclavos o anti- guos siervos manumitidos, hasta el punto de que, en los momentos de mayor bonanza, un quinto de los residentes de Qatar había sido traído forzosamente de África o era descendiente de esclavos. Hoy en día resulta habitual ver a ciudadanos de tez oscura vestidos con el thoub o túnica
blanca tradicional; están completamente arabizados, pero, frecuentemente, sus apellidos revelan su falta de vinculación con las tribus originarias del país. Por lo general, los esclavos acompañaban a sus dueños, los llamados najudha o patronos de los barcos, durante la época de buceo y también cuando se retiraban a las zonas interiores para practicar la trashumancia.
El 28 de agosto de 1833, el Imperio británico promulgó la ley de abolición de la esclavitud, con el objeto de poner fin al tráfico de esclavos en sus colonias. No obstante, se tomó el asunto con cierta parsimonia en los denomi- nados Trucial States o Estados del Tratado, un conjunto de emiratos del Golfo a los que habían puesto, a partir de 1820, bajo su protección a cambio de ventajas comerciales. A pesar de su discurso antiesclavista, la práctica seguía presente en territorios sometidos a los británicos a principios del siglo xx. En sus viajes por la costa africana, el explorador escocés David Livingstone constató la presencia de esclavistas árabes en Zanzíbar y la pervivencia de la práctica de la esclavitud en los zocos del sultanato allá por 1866, aunque una década más tarde sería definitiva- mente erradicada.
La legislación británica impedía izar la bandera de la Union Jack en aquellos enclaves donde todavía se practicaba la esclavitud. No pusieron, en todo caso, demasiado empeño en aplicar la norma, porque la propia Qatar no desterró definitivamente la esclavitud hasta 1952. Londres solía aducir que, en realidad, nunca tuvo un representante directo en el país (aunque sí lo hubo en la vecina Bahréin) y que, por lo tanto, no tenía capacidad para poner fin a dicha práctica en la península qatarí. Con todo, seguían de cerca el asunto.
En 1928, el political agent o agente político en Bahréin escribía en un telegrama a su gobierno que Abdelaziz bin Saud -fundador del actual reino de Arabia Saudí- le había rega- lado a Abdallah Al Thani, shayj o líder tribal (palabra de la que ha derivado nuestro jeque), una esclava georgiana valorada en cincuenta mil reales, una cantidad notoria para la época. Según diferentes fuentes, Abdallah nunca se molestó en mantener oculta a su esclava, diestra en el arte de la danza. Décadas más tarde, cuando comenzaron a explotarse de forma organizada los primeros yacimientos de petróleo, algunos patronos transfirieron a sus esclavos, sin trabajo ya en la pesca o la ganadería, a dichos campos petrolíferos. Además, retenían buena parte de sus salarios al ejercer como patrones gracias a la pervivencia del sistema de la kafala o patrocinio, del que hablaremos más adelante en detalle.
A decir verdad, los británicos se abstenían de interferir en los asuntos privados de los jeques del Golfo siempre que sus intereses económicos y su flota mercante no corrieran peligro. A los patronos de los barcos y los merca- deres locales tampoco les convenía prescindir de esta mano de obra, porque no siempre los miembros de las tribus locales estaban disponibles durante las estaciones de buceo. Además, los ingresos no estaban asegurados en un negocio tan incierto como este y, con cierta frecuencia, aquellos tenían grandes dificultades para hacer frente al pago de los asalariados.
Siguiendo con su línea de mantener vivas las tradiciones y la memoria colectiva del pasado, las autoridades qataríes abrieron en 2015 un museo único en su género en la región, consagrado por entero al pasado esclavista del emirato. Se habilitó en la casa de un traficante llamado Ibn Yalmud, cuyas instalaciones fueron utilizadas hasta bien entrado el siglo xx para la compra y venta de seres humanos. Lo más llamativo, además de la declarada intención de recordar a los ciudadanos qataríes una «página poco edificante» de la historia nacional, con paneles donde aparecen lemas del tipo «Juro que a partir de ahora seré más consciente», es que también se incluyen referencias a la «nueva situación de explotación que sufren los trabajadores extranjeros». Por ello, no faltan las alusiones al régimen de la kafala. Nin- gún otro Estado del Golfo ha realizado más esfuerzos, im- pelido por la urgencia del Mundial de 2022 y por las críticas internacionales recibidas, por aliviar las leyes laborales, tal y como ha reconocido la propia Organización Internacional del Trabajo (OIT) en sus informes más recientes. Sin embargo, las acusaciones de explotación y violación sistemática de los derechos laborales siguen empañando su imagen internacional.
El tráfico de esclavos ha dejado una fuerte impronta en la sociedad local, ya que además del buceo trabajaban en el servicio doméstico, el cuidado de los rebaños de camellos o el mantenimiento de los escasos palmerales de dátiles. La afluencia de esclavos y mercaderes se aprecia en los usos, las costumbres e, incluso, en el vocabulario actuales. Más de un qatarí de avanzada edad nos ha contado cómo, en la niñez, oía hablar con naturalidad suajili, urdu o hindi, idiomas que han aportado un buen número de palabras al habla local. Hoy, gracias a la bonanza de los hidrocarburos, resulta más probable oír en cualquier parte de Doha una conversación en inglés, nepalí o cingalés que en árabe.