¿Qué hacemos con los muertos? Sobre cómo surgieron los cementerios modernos

La historiadora Luciana Sabina se sumerge en la historia de los camposantos, una de sus especialidades y pasiones.

Luciana Sabina

Los primeros cristianos utilizaron catacumbas para sepultar a sus muertos, dada la persecución de la que eran objeto en la Antigua Roma. La importancia de hacerlo radicaba en conservar los restos asegurando la resurrección.

Desde la óptica cristiana "el cuerpo muerto no es un despojo, constituye un elemento importante en la carrera de la salvación. El destino del alma sigue estando unido, en cierta forma, al cuerpo que le ha servido de receptáculo, pues este a través de ciertos ritos (la mortaja religiosa o su sepultura en lugar sagrado), puede beneficiar a aquella en su objetivo de alcanzar la vida eterna",, según señala Julián Hernández Domínguez.

Para el romano promedio estas creencias resultaban extrañas, ellos incineraban a los suyos y los sepultaban en caminos campestres. Simultáneamente se popularizó la idea errónea de que los cristianos eran caníbales, ya que consumían "el cuerpo y sangre" de Cristo.

De todas maneras la nueva religión fue muy exitosa y al emperador Constantino no le quedó más remedio que aceptarla. Así, a partir del Edicto de Milán (313 D.C.), ser cristiano dejó de ser condenable en el vasto Imperio y los muertos ya no debían esconderse. Las iglesias y sus tumbas salieron a la luz.

Entrando a la Edad Media el binomio iglesia-tumba se volvió inseparable. Como era práctica común que los santos y mártires fuesen sepultados intramuros, todos querían un lugar cerca de ellos para asegurase beneficios espirituales una vez muertos. Algunos creían, incluso, que podrían liberarse del Infierno o del Purgatorio. Tamaña promesa despertó fascinación.

En lugares como París la mayoría de las personas siguieron siendo sepultadas en fosas comunes, algunas de las cuales se realizaban con forma de trinchera y se iban llenando por capas. La mayoría se encontraba en la ciudad ya sea al costado del hospital, el lazareto o la Iglesia. Mientras que en los pueblos los restos eran ubicados directamente en el cementerio parroquial, una especie de patio adosado al edificio sacro.

Sólo para la clase alta se abrieron de par en par las puertas del templo y las tumbas individuales. Así los vivos y los muertos convivieron en lugares sagrados, con todas las complicaciones esperables.

La Ilustración hirió de muerte a esta práctica. "Los muertos habían ido progresivamente haciendo suyo el espacio del templo, llegó un momento en que tuvieron que ir abandonado esos privilegiados enterramientos que tan buen recaudo les habían dado durante siglos. Si el discurso que propició su entrada en las iglesias había sido aquel en que primaba el beneficio de las almas de los fieles; de un signo bien distinto fue el que motivó su salida. La salud corporal de los vivos, se convirtió en detonante de una nueva práctica funeraria, que en esencia, acabó significando un exilio forzoso de los muertos, que se vieron obligatoriamente relegados a nuevos enterramientos extramuros" (María José Collado Ruiz).

El 30 de mayo de 1780 Monsieur Gravelot, vecino de París cercano al Cementerio de los Inocentes, presentó una denuncia oficial ante el Estado. Especificaba que el "olor cadavérico" había enfermado a su esposa. La ciencia aún se aferraba a antigua la teoría de los miasmas -es decir, que la enfermedad podía ser producto de aspirar aires contaminados y malolientes- por lo cual se envió a Antoine-Alexis Cadet de Vaux para realizar un estudio.

En su informe a la Real Academia de Ciencias Cadet de Vaux confirmó los temores de Gravelot: los gases venenosos habían traspasado por completo la barrera que separaba a los vivos de los muertos en París. Consecuentemente lo muertos comenzaron a ser alejados del centro de la ciudad.

Lamentablemente los años de Revolución y caos volvieron todo al mismo punto. El contemporáneo Edmond Géraud señaló:

"A cada paso se pueden ver los horribles y sangrientos restos de cuerpos mutilados en tumbas abiertas. Vi por mi parte, siete de estas tumbas, llenas de más cadáveres de los que podían contener; los horribles carros dejaron rastros de sangre a su paso; la imagen de la muerte y de la masacre estaba presente en todas partes y de las formas más aterradoras".

Napoleón decidió cambiar esta situación y así nacieron los cementerios modernos. El diseño del parisino Père Lachaise le fue confiado al arquitecto neoclásico Alexandre Théodore Brongniart, inaugurándose en 1803. Los franceses impusieron esta idea revolucionaria en las zonas sometidas de Italia y desde entonces el Estado comenzó a organizar los cuerpos.

El cementerio Père Lachaise.

El cementerio Père Lachaise.

Siguiendo esta política, Bernardino Rivadavia creó el Cementerio de la Recoleta hacia 1821. Al principio, la elite se resistió. "Pero los de clases más bajas no se sintieron ofendidos por contar con ese servicio gratuito y, así, el 18 de noviembre de 1822 se realizaron los primeros entierros en el flamante cementerio: un joven negro y liberto llamado Juan Benito y una prostituta blanca de veintiséis años, nacida en la Banda Oriental, llamada María de los Dolores Maciel", señalan los historiadores Raquel Prestigiacomo y Fabián Uccello.

La situación distó mucho de ser simpática. George Love, un inglés afincado en Buenos Aires, escribió al respecto: "se llevan los cadáveres al cementerio Nuevo, en la Recoleta, y se trasladan allí desde los cementerios de las iglesias, con lo que se producen escenas de confusión, en que madres, esposos y esposas prorrumpen en gritos al reconocer los cuerpos de quienes ya no esperaban volver a ver en este mundo".

El Cementerio de La Recoleta.

El Cementerio de La Recoleta.

Casi una década más tarde, en Mendoza también se prohibieron los enterramientos en las iglesias y se dispuso la creación del Cementerio General. La Iglesia Católica, preocupada por la pérdida de poder, frenó la obra que recién se concretó en 1846. Hasta entonces las personas siguieron siendo en los templos.

Cabe señalar que algunos siguieron la vieja costumbre ya entrado el siglo XX. Rufino Ortega murió en noviembre de 1917, fue colocado en el mausoleo de Joaquín Villanueva dentro del Cementerio de la Capital (Mendoza), sin embargo en 1925 sus restos fueron trasladados al santuario a la Capilla de Sufragio, adjunta a la Parroquia - Santuario "María Auxiliadora" de la Congregación Salesiana, en Rodeo del Medio.


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