Senectud o letargo: un tema para pensar

Sí amigos coetáneos, cuando crean que ya no tiene sentido la vida, escudriñen debajo de la manta del letargo y verifiquen si no hay algún resto que sólo requiere del acicate de la voluntad y del ingenio para volver a disfrutar del aire y del sol y de nuestras manos o piernas en movimiento.

Eduardo Da Viá

Todos tenemos una idea bastante exacta de lo que senectud significa, en especial los que hemos pasado de los ochenta. Sin embargo, aquellos que en forma escurridiza, y a pesar de tener edad suficiente para militar entre los seniles, hemos logrado mantener un nivel de actividad mental y física que dista de la discapacidad, creemos que antes de apelar a la resiliencia de los tantos noes que nos acechan y enfrentarlos con los síes que nos restan, hay todavía cosas por hacer.

Entonces uno se plantea cuándo comienza la senilidad, si es una cuestión de edad como suele leerse por ahí en escritos que le ponen una barrera etaria a partir de la cual se es senil, o si, como yo pienso, aceptando que la senectud está ligada a la edad pero que no es parámetro fidedigno en muchos casos.

A mi parecer, la senectud comienza el mismo día en que aparece por primera vez la temida palabra NO, adverbio que significa negación, o más bien diría yo imposibilidad, o sea la no posibilidad de hacer en lo físico o de comprender en lo cognitivo.

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Es, por ejemplo, el día en que reconocemos que NO estamos en condiciones de manejar el automóvil o de cruzar la acequia y si bien los ejemplos podrían multiplicarse al infinito, ese temido primer NO casi siempre se recuerda con claridad a pesar que uno sabía que estaba próximo, sino que le escurrimos el bulto hasta que la cruel verdad nos muestra la palma de la mano con el brazo horizontal, gesto que también significa detenerse.

Y en realidad es eso: ¡detente, no manejes más o no cruces la acequia!

Éste es solo el comienzo de un proceso cuya velocidad de aparición es muy variable, pero que siempre implica una sucesión imparable de NOES que se van acumulando implacablemente.

La incapacidad asociada a la edad está determinada por la cantidad de noes, que, en conjunto, superan a la cantidad de síes.

No todos los ancianos tienen la misma capacidad de adaptación a una vida limitada, en especial cuando la adaptación consiste en resignarse a no poder hacer nunca más actividades que fueron pasión en los años mozos e incluso hasta el inicio de la senilidad.

La adaptación puede hacer que si me ayudan a montar mi caballo, puedo perfectamente gobernarlo y disfrutar juntos de un trotecito hasta la laguna, donde sabía apearme para degustar unos mates y sostener una amena charla con el cuadrúpedo aparcero cuyo escarceo esporádico interpreto como asentimiento por parte del animal, que dicho sea de paso ya conoce el tema y hasta parece comprenderlo.

Pero ha de llegar el momento en que aparezca el temor al advertir que está solo y si algo ocurriese las posibilidades de salir del brete serían escasas. Entonces sobreviene el NO definitivo.

Y eso deprime y hasta enoja, con un sentimiento íntimo de rechazo y hasta un para qué vivir si no puedo hacer lo que me gusta.

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Y con todo el dolor del alma da por terminada la larga etapa de cabalgatas incomparables y hasta de pernoctaciones al aire libre con la silla como almohada.

Algo similar nos ocurre a los ciclistas cuando reconocemos que las piernas ya no rinden como antes, aun cuando todavía estamos en condiciones de conducir con idoneidad el biciclo compañero de tantas escapadas.

Y lo incorporamos a los NOES, no sin una cierta indiscreta humedad ocular que procuramos no se transforme en una gota rodando mejilla abajo, porque eso sería llorar, y los hombres no lloran.

Y así poco a poco sobreviene el dejar de hacer porque suponemos que no podremos, y optamos por el sillón que se transforma en sostén de una caricatura cabizbaja y silente de lo que supo ser un diestro jinete o una saeta sobre dos ruedas.

