Hubris imperial

Un análisis despojado de parcialidad de Alberto Arébalos sobre la situación en a que se sume Afganistán tras el retorno al poder total de los talibanes, publicado por gacetamercantil.com.

Alberto Arébalos

"Geografía es destino" es una frase acuñada por el médico etíope, hijo de padres indios, Abraham Verghese y ha sido foco de innumerables discusiones, pero en el caso de Afganistán parece muy cercana a la realidad.

Para entender el caos en el que terminó la invasión estadounidense de ese país asiático es necesario recordar el lugar que ocupa en el sur de ese continente: rodeado por Pakistán al este y al sur, Irán al oeste y las exrepúblicas soviéticas de Uzbekistán, Tayikistán y Turkmenistán al norte, además de una pequeña frontera con China, Afganistán ha sido desde tiempos de Alejandro Magno un nudo geopolítico que no en vano ha sido llamado "la tumba de los imperios".

Además de las huestes de Alejandro, árabes musulmanes, mongoles, los ingleses en el siglo XIX, los rusos en el XX y los americanos en el XXI han intentado conquistar esta zona que ha sido habitada desde tiempos paleolíticos.

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El más reciente fracaso comenzó a gestarse sobre las ruinas humeantes de las Torres Gemelas en Nueva York, el 11 de septiembre de 2001. Sacudido por el golpe terrorista que Osama bin Laden desencadenó desde las montañas afganas, el gobierno de George W. Bush intimó al gobierno de Kabul -en manos del Talibán desde hacía seis años- que entregara al líder de Al Qaeda. La negativa del gobierno de Afganistán fue el pretexto para el bombardeo y posterior invasión de ese país.

Pero tanto Al Qaeda como Bin Laden y el mismo Talibán habían sido a su vez consecuencia de la invasión previa de la Unión Soviética, en la Navidad de 1979, para sostener el gobierno comunista que se había instalado un año antes y había desatado una rebelión campesina en contra de la administración marxista, lo que dio origen a los Muyahidines (que, traducido, significa "los que hacen la Yihad" o "guerra santa").

Con el apoyo de la CIA, los británicos y los pakistaníes (que vieron siempre en Afganistán el refugio y espacio de retirada estratégica en caso de ser invadidos por India, y que llevó siempre al gobierno de Islamabad a intervenir en su vecino occidental), los muyahidines lograron expulsar al invasor ruso. Pero no se habían terminado de retirar los tanques de la URSS, en febrero de 1989, cuando las diversas facciones tribales que habían ganado se trenzaron en una sangrienta guerra civil que solo concluiría con la llegada al poder del régimen Talibán en 1996.

El nuevo gobierno fue recibido en su momento con cierta esperanza por parte de Occidente, donde se pensó que pondría orden en un país devastado por diferencias étnicas, religiosas y culturales que hicieron durante siglos casi imposible el establecimiento de un gobierno central.

La esperanza comenzó a disiparse cuando el Talibán (palabra del idioma pastún que en su singular, talib, significa estudiante), imponiendo una versión medieval del Corán y los principios islámicos, marginó a las mujeres de la actividad y vía públicas, impuso un sistema criminal draconiano y hasta prohibió los bailes y la música.

Los afganos sienten más lealtad a su tribu o grupo étnico y lingüístico de pertenencia que a la nación afgana, y por esto mismo se inclinan más a pelear por familia que por el Estado, detalle que tendrá su influencia, como se verá más adelante.

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Una geografía quebrada por montañas y grandes zonas áridas ha fomentado la supervivencia de diferentes culturas y la dificultad de homogeneizar al país. La familia es el pilar de la sociedad afgana y las familias suelen estar encabezadas por un patriarca. En el sur y en el este del país priman los pastunes, que se guían por los principios de una cultura que incluyen la hospitalidad, la provisión de santuario a quienes buscan refugio y la venganza por el derramamiento de sangre. El resto de los afganos son culturalmente persas y turcos, y existen varias minorías étnicas y lingüísticas. Los matrimonios son en general arreglados y en la mayoría de los casos se paga una dote.

El fin del siglo XX encontró a Estados Unidos como ganador de la Guerra Fría y se impuso la idea de que el capitalismo y la democracia eran los sistemas que, tarde o temprano, se impondrían en el planeta. Eran los tiempos del "fin de la historia" decretado por Francis Fukuyama.

Pero la "Pax americana" que había comenzado con la caída del muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989 terminó abruptamente el 11 de septiembre de 2001.

Ceguera. Ignorante de la historia, como ya había pasado en Vietnam, Washington aterrizó en Afganistán tras el bombardeo que sacó al Talibán del poder convencido de que podía construir una nación, un gobierno, un sistema político y unas fuerzas armadas a la forma y usanza occidentales.

