La sombra de mi ser

Un texto fundamental del profesor y cirujano Eduardo Da Viá.

Eduardo Da Viá

Hoy precisamente, en una de las tantas reuniones informales con un gran amigo, de las que con frecuencia disfrutamos con copa de vino mediante, y en las que dejamos discurrir tiempo e ideas sin temario previo, mi amigo que tiene entre otras virtudes, el de ser un eximio pintor, me mostró su última obra, fresca aún por cuanto era de ayer.

Una pintura donde en medio de un fondo de tinieblas, adquiere protagonismo la sombra de un anciano apoyado en un bastón, a todas luces con un caminar inseguro, por la apertura de sus piernas buscando mejor sustentación y el apoyo en el bastón de su mano derecha.

Me dijo el título: "Siguiendo mi Sombra".

Sin entrar a analizar los posibles significados que tanto la imagen como el título puedan tener para el autor y actor de la pintura, me causó tal impacto que esta tarde no pude menos que sentarme a escribir sobre mí y mi sombra, luego de haber meditado un tanto sobre es este dueto inseparable: MI SOMBRA Y YO.

Y así fue que, mirando retrospectivamente hacia el ya muy prolongado atrás, advertí algo que no había vivenciado jamás.

Durante la mayor parte de mi vida mi sombra no tuvo más remedio que seguirme, precedida siempre por mi figura que avanzaba decidida devorando la generosa vida que se me ofrecía como un banquete romano, sólo que nunca me senté en ningún curul por cuando no era un magistrado ni un político de alcurnia sino un mero estudiante de medicina, que cuando no habían sillas o bancos suficientes me sentaba en el suelo para no perder ni una palabra de la sapiencia que generosamente brindaban los profesores; tampoco lo usé cuando mi cargo lo permitía por cuanto lo consideraba discriminativo:

Curul romano.

Curul romano.

Además, de haberlo usado, habría proyectado una sombra que no era la habitual mía, de pie y avanzando, porque mi destino era practicar una profesión que requiere estar parado: LA CIRUGÍA.

Nunca me volteé para mirarla y comprobar si era coherente con la noción que tenía de mi propio cuerpo, pero sí que debía estar detrás de mí hasta que la vida o la muerte las superpusiera.

Tampoco advertí, ensimismado en el andar, que mi sombra debía ser cada vez más corta dado que iba acercándome a la fuente luminosa con que la vida me alumbraba, vale decir al final del camino.

Tuve días, los más por fortuna, sumamente luminosos, en los que mi sombra debe haber sido muy nítida y detallada; pero también los hubo nublados y tristes, sin sombra proyectada por mi cuerpo, quizás no tanto por la falta de luz sino porque yo mismo era un poco mi propia sombra. Pero tarde o temprano llegaba el Dies Natalis Solis Invicti, expresión romana para significar la vuelta a brillar del sol invicto.

Un día, mal día, cruel día, mi país me quitó la luz y con ello mi sombra:  me jubiló.

Y lo hizo cuando aún tenía para proyectar buena sombra, a tal punto que han transcurrido casi 20 años de ese infausto día.

No resignado busqué nuevos faros, que como el de Alejandría, me sacara de las tinieblas, me salvara del naufragio y me ayudara a restaurar mi inseparable compañera de camino, mi sombra.

Y fueron muchos los faros que se encendieron: la familia, los amigos, los camaradas, los libros, los viajes, las caminatas, los libros, las flores y el césped, los libros y la escritura, los deportes, las bibliotecas públicas, la escritura, la magia del piedemonte, el trinar de los pájaros que a diario nos visitan, la sinfonía de las acequias, los libros, la escritura.

Y todos restauraron mi sombra, pero a su vez a la sombra de la más grande de todas ellas: la sombra dejada atrás por nada menos que 55 años de cirugía y en cuyo recuerdo me cobijo cuando el agobio de algunos episodios de la vida me aconseja revivir esa indómita pasión que alimentó también a mis maestros y a cuyas respectivas sombras me formé: José Antonio Aranguren, Armando Salvo, Juan Pedro Musiari, Norberto Giraudo, Edwin Alford, que generosamente me extrajeron de sus gigantescas sombras y me pusieron delante para que yo pudiera proyectar mi propia sombra, sin quedarme ignoto y rezagado inmerso en las de ellos, que aunque enormes, fueron también dadivosas.

La sombra nos sucede cada vez que caminamos hacia la luz, alegoría de esperanza, abriendo camino como tan bien lo dijo Machado:

Caminante, son tus huellas

el camino y nada más;

Caminante, no hay camino,

se hace camino al andar.

Al andar se hace el camino,

y al volver la vista atrás

se ve la senda que nunca

se ha de volver a pisar.

Caminante no hay camino

sino estelas en la mar.

Nuestra sombra es el producto de caminar la vida y si además de la falta de luz que la define, se advierten huellas que hemos dejado al andar, es que hemos pisado fuerte como para el suelo hollar; el pisar fuerte es haber estado convencido de elegir nuestro correcto camino, que cuando nos tocó una subida, clavamos los tacos para afirmar el paso, sabedores que tarde o temprano la senda descendería incluso con el riesgo de un resbalón con o sin caída pero sin ni por asomo cejar en la ruta elegida.

Y la sombra siempre detrás, como testigo insobornable de nuestro diario quehacer y hasta empujando a veces cuando la cuesta fue dura.

Puedo decir con orgullo que nunca traté de escabullirme de ella, cosa imposible, además, en vano intento de ocultar mis errores, porque errores fueron sin intención de dañar y consciente del "Primun non Nocere" (Primero no dañar) que debería obedecer todo acto médico.

En fin, que mi sombra ya me está tocando mis hombros y en cualquier momento habrá de precederme, como le ocurre a mi amigo y cuando esto ocurra le pediré que me pinte, pero con el bastón en la mano izquierda y el escalpelo en la derecha y que la ubique a la par de la suya, señal de que caminamos juntos los últimos tramos, cuando la luz ha quedado atrás pero aún se filtra entre los huecos de nuestro cuerpo como para ver el camino que todavía pisamos.

Es de esperar que nuestras sombras que nos sucedieron durante tantos años hayan dado frutos como las endivias que crecen en la oscuridad.

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