Juegos mortales

Isabel Bohorquez plantea una serie de interrogantes que merecen ser puestos sobre la mesa en torno a la violencia y los jóvenes.

Isabel Bohorquez

"(...) No soy mi furia,

No soy lo que sucedió,

No soy lo que me hicieron,

Soy una llama,

Soy una estrella...

Que a veces ilumina.

Y otras veces,

Arde."[1]

Juegos mortales

La adolescencia es en estos días un tema de análisis público, en los medios se comenta la serie de Netflix que lleva por nombre la etapa más temida tanto por los padres como por los docentes (tengo pendiente verla) y no dejan de espantarnos cotidianamente los sucesos de delito y violencia que tienen por protagonistas a jóvenes menores de edad.

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Sin embargo, la planificación de un tiroteo en la Escuela de Educación Secundaria Nº 4 en Ingeniero Maschwitz, ciudad de Escobar, provincia de Buenos Aires patentiza un extremo oscuro de esta situación que destroza cualquier prevención y acorrala las instituciones ante las preguntas que difícilmente nos atrevemos a responder como sociedad:

¿Qué valor tiene la vida para nuestros chicos? ¿ésta es una cuestión moral?

¿Estamos ante un problema ético que se ha ido deslizando y acrecentando entremedio de la maraña social y política de un país que busca resolver lo urgente y va dejando de lado lo importante?

¿Cómo afrontamos en tanto sociedad, el principio fundamental del libre albedrío que remite a una conciencia de sí, del otro y de sus circunstancias, a la par que supone una definición voluntaria y responsable de los propios actos?

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Creo que no tenemos respuestas, no hacemos nada o hacemos muy poco.

Institucionalmente venimos fracasando desde hace años y no hay una voluntad sostenida de ningún sector político por acompañar realmente proyectos que ubiquen a la adolescencia en otro ámbito que no sea paliar los daños que vamos cosechando.

Cuan vacíos tienen que estar estos adolescentes del Instituto Maschwitz y cuan enojados con la vida para que la existencia misma sea un motivo de repudio...

Juegos mortales

¡Qué a la mano está todo para estos jovencitos que ya a los 13-15 años pueden planificar una masacre y qué lejos a la vez la posibilidad de crecer al amparo de un proyecto que les reconozca con dignidad y los aliente a vivir en plenitud!

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¿Los chicos involucrados en la presunta planificación de la masacre son responsables de lo que estaban imaginando hacer? Si, claro que son responsables. Y ese es un punto de partida para pensar cualquier horizonte común de convivencia social.

Nuestra comprensión, o un atisbo de ella, de las razones que puedan llevar a estos estudiantes a nuclearse entorno a un plan tan macabro, no debería colisionar con el hecho de considerarlos responsables y capaces de tomar decisiones al respecto.

Creo que ambas cuestiones son indispensables: la comprensión de lo que viven nuestros jóvenes y el reconocimiento de su responsabilidad frente a sus acciones.

Sabemos que la adolescencia es "el purgatorio de la juventud" en palabras de Françoise Dolto[2], con tremendas fragilidades y procesos de ruptura interior que reflejan fundamentalmente una búsqueda, a veces desesperada, errática y convulsiva, de definir la identidad y la constitución de la propia persona.

¿Qué nos está pasando como sociedad que no podemos ofrecer un mundo para la vida al punto que tantos jovencitos eligen la muerte como un modo de llegar a ser alguien?

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Morir matando, morir viviendo al filo de la muerte, morir en el vacío y en la nadería de una existencia sin rumbo y sin mañana, morir sin sueños y sin pasiones, morir en el desprecio por todo y todos, morir de hastío.

La gran ausente aquí es la educación en un sentido amplio.

Educar para la vida es justamente reconocer que cada adolescente tiene algo por lo que vivir, un sentido propio y único, a la vez que compartido en una comunidad que legitime su proyecto y lo aliente.

Educar para la vida implica educar en valores tales como el amor en tanto fundante de cualquier vínculo consigo mismo, con los demás y con el mundo; el respeto y el cuidado de todo aquello que se ama; el esfuerzo y la creatividad para alcanzar todo aquello que se anhela y que se comparte en un camino en común, nunca en soledad ni en el vacío del aislamiento.

Educar desde bien pequeños, en la vida cotidiana, en los actos de cada día para poder aprender, corregirnos, perdonarnos y repararnos mutuamente.

Educar en la responsabilidad, en el esfuerzo, en el trabajo.

Una escuela, un hogar, un club donde enseñan a levantar del suelo lo que alguien dejó tirado y se practica a diario, donde se enseña la cooperación y la ayuda en todos los órdenes, donde se valora cualquier expresión de vida y se cultiva la paciencia y la tolerancia para asumir gestos de cuidado de protección por una planta, un animal, un libro, un banco de clase...

La vida se manifiesta en una multiplicidad de formas, tan magnifica y pluralmente que nos da ocasiones a cada paso para enseñar a amarla y respetarla.

Si empezamos por las pequeñas cosas de todos los días y lo hacemos de manera sostenida, cada adolescente habrá tenido innumerables testimonios de vida que lo motiven a recrear su propia biografía.

Y si se nos hizo tarde o no pudimos ni supimos cómo y ya están ante nuestros ojos las consecuencias de una sociedad que ha permitido, promovido y admitido la violencia, la indiferencia, el egoísmo y la anomia...creo que la salida ¡es empezar!

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La discusión sobre bajar la edad de imputabilidad debe estar acompañada de otra discusión más profunda: ¿qué le estamos enseñando a nuestros niños y nuestros jóvenes y hasta dónde estamos dispuestos a cambiar nuestros esquemas y nuestras instituciones para que prevalezca la vida?



[1] Ana María Nivia Pardo, poema Soy (fragmento)

[2] Françoise Dolto, La causa de los adolescentes, Editorial Seix barral, 1990.

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