Caída y crisis: por qué Facebook está desnudo
Dejando de lado el grueso detalle de cuán conveniente que pudiera resultar a Facebook pasar unas horas offline luego de que Frances Haugen denunciara que esa red, deliberadamente, incita al odio, perjudica a los niños y controla la circulación de Fake News a su antojo y beneficio, la caída dejó al descubierto por un lado la fragilidad social ante la centralización digital y por otro la búsqueda de esa empresa por no tornarse irrelevante.
Facebook perdió u$s7.000 millones por su caída, el ecosistema de redes suma 5.400 millones de usuarios al mes, algo así como u$s 1,29 por cada usuario activo en la red. En 2019, sólo Facebook, representaba el 80.4% del tráfico a sitios de comercio electrónico desde redes sociales. ¿Qué costo tuvo detener por un día ese 80.4%? ¿Es Facebook la principal perjudicada?
Empresas como Facebook, que resultan supranacionales y paraestatales por sus características, se han transformado en intermediarias de las actividades cotidianas hasta transformarse en fundamentales, al punto de que su ausencia genera inconvenientes y perjuicios. Se trata de entes que se autoregulan, pero que por sus características, toman decisiones que las asimilan a los Estados.
Le corresponde a Facebook determinar quiénes pueden participar, qué comunicaciones pueden publicarse, definir si serán vistas o no, por cuántas personas (y cuáles personas), así como también qué actividades pueden realizarse a través de su plataforma. Una situación que a esta altura a nadie parecerá tan grave, salvo que se tenga en cuenta que por el rol que cumplen y la magnitud que tienen, son capaces de interferir en las democracias o pasibles de ser utilizadas para ello.
Esto es algo que se está denunciando prácticamente desde el surgimiento de esa red, de hecho, de hecho fue tema de la ponencia presentada por quien escribe, en el Primer Congreso Argentino de Derecho Informático organizado en 2018, que contó con el respaldo de la UNCuyo y la UMAZA, bajo el título "Big data y Trata de identidades" .
La tecnología no es inocua ni está privada de cosmovisiones, y trae aparejadas consecuencias sociales en las que resulta difícil reparar a los usuarios no técnicos. Una de ellas quedó de manifiesto durante la caída del ecosistema Facebook: la centralización de recursos y la concentración de herramientas son el Talón de Aquiles del ciudadano digital, pero también de los gobiernos y Estados del globo.
No se trata de un fenómeno nuevo ni desconocido, pero sí es uno en el que los usuarios no reparan hasta que notan la soga rodeando su cuello. Estas consecuencias son mucho más profundas que carecer de acceso a una aplicación de mensajería: en la actualidad se investiga la relación entre los niveles de intolerancia de las juventudes y la posibilidad de 'bloquear' e invisibilizar a otras personas que brindan las redes. Se trata de generaciones que entran en crisis cuando no pueden apagar, bloquear ni silenciar a quienes tienen delante. Aunque no es el único enfoque de tipo de consecuencia social.
Este tipo de comunicaciones se masificaron al punto de que no participar de ellas genera una suerte de exclusión de una parte de las actividades que desarrolla la sociedad en su día a día. Pero al mismo tiempo, son un canal en el se realizan acciones en sí, constituyendo una suerte de descomunal edificio conjunto del que dependen quienes lo utilizan, cuya regulación y mantenimiento están libradas a la voluntad de una sola persona en todo el mundo: Mark Zuckerberg, el dueño.
Centralización e ilusión de libertad
Por centralización se entiende a lo que sucede cuando se combinan en un mismo espacio una multiplicidad de recursos. Tal vez no lo hayas notado, pero si querés escribir un documento utilizás Google Docs, si querés enviar un email usas Gmail, si buscás algo en Internet usás Google Search, para lo que utilizás Google Chrome, sostenés charlas en Google Meet, la publicidad que ves al navegar por distintas webs proviene de Google Ads, si querés llegar a algún lugar utilizás Google Maps, para compartir archivos probablemente estés usando Google Drive, o tal vez quieras ver algo o escuchar música en YouTube. Y eso no es todo: lo más probable es que lo hagas desde un dispositivo Android. Y sí, todos son productos de Google, a los que accedés a través de un solo lugar: tu cuenta de Google.
Eso es la centralización: todo en un mismo lugar, y puede resultar tan cómoda como inconveniente, producto de que es la clave de la dependencia de determinadas tecnologías.
