Segunda parte: Cuatro estaciones en La Habana o la caída del sueño revolucionario
Roxana Azcurra vuelve sobre la obra de Leonardo Padura y que puede verse en streaming por Netflix. Qué hay detrás de lo que se ve, en un análisis literario de una conocedora.
Si Máscaras (1997), es la novela del galardonado escritor cubano Leonardo Padura que representa el universo de simulaciones de una persona, una generación o una sociedad, un rasgo inherente a la condición humana, el resto de la tetralogía, Pasado Perfecto (1991), Vientos de cuaresma (1994) y Paisaje de otoño (1998), podrían leerse como variaciones de la misma temática. Curiosamente, existe un vínculo entre las máscaras y la palabra "persona", que esconde en su etimología un sentido relacionado con el doble acto de mostrar y ocultar, propio del teatro ("persona-ae" del latín: máscara de actor). Y es que la novela policial juega desde sus orígenes con esta ambigüedad, como un holograma que se debate entre sus dos caras: ¿cuál la apariencia y cuál la realidad? Un universo en el que se adentrará el investigador, a ciegas, entre lobos disfrazados de cordero. De todos modos, algún pensador posmoderno nos hablaría de la imposibilidad de aprehender la realidad (como objeto único), y de que la verdad es una cuestión de perspectiva, como en las pinturas cubistas, algo que también se deja entrever en la Serie en cuestión.
Ciertamente, esto se advierte en Paisaje de otoño, la novela que cierra el ciclo y que fue llevada al cine en 2015 por el catalán Félix Viscarret. Una noche, unos pescadores descubren un cadáver en la playa del Chivo, en La Habana. La víctima, Miguel Forcade Mier, un poderoso exfuncionario cubano, ha sido asesinada de manera brutal. Este crimen removerá una antigua trama de corrupciones y viejas ambiciones en torno a la política y el poder. En los años sesenta, Forcade había dirigido personalmente las expropiaciones de bienes artísticos a la burguesía tras la Revolución Cubana. Pero, luego de acumular poder, influencia y algunos recelos por su manera de administrar dichos bienes, en 1978 Forcade decide, sin motivo aparente, sumarse a la diáspora en Miami. Once años después, en el otoño de 1989, año de la caída del Muro de Berlín, el mismo en el que se ambientan el resto de las novelas del ciclo, vuelve misteriosamente a Cuba, casado con una sensual y llamativa joven isleña. El motivo: despedirse de su padre gravemente enfermo. Sin embargo, el regreso de este hombre manchado por su pasado poco glorioso tras abandonar el sueño revolucionario, revelará segundas intenciones, gracias a las premoniciones de Mario Conde, el investigador. Si en Máscaras, un exótico director teatral colabora con la investigación, en esta novela son dos los personajes que intervienen para ayudar al detective o desviar su atención: el padre del asesinado Miguel Forcade, un anciano capaz de leer los estados anímicos de las plantas y la mente de algunas personas, y Miriam, la viuda, quien utiliza su belleza y juventud como arma para distraer al policía al punto de enloquecerlo.
La novela da inicio con una invocación al Huracán Félix, creando un clima de tensión que genera sentimientos de angustia. Desde sus primeras páginas, pasando por el crimen y el proceso de investigación, el entorno denso se siente en el cuerpo página tras página. Sin embargo, estas sensaciones disminuyen por períodos, con las historias del protagonista, un antipolicía posromántico. Conde tararea boleros, sobre todo en dos situaciones precisas: cuando presiente que puede enamorarse o cuando está desesperadamente enamorado:
"Aunque su suerte en amores no había sido especialmente propicia para el cultivo de sus cualidades bolerísticas, varias de esas letras, hechas con las mismas palabras para cantarle al amor o al desengaño, al odio o la pasión más pura, se habían prendido en su mente por la vehemencia de sus fiebres amorosas cíclicas [como el huracán], durante las cuales las había cantado. Y había uno en particular que le gustaba sobre cualquier otro bolero en la faz de la tierra y de la lengua".
El clima emocional que este estilo musical emula, es otro de los ejes del libro. Me recuerda a otra de las novelas de Padura, La neblina del ayer (2005), un fresco de la década del 50, con resortes que van y vienen entre el presente y el pasado opulento de una Cuba convertida en cabaret norteamericano. Tanto en una como en otra, este afán de plenitud, de eternidad, de trascendencia, este conjuro a la muerte, se manifestará con la música como representante del amor o, en su defecto, del erotismo y la sensualidad, y se mantendrá en tensión con su contracara, el sentimiento de caída, de finitud y de muerte, que avanza gradualmente en el ciclo y que ataca la integridad de Conde:
"El fin del mundo había llegado: un golpe de viento, sólido y empecinado, estuvo a punto de arrancar la ventana de la habitación y el Conde abrió los ojos (...) y el empuje del viento batía sin cesar contra la ciudad abrazada por las aspas aceradas del huracán (...). Pero esa destrucción era solo el rematador feroz de una condena vieja, que dejaría aún más destruida su ciudad.
Afortunadamente para los lectores, hacia final de la novela, el personaje central encontrará una solución: la memoria, verdadero conjuro a la destrucción, una forma de reivindicación y permanencia frente al presente abrumador:
"Quedaría, si acaso, la memoria, sí, la memoria, pensó el Conde, y la certeza de aquella posibilidad salvadora lo hizo abandonar la cama y acomodar (...) su vieja máquina Underwood. Entonces colocó contra el rodillo aquella hoja de una blancura prometedora y comenzó a mancharla con letras (...) con los que se proponía contar la historia de un hombre y sus amigos antes y después de todos los desastres".
Con este final, Paisaje de otoño, en cuyo tono crepuscular podría advertirse la crisis de un sistema, encuentra una salida airosa en diversos planos. La ficción no solo resuelve el crimen de un corrupto. Más allá de la anécdota, Mario Conde vence a la nostalgia con la escritura de sus recuerdos y los de su generación.