Un país muerto
"Nos acostumbramos al horror en tiempos de democracia, una democracia disfrazada, por supuesto, porque Guatemala vive una versión renovada de la dictadura de décadas pasadas", escribe aquí Ilka Oliva Corado.
Un mínimo de vergüenza deberíamos tener, ya que coraje no tenemos. Un mínimo de indignación que nos saque de las redes sociales que aguantan con todo y tomar las calles que son testigos de la historia del país. Galana es la comodidad de una red social, pero eso es solo maquillaje, un barniz, palabrería, oratoria; ahí no se logran los cambios de raíz y Guatemala es un país podrido. Responsabilidad de la misma sociedad mestiza y urbana, incapaz de unirse a los pueblos originarios en su enorme dignidad y fuerza de lucha, que tienen el arrojo de presentarse donde haya que hacerlo, el día que sea, con esto luchando constantemente para lograr rescatar al país de las manos de las clicas criminales que han tomado el Estado desde la post dictadura.
Un declive, eso ha sido Guatemala desde la dictadura. Y la sociedad pasiva e insensible es el alud que socaba toda esperanza por la reconstrucción no solo del tejido social, pero de las estructuras gubernamentales que han servido entre tanto como el enorme tentáculo con el que estas mafias afanan no solo el dinero, también los recursos materiales para negar toda oportunidad de desarrollo a un pueblo arrodillado ante el miedo. Pero más que el miedo ante la indiferencia. La indiferencia es más poderosa que el miedo. El miedo hace reaccionar en su momento, la indiferencia devasta.
Nos acostumbramos al horror en tiempos de democracia, una democracia disfrazada, por supuesto, porque Guatemala vive una versión renovada de la dictadura de décadas pasadas. Con la diferencia que antes la gente reaccionaba, pero hoy los resuellos se dan solo en las redes sociales, porque las agallas para hacer un paro general indefinido solo las tienen los pueblos originarios: los más golpeados, los que han sido humillados siempre, por el gobierno de turno y por la sociedad mestiza racista y clasista, misma que se pavonea digna en redes sociales y en su infinidad de etiquetas. Pero que está a años luz de acercarse en lo más mínimo a la grandeza humana de los pueblos originarios.
El horror como mecanismo de imposición gubernamental hasta el momento no nos ha tocado las fibras más profundas y la verdad no creo que las tengamos, así como no tenemos agallas no tenemos respeto alguno por la infancia y mucho menos amor. Sin respeto y sin amor nos da igual lo que le suceda a la infancia, mientras no sean nuestros hijos. Nos importa un carajo lo que les pase a las adolescentes, mientras no sean las de nuestra familia. Que violen y maten a las mujeres que quieran, mientras no sean las de nuestro círculo familiar. Pobres, pero no pasa de la pena que nos da y esa pena con una indignación a medias solo nos alcanza para una cantaleta de redes sociales. Porque qué clavo no decir nada tampoco.
El horror no debería ser una violación y asesinato de una niña. El feminicidio de docenas de mujeres. El horror en una sociedad consciente, con dos dedos de frente y un mínimo de dignidad debería ser que los parques no sean regados por los menos tres veces por semana. Ése debería ser el horror, esos deberían ser los límites. Pero empezando porque no tenemos ni parques, nos han negado el derecho a la recreación al aire libre en zonas adecuadas para alimentar el desarrollo integral de la infancia. Nos han negado el derecho al sistema de salud, a un sistema educativo, a la alimentación, a la recreación, nos han negado el derecho a la libertad de movilidad y están por negarnos la libertad del pensamiento. Hemos sobrepasado todos los límites que debieron indignarnos en su momento. Los ríos los secaron, los grandes bosques los talaron, hoy son ecocidios los que nos hablan y las mineras llevándose los minerales a otros países. El inicio de eso debió ser el horror y ahí debimos reaccionar. Pero como ahí vivían las comunidades indígenas no nosotros, pues que les hicieran lo que quisieran que nosotros felices con los centros comerciales. Hemos permitido que los criminales desde sus comodidades oligárquicas a control remoto utilicen al Estado para degradarnos.
Nos han venido midiendo el agua, a cuánto tenemos la presión, con qué somos capaces de indignarnos. Les hemos servido de experimento todos estos años. Y como el racismo y el clasismo, la pereza y la insensibilidad son superiores a cualquier pensamiento de unidad y agallas, entonces se columpian en nosotros revés y derecho. Ni siquiera entraron a nuestras casas tirando las puertas, como en décadas pasadas en la dictadura, hoy nosotros las dejamos abiertas para que entren, se lleven lo que quieran y hagan con nosotros lo que quieran, porque perdimos toda capacidad de reacción. Somos un país muerto.
Pero aún falta más, el horror apenas está comenzando, sigamos pasivos, indiferentes, lanzando bocanadas en las redes sociales. Guatemala necesita de verdaderas agallas y esas solo las tienen los pueblos originarios. Los que siempre han puesto el pecho y han peleado con su frente en alto, milenariamente. Lo demás es bagazo, por mucho título de universidad pegado en la pared o como es la moda, puesto en redes sociales. Somos lamentablemente, la sociedad mestiza de las grandes revoluciones de redes sociales, es decir: una simple bullaranga de carnaval.
LA AUTORA. Ilka Oliva Corado es escritora. Sus textos pueden leerse libremente en https://cronicasdeunainquilina.com.