Aunque sorprenda, el tipo de dependencia que genera la centralización tecnológica es un tema en discusión desde hace siglos. Centrándonos en la discusión actual, conviene recordar que durante los últimos 15 años las cinco empresas más grandes del mundo, desde un punto de vista de capitalización de mercado han cambiado, con la excepción de una: Microsoft. Exxon Mobil, General Electric, Citigroup y Shell Oil están fuera y Apple, Alphabet (la empresa matriz de Google), Amazon y Facebook han tomado su lugar. Todas son empresas de tecnología y cada una domina un rincón de la industria: Google tiene una cuota de mercado del 88% en la publicidad de búsquedas, Facebook (y sus filiales Instagram, WhatsApp y Messenger) posee el 77% del tráfico social móvil y Amazon tiene un 74% de participación en el mercado de libros electrónicos. En términos económicos clásicos, los tres son monopolios.
A principios del siglo XX en EEUU comenzó a hablarse de la 'maldición de la magnitud', un concepto elaborado por Woodrow Wilson y Louis Brandeis, quienes sostenían que "en una sociedad democrática la existencia de grandes centros de poder privado es peligrosa para la continuidad de la vitalidad de un pueblo libre". Parte del debate en aquellos días fue respecto de regular o reducir el tamaño de este tipo de empresas, por la exposición e inseguridad social que generan. Para Brandeis la regulación conlleva inevitablemente a la corrupción de quien la ejerce y por tal motivo postulaba la ruptura de la magnitud (generar una desconcentración a partir de obligar a estas corporaciones a desmembrarse), aunque en su planteo distinguía entre monopolios a los que llamó 'naturales', como el teléfono, el agua, compañías eléctricas y ferrocarriles.
El paradigma de aquel caso fueron las empresas telefónicas. Cada cable era propiedad de una compañía telefónica diferente y ninguna cruzaba llamadas con las demás constituyendo distintos grupos de 12 redes que no se comunicaban entre sí, por lo que resultaba imposible una llamada entre teléfonos de compañías diferentes, lo cual también generaba inconvenientes para los bancos y Estado, que se servían de estas redes para su funcionamiento. Para resolver este conflicto se creó en ese entonces la American Telephone and Telegraph (AT&T) con el objetivo de que consolidara la industria comprando todas las pequeñas operadoras y creando una sola red, esto, a decir de Taplin constituye un monopolio 'natural'. Fue permitido por el gobierno de EEUU que luego decidió regular el monopolio a través de la Confederación Federal de Comunicaciones.
AT&T tenía tarifas reguladas y estaba obligada a gastar un porcentaje fijo de sus ganancias en investigación y desarrollo. Así, en 1925 se estableció Bell Labs destinada a desarrollar la próxima generación de tecnología de telecomunicaciones y llevar adelante investigaciones básicas en física y otras ciencias. Durante los siguientes 50 años el espacio dio sus frutos aportando los elementos básicos de la era digital (transistor, microchip, célula solar, microondas láser, telefonía celular son algunos). Hacia 1956, el departamento de justicia de ese país permitió a AT&T mantener el monopolio telefónico pero con una concesión enorme: las patentes que obtuvo Bell Labs debían estar a disposición de las personas libres de regalías y las futuras, podrían ser accesibles bajo una tasa pequeña. Allí nacieron Texas Instruments, Motorola, Fairchild Semiconductor y otras empresas del globo.
Tres líneas de análisis
El monopolio se da por vía de la adquisición: Google compra AdMob y DoubleClick, Facebook compra Instagram y WhatsApp, Amazon compra Audible, Twitch, Zappos y Alexa (entre otras). Teniendo esto en cuenta, surge una de las tres líneas de pensamiento con más suscriptores: Estas empresas no deben tener posibilidad de adquirir a otras de envergadura y penetración. Postulan que Google, dueña de YouTube, no debería poder comprar a sus competidars, como Spotify o Netflix.
Otra de las corrientes propone regular a las empresas como Facebook y calificarlas de servicio de utilidad pública, lo que significa una renuncia a la desconcentración y la igualdad de oportunidades, pero al mismo tiempo podría requerirse la publicación de sus algoritmos de búsqueda, intercambios publicitarios y otras 'innovaciones' que aportó esa empresa y con eso nivelar esas injusticias. Siempre con la paradoja de hacer la guerra por la paz.
Así fueron las siete horas durante las que Argentina estuvo sin Facebook ni Whatsapp
La tercer corriente se plantea legislar los carriles que permiten a compañías como Facebook y YouTube viajar libremente por el contenido que producen personas que no forman parte de la corporación. Esto es: que el estado siente los términos y condiciones sobre los que cada empresa de medios sociales monta su negocio, tal cual sucede en otras actividades.