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Mientras los sobrevivientes del gobierno derrocado se refugiaban en Pakistán (junto a Bin Laden) e Islamabad empezaba su histórico doble juego (aliado estadounidense pero más interesado en mantener a Afganistán como un Estado cliente) EEUU y sus aliados de la OTAN, principalmente Gran Bretaña y Alemania, comenzaban a construir una sociedad civil, un gobierno, la policía y las fuerzas armadas con modelos y planes diseñados en Berlín, Londres y Washington. Nada más alejado de la realidad polvorienta de Kabul.

En documentos del Pentágono revelados la semana pasada por The Washington Post se supo que los gobiernos desde George W Bush, pasando por Barack Obama, Donald Trump y ahora Joe Biden, supieron siempre del desastre que era Afganistán, de lo inútil de los esfuerzos para construir un país occidental casi desde cero y en el corazón de Asia, de la inmensa cantidad de dinero quemada en corrupción y proyectos inviables (más de un billón de dólares) mientras se le aseguraba a la opinión pública que todo iba marchando razonablemente bien.

Para colmo, a los dos años de la invasión el gobierno de Bush (h) cometió el mayor error estratégico de la historia moderna (o el segundo si se considera la apertura de dos frentes simultáneos de combate por parte de los nazis en la Segunda Guerra Mundial) cuando decidió invadir Irak (también a caballo de un engaño público) y destinó recursos y tropas que debían estabilizar Afganistán para sacar a Saddam Hussein del poder y desestabilizar a todo el Medio Oriente, con consecuencias que llegan hasta el día de hoy.

En febrero de 2020, Trump, que había llegado a la presidencia tres años antes asegurando que acabaría con las guerras externas de Estados Unidos, firmó un acuerdo con el Talibán que implicaba la salida de sus tropas a cambio de un acuerdo pacífico entre el gobierno de Kabul y los rebeldes que desde 2006 se habían reagrupado y dado pelea a las fuerzas de la OTAN. Más de 3.000 estadounidenses murieron en esos combates. Decenas, y algunos calculan cientos de miles, de civiles cayeron en los bombardeos y ataques de ambos bandos.

El acuerdo de 2020 fue el comienzo del fin.

Seguros de que Estados Unidos ya no les prestarían apoyo, las unidades del Ejército que durante dos décadas habían construido los estadounidenses fueron cayendo una a una y al final entregando las armas sin pelear a cambio del pago de los sueldos atrasados que el gobierno central había dejado de hacer efectivos hacía más de nueve meses.

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Cuando Biden llegó en enero pasado a la Casa Banca se encontró con el acuerdo firmado y decidió cumplirlo, anunciando que antes del 20° aniversario de la caída de las torres gemelas sus tropas estarían de vuelta en casa.

Sus generales le aseguraron que el nuevo Ejército afgano podía resistir sin problemas, equipados con modernas armas y equipos, hasta seis meses el inevitable avance Talibán, lo suficiente para encarar una salida ordenada y sin problemas del resto de las tropas y civiles.

Pero eso era una mentira más en una guerra basada en mentiras.

El Talibán volvió este fin de semana a Kabul en un avance relámpago que en 15 días, y casi sin disparar un tiro, culminó con la caída de la capital del país, cerrando así un círculo que había comenzado casi exactamente dos décadas antes.

SI en la guerra la primera víctima es la verdad, la guerra de Afganistán es uno de los ejemplos más notables.

Convencido de su superioridad militar, económica y cultural, imbuido de un supremo "hubris imperial", Estados Unidos ha sufrido una derrota peor que la de Vietnam que lo debilita aún más a nivel internacional, para regocijo de Pekín y Moscú.

Creer que los cañones y el dólar son suficientes para modelar el mundo a su imagen y semejanza, ignorando la historia, la cultura y la geografía, le ha costado a Washington, una vez más, chocarse con la realidad que los deseos imaginarios del imperialismo suelen no ver o no querer ver.

La bandera de Afganistán lleva grabada la frase "hay un solo Dios y es Alá. Su Profeta es Mahoma".

Los americanos debieron haber tenido eso en cuenta.

El título de esta nota. Por qué Occidente está perdiendo la guerra contra el terrorismo es un libro publicado originalmente de forma anónima con el título "Imperial Hubris", pero luego se revelaría que fue escrito por Michael Scheuer, un veterano de la CIA con 22 años de servicio que dirigió la estación del Centro Antiterrorista de 1996 a 1999. Publicada originalmente por Gaceta Mercantil.

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