La macabra historia de los restos de Lavalle y Marco Avellaneda
Las decapitaciones de los enemigos ocupan una extensa porción de la historia argentina. Aquí, un relato de la historiadora Luciana Sabina, @Kalipolis.
A lo largo de la historia, los cuerpos de grandes líderes han adquirido un valor simbólico que los transformó en objetos de culto, odio o poder. No solo representaron el final físico de una existencia, sino también el inicio de nuevas luchas, reivindicaciones o incluso demostraciones de autoridad. Desde la Antigüedad hasta los tiempos modernos, el destino de estos cadáveres ha oscilado entre la veneración y el ultraje, siendo utilizados como herramientas políticas y sociales. En Argentina, algunos episodios macabros vinculados con Juan Manuel de Rosas lo demuestran.
Para el Restaurador conservar despojos corporales de sus enemigos era una demostración de poder. Así, la saña no finalizaba tras la muerte, se tomaban partes del cadáver y las disecaban, como trofeos bestiales. En su sala, sobre el piano, expuso durante años las orejas del coronel Facundo Borda y le llegaban cabezas de distintas partes del país.
Cuando el 9 de octubre de 1841 en Jujuy, finalmente cayó Lavalle, conseguir su cabeza se volvió una obsesión para Rosas. Pero en andrajos y hambrientos, los soldados de Lavalle escaparon con el cadáver hacia Bolivia y pusieron a salvo los restos del general.
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El trayecto fue espantoso. Poco habían recorrido cuando la descomposición del cuerpo los obligó a detenerse y descarnarlo. Entre todos decidieron que fuese el francés Alejandro Danel, porque aunque coronel era hijo de un médico y eso bastaba: "Me acerqué al rancho de una familia Salas -escribió Danel años más tarde-, hacia la derecha del camino, pedí salmuera y un cuero en el que, con los ojos llenos de lágrimas extendí el cadáver de mi amado general, ya en completa corrupción, y como Dios me ayudó, es decir del mejor modo que pude, hice aquella piadosa autopsia, sin otro instrumento de cirugía que mi humilde cuchillo -recordando sí, que era hijo de un médico notable, y que debí ser médico yo mismo, a haber nacido con mucho menos fuego en el alma-".
Posteriormente lavaron los huesos en el río, secándolos muy bien antes de guardarlos, mientras el tejido putrefacto fue sepultado en una capilla cercana. Algunos soldados arrebataron cabellos de la ensangrentada barba del general, para conservarlo siempre a su lado. Luego de que la cabeza fuese mojada en salmuera y envuelta, siguieron rumbo a La Paz. Los sabuesos del Restaurador llegaron al amanecer y desenterraron las vísceras, pero al no hallar la cabeza continuaron su caza. Jamás pudieron alcanzarlos.
Otra de las cabezas que escapó a Rosas fue la de Marco Avellaneda, padre del Presidente y ejecutado por órdenes del bonaerense. Colocada en un poco, en medio de una plaza céntrica de Tucumán fue robada por una vecina que la entregó a una agrupación religiosa. Nicolás Avellaneda era entonces un niño de cuatro años y siendo presidente recibió aquella reliquia paterna.
La simbología de los restos humanos, especialmente de figuras trascendentales, ha revelado los complejos vínculos entre poder, muerte y memoria colectiva. Las reliquias humanas, más allá de lo macabro, simbolizan tanto la devoción como el odio que una figura puede generar. El destino de los cadáveres de Lavalle y Avellaneda nos recuerda que incluso tras la muerte, los cuerpos de los poderosos continúan siendo protagonistas en las batallas de la historia. Y quizá sea esta inquietud perpetua lo que los convierte en verdaderos monumentos a la memoria.