Existen otras corrientes entre las que se encuentran sectores prohibicionistas, pero no han logrado un gran nivel de aval en la comunidad de analistas.
Un quiebre que ilumina
Uno de los secretos del éxito de Facebook no está en su capacidad de crear cosas nuevas, sino en su capacidad de observar a los grandes públicos, tomar nota de sus conductas y luego ofrecerles la posibilidad de continuar haciendo lo que ya venían haciendo, sólo si es realizado en el entorno que la red destina para eso. Así surgen WhatsApp Business, los Grupos o Facebook Watch entre otras tantas herramientas con las que nos tienta esa red. Tal vez parezca menor, pero la lógica habitual es la inversa y se basa en la imposición y en la elección por ausencia de alternativas, tal vez la permeabilidad a la opinión de los usuarios sea la novedad que aporte Facebook al globo.
Claro, excepciones sobran, pero Facebook se comporta como un gran entorno de laboratorio en el que se toman decisiones en base a estímulos y reacciones, que son medidos desde complejidades que resultan absurdas por su nivel de profundidad. La red social de Zuckerberg declaró hace ya muchos años, que de un sólo 'me gusta' en una publicación obtiene 70 variables de conducta del usuario que lo dio. Pero además, Facebook cuenta con tecnología suficiente como para medir no sólo a quien reacciona a una publicación, sino también a quien la produce/publica y a quienes la miran (o no) sin reaccionar. Todos son datos conductuales que serán tenidos en cuenta por el algoritmo para lograr lo que resulta el más preciado de los bienes de la red de palabra F: la permanencia.
El objetivo principal de Facebook y su entorno, es que lo uses. Tampoco es algo nuevo ni novedoso, se trata del esquema preferido de Bill Gates del que Los Angeles Times daba cuenta ya en 2006.
Durante el siglo XXI se han dado distintos hechos que generaron éxodos masivos de usuarios hacia alternativas éticas. Los escándalos vinculados al comercio y captura ilegal de datos de usuarios por parte de diversos organismos de inteligencia norteamericanos, la demostrada incidencia de este tipo de empresas en procesos electorales, la manipulación social a partir del minado de datos y otros tantas revelaciones al respecto que se han dado en los últimos 20 años, provocaron que los usuarios más técnicos migraran hacia alternativas que satisfacen sus expectativas éticas.
La caída de Facebook del lunes pasado fue diferente: esta vez los usuarios buscaron rápidamente cómo resolver sus necesidades, dejando de lado a la tradicional herramienta de comunicación. Si bien puede pensarse que se trata de una situación coyuntural, para ver la incidencia de este golpe hay que pensar de forma inversa. Ahora los usuarios tienen instalada la alternativa que les permitirá seguir funcionando. Eso demuestra una conciencia social diferente respecto de los riesgos de la centralización. Se trata de un crack en las concepciones de los usuarios. Claro, Facebook puede ofrecer dinero a cambio de que desinstales Telegram, e incluso lograrlo, pero lo que no puede lograr es que los usuarios olviden que si una aplicación falla, existen alternativas para reemplazarla y seguir adelante rápidamente. En otras palabras: la sociedad ha comprobado que no necesita Facebook.
Una asimetría de poder inesperada para Facebook, que siempre contó con que los usuarios no sepan que si cierran o desinstalan la aplicación, automáticamente la inversión de Facebook queda obsoleta.
Ahora los usuarios pragmáticos, que a la postre son los menos técnicos e ilustrados, instalaron Telegram masivamente, no buscando una aplicación que respete sus derechos sino una que funcione. Este es un quiebre muy duro de soportar para Facebook, que no puede reponerse de un éxodo de usuarios que optarán por utilizar la competencia en el futuro. En otras palabras: el problema actual de Facebook no serán las regulaciones globales, sino que ahora la comunidad de usuarios ya tiene a la competencia a su disposición, a un clic de distancia. Ese es un golpe para el que Facebook no está preparada.
La futurología es el peor error de los tecnólogos, porque implica la proyección del presente en el futuro y esa proyección no tiene en cuenta a la comunidad empoderada de usuarios, compuesta por millones de individualidades que no actúan como una masa, sino como un conjunto de opiniones únicas, ya que en Internet el concepto de masividad es inaplicable: todas las acciones son individuales, la conducta 'en masa' no supera al 10% de una comunidad (que rara vez supera el 1% del público en cuestión).
Tal vez sea el comienzo de una nueva etapa, tal vez no, pero en este punto algo cambió para siempre: el Rey está desnudo.