Somos lo que fueron (Dedicado a los jóvenes colegas médicos)
El doctor Eduardo Da Via, en un texto que recuerda los orígenes y propósitos de la medicina. Fundamental.
Mucha gente pareciera vivir en un presente constante, haciendo caso aparentemente omiso de lo que fuimos y de lo que hicimos, sin advertir tampoco que de esos fuimos e hicimos habrán que suceder casi inexorablemente lo que seremos.
A poco que meditemos, hemos de aceptar que el presente es una ilusión falaz por cuanto ni bien queremos tener noción de ello, ya transita por los terrenos del pesado; ya fue. Y si ahora queremos evitar que eso ocurra y deseamos tener consciencia del presente, lo que haremos es introducirnos en el futuro.
El hombre es pues un ente que vive en un futuro constante, pero que solo cobra sentido a través de su historicidad.
Extrapolando términos, la obra humana es también comprensible sólo si, la estudiamos en continuidad con el tiempo; así es notable comprobar que cuando iniciamos su análisis, al decir del gran maestro Gregorio Marañón "la primera y gran sorpresa que nos reserva es la que todo ese pasado, hasta lo más muerto, hasta lo que tuvo sólo efímera vida o una pocas semanas de moda, todo es infinitamente útil para interpretar lo que hoy sabemos, es decir lo hoy somos, o creemos saber y ser".
El médico en especial necesita leer historia de la medicina. Lo necesita como relax espiritual cuando al final de la agobiadora jornada, halla la paz entre las hojas de un libro amigo. Pero también tiene el deber de conocer la historia de esta ciencia maravillosa porque solo así comprenderá que su esplendor actual, del cual se vale con mayor o menor humildad, es el fruto de muchas vidas que en su holocausto fueron. Sabrá así apreciar cuanto sacrificio implica la búsqueda de la verdad científica y a qué sin número de errores está expuesto el que tal empresa realiza, y comprenderá por fin que casi todo lo que es y sabe, se lo debe a los que fueron; que cuando seguro de sí mismo, esgrime altivo una pieza cualquiera del hoy nutrido arsenal terapéutico, todo lo que está haciendo es empuñar un arma que fuera diseñada, fundida y perfeccionada por una legión de antecesores.
Así el médico actual, cada vez que estampa su firma en una receta indicando un medicamento cualquiera o cada vez que en la solemnidad de la sala de operaciones se aventura en la intimidad anatómica de un congénere, a su idoneidad entregado, no hará otra cosa que utilizar tecnología, técnicas y tácticas diseñadas por otros que a fuerza de empeño y tropezones, lograron por fin hacer de todo ello un proceder lo suficientemente seguro como para aplicarlo con la tranquilidad de saber que los defectos iniciales ya fueron detectados y solucionados por los pioneros.
Pero debe también comprender, precisamente a través de la historia, que lo que hoy en ciencia es, mañana no lo será en muchos casos; que lo que creímos útil e inocuo no resultó ni lo uno ni lo otro, sino que fue nada más que un bien intencionado paso adelante en pos de un éxito terapéutico que se negaba a presentarse. El ejemplo paradigmático fue la sangría, utilizada hasta principios del siglo XIX y que consistía en extraer y desechar sangre de pacientes graves, lo que no hacía sino empeorar la situación, excepto en los raros casos de EPOC, sufrida por grandes fumadores y mineros del carbón, pero aún en estos pacientes era solo una solución transitoria, dado que la enfermedad causante de los síntomas era la fibrosis pulmonar, vale decir que el tejido sano, útil para el intercambio gaseoso: la captura del oxígeno y el desprendimiento del anhídrido carbónico resultante de la respiración celular, era y es irreversible por cuanto ha sido remplazado por tejido fibroso incapaz de realizar esa tarea. Lo opuesto de la sangría, la transfusión de sangre, fue la que salvó millones de vidas ya en la primera guerra mundial, después del genial aporte de nuestro casi desconocido Dr. Luis Agote quien lograra quien la sangre se mantuviese líquida en los frascos de transporte. Y hoy sigue siendo imprescindible en un gran número de enfermedades
El bypass coronario se debe al genio de René Favaloro y la penicilina al esfuerzo de Alexander Flemming, y así sucesivamente.
Además, es común ver hoy jóvenes médicos exitosos, infatuados por sus resultados, que olvidan quienes generosamente le enseñaron a medicar o a operar, y que promete a los pacientes cien por cien de éxito lo cual es decididamente mentira por cuanto no hay procedimiento alguno que carezca de mortalidad y morbilidad, vale decir que produzca la muerte u otras consecuencias indeseables.
Leer historia de la medicina los hará, probablemente más humildes; más conscientes de que no hay tratamientos carentes de riesgos, y que esos riesgos lo corren sus pacientes; que los médicos no somos infalibles como tampoco lo son los procedimientos terapéuticos.
Y por último somos responsables de transmitir nuestras destrezas y saberes a los más jóvenes, para que continúen con esta noble profesión cada vez con mejores resultados y menos sufrimientos.