Y es así como lentamente casi sin advertirlo, el hoy añoso protagonista se va aletargando; literalmente deja de hacer, tal cual la etimología de la palabra letargo.

Se dice que en el siglo XIX existió en Europa un eximio violista, nacido prodigio por cuanto aprendió solo a tocar el instrumento; a los 14 años dio su primer concierto y de ahí en adelante fue una larga sucesión de éxitos por todo el mundo. Su padre, al captar la innata habilidad de su hijo, le había regalado un Stradivarius del siglo XVII, único instrumento que utilizó en toda su vida. Una noche, al terminar exitosamente su presentación en Viena, se negó a que lo llevaran al hotel por cuanto amaba caminar por la capital austríaca. A los pocos pasos fue asaltado y le robaron el violín. Nunca lo recuperó y nunca más interpretó música. Al tiempo entró en una especie de mutismo tenía 72 años y su único familiar, una hermana mayor al ver que descuidaba su aspecto y su higiene le sugirió internarse en un instituto para enfermos mentales. Aceptó de buen grado pero el único cambio fue que estaba bien alimentado, vestido e higienizado. No hablaba con nadie y respondía con monosílabos. Transcurridos más de tres años, un día creyó oír los acordes bien ejecutados de un violín que emanaban de una de las habitaciones; al cabo de una semana de escucharlo todos los días, no pudo con su genio y golpeó la puerta de la habitación en cuestión. Le abrió un hombre adusto de luenga barba aunque joven, con el violín en sus manos. Sin presentarse le dijo que le encantaba su música dado que él era también violinista y que podía ayudarlo a perfeccionar su técnica; el hombre, asombrado lo invitó a pasar y sin decir palabra le entregó el instrumento. Nuestro héroe como primera medida lo afinó y tocó sin errores el Concierto Nº3 EN Mi Mayor de Paganini, considerado el más difícil del mundo. Azorado el aprendiz, esquizofrénico él, motivo de su internación, aceptó la oferta y a los pocos meses salió de la institución, muy mejorado de su dolencia psiquiátrica para empezar lo que fuera una exitosa carrera profesional como violinista.

Para nuestro protagonista fue como volver a conectarse con el mundo; dueño de una considerable fortuna volvió a su patria natal y puso una escuela para niños pobres con dotes musicales. Dio clases a cientos de niños, algunos prodigios también y murió feliz ya muy anciano. Había salido del letargo

Y es precisamente el letargo el que cubre como una manta, ocultando lo que hay debajo, a veces propiedades que se conservan y que injustamente entraron en la lista de los noes, cuando en realidad, artimaña de por medio, pueden perfectamente regresar a ese maravilloso mundo de los síes.

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Puedo dar ejemplos de mi propia experiencia; afortunadamente disfruto de la amistad de un camarada, amante del acampo y de los caballos, excelente jinete y gran campero que llegó a no poder encaramarse sobre el matungo de sus amores porque las piernas no le respondían adecuadamente. Con mis propios ojos lo vi subirse a un tocón de álamo y desde ahí brincar sobre el lomo del potro para partir raudo campo traviesa con una cara exultante y una gran sonrisa instalada en su bigotuda boca. Había salido del letargo y en el dorso del chaleco que vestía se leía claramente un SÍ que le cubría toda la espalda.

Y tengo otro gran amigo, el más antiguo de todos por cuanto somos coetáneos y nacidos el mismo día y a la misma hora. Un tal alter ego, así se llama, que siempre me acompañó, en las buenas y las malas y lo sigue haciendo. Siempre hicimos ciclismo, pero no de competición sino de diversión de ese andar en dos ruedas que nos permite mirar el paisaje circundante, percibir los olores de la naturaleza, el canto de docenas de pájaros, el salvar de un solo salto un cursillo de agua cristalina e incluso vadear arroyos poco profundos, con el torso al aire y la esperanza cierta del asado al regreso, sea de confección propia o iniciado por compañeros de la misma laya.

Pero llegó el indiscutible momento en que las piernas ya no tenían la potencia de antes, lo que supuso limitar los recorridos a circuitos con pocos desniveles, casi casi diría yo una vuelta a la manzana reiterada algunas veces y con la añoranza a cuestas. Cuando la próxima opción era sin duda el "colgar" la bicicleta, apareció la cuasi milagrosa solución, las bicicletas provistas de motor eléctrico que confieren simplemente un "empuje eléctrico" que no remplaza el pedaleo, sino que no funciona sin él, porque lo que hace es sumarse al esfuerzo de las propias piernas en los tramos con mucho desnivel.

Esto significó nada más ni nada menos que regresar a los viejos circuitos y enfrentarlos con soltura.

Éramos, mi alter ego y yo, un par de ciclistas aletargados, pero cuando surgió la solución surgió también como el Ave Fenix, la posibilidad cierta de hacer ciclismo, dado que el cerebro funcionaba adecuadamente para coordinar los movimientos y para saber quiénes somos, dónde estamos y adónde y por dónde viajar.

Fue el regreso desde el futuro, con la ventaja que si antes disfrutábamos de la actividad, ahora lo hacemos tomando más conciencia del privilegio de rehacer lo aparentemente perdido, de sentirse nuevamente libre e independiente y de la no necesidad de ayuda de terceros.

Días atrás estuve junto con mi inseparable compañero, en las sierras puntanas, recorriendo caminos que supimos hacer muchas veces cuando era a base sólo de fuerza muscular, ahora con el auxilio del empuje mecánico, las piernas parecieron recuperar buena parte de su potencia, y sumados recorrimos esos mismos caminos, angostos, bordeados de verdes, con gallinas y patos cruzando indiferentes la ruta, con las rojas verbenas puntanas decorando el borde del pavimento, con el concierto de las chicharras, el orgulloso mugido de una vaca con su ternero cruzando el Río Volcán ante la mirada expectante de las garcitas blancas con esa elegancia que les da la esbeltez de sus cuerpos sobre las largas patas parcialmente sumergidas en el cauce parsimonioso del río.

Nos detuvimos varias veces para decir en voz alta, dada la privacidad que nos brindaba el solitario entorno: ¡ESTAMOS VIVOS!

Y sí, se puede volver a vivir si nos sacudimos la manta del letargo y nos levantamos aunque sea lentamente, pero erguidos al fin y puesto en funcionamiento el giróscopo interior que nos da estabilidad, reiniciar actividades abandonadas pero que supieron darle sentido a la vida, más lentos, con más intervalos de reposo pero con la satisfacción de comprobar que esa mañana habíamos desmalezado parte Dell jardín sin auxilio alguno.

Volver a tener una cola de zorro pegada al guante y luchar contra su testarudez para desprenderse, a la vez que percibimos ese incomparable efluvio del hinojo silvestre que nació por su cuenta y arrancado inadvertidamente o de la menta que nosotros mismos sembramos y estaba a la espera de incorporarse al mate a o a la comida, son regalos que nos hace la vida en esta etapa en que palabras como poder, riqueza, jefatura, gerencia, han desaparecido del diccionario.

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Sí amigos coetáneos, cuando crean que ya no tiene sentido la vida, escudriñen debajo de la manta del letargo y verifiquen si no hay algún resto que sólo requiere del acicate de la voluntad y del ingenio para volver a disfrutar del aire y del sol y de nuestras manos o piernas en movimiento, y por sobre todo de nuestra mente pensando qué vamos a pergeñar hoy.

Ah, y no olviden de dejar un trozo de actividad para mañana, porque tener un plan justifica enfrentar el nuevo día con la alegría y el orgullo de saberse vigente.

Que tengan un excelente día, y si bien habrían muchas más tópicos sobre que hablar, hoy debo segar el pasto que se me ha desmadrado.

EDUARDO ATILIO DA VIÁ

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