Libertad o barbarie
La historiadora Luciana Sabina trae hasta el presente político aquella disyuntiva ofrecida desde su libro "Facundo" por Domingo Faustino Sarmiento.
"En Facundo Quiroga no veo un caudillo simplemente, sino una manifestación en la vida argentina (...) un caudillo que encabeza un gran movimiento social no es más que el espejo en que se reflejan, en dimensiones colosales, las creencias, las necesidades, preocupaciones y hábitos de una nación en una época dada de su historia", escribió Domingo Faustino Sarmiento.
Las palabras del sanjuanino invitan a observar aquella forma de ser argentino, que hombres como él buscaron combatir apelando a la educación mientras otros explotaron sin límite.
Pero, ¿qué es un caudillo? Durante el medioevo castellano la palabra caudillo fue utilizada para identificar al jefe de la hueste y en el Río de la Plata -una vez consumada la Revolución de Mayo- designó a quienes ostentaban el poder sin títulos legítimos.
Siguiendo a Tulio Halperin Donghi, el término tomó entonces connotaciones negativas y comenzó a designar a seres marginales desde lo político, que coartaban la organización nacional.
A lo largo de nuestras primeras décadas independientes, la ausencia de un gobierno central posibilitó a estos hombres hacerse espacio a los codazos y entronizarse en las provincias. La mayoría perteneció a clases sociales altas y apelaron a un discurso demagógico para captar a las masas.
Con el tiempo algunos dieron barniz institucional al poder, autodenominándose gobernadores y procurando un goce vitalicio de dominio absoluto. Ese fue el caso de Estanislao López en Santa Fé, que llegó a establecer una Constitución, aunque sumamente permeable a sus deseos. Otros -como Facundo- ni se molestaron en buscar respaldo legal.
El caudillo promedio ejerció esa "dominación carismática" de la que habla Max Weber y fue envuelto por leyendas, llegando sus ecos a nuestros días. Se entiende al carisma como una cualidad extraordinaria, mágica en su origen. Según dicha teoría, estos líderes son considerados sobrehumanos o -por lo menos- extracotidianos, con características ausentes en cualquier otro hombre.
Por ejemplo, algunos creían que Facundo era capaz de aniquilar con la mirada o de convertirse en tigre. Otros, le atribuían poderes mágicos a su caballo "el Moro": supuestamente el animal hablaba con él, vaticinándole el futuro y habría perdido en La Tablada por no escucharlo.
Así, el caudillo era el único con capacidad para proteger a sus seguidores y guiarlos garantizando el bien del pueblo. Sin embargo la realidad fue diferente y hoy los miramos desde parámetros románticos.
Por ejemplo. las administraciones caudillistas -salvo casos puntuales, como el de Urquiza- se caracterizaron por una gran esterilidad, sin recompensas reales a las clases bajas. Los caudillos no fomentaron la educación, como tampoco hicieron obras públicas memorables.
La violencia de sus montoneras, hoy idealizada por los historiadores revisionistas, no debe dejarse de lado. Por último, algunos diversificaron sus actividades fraudulentas. Tal fue el caso del santiagueño Felipe Ibarra, que llegó a la falsificación monetaria y dejó a la provincia en bancarrota tras implementar un asfixiante sistema proteccionista.
Aún así, el caudillo se impuso. Las masas los veneraron y los años -con ayuda de plumas militantes- los colocaron en el pedestal patrio, inventando un pasado que no les pertenece.
Hoy, son numerosos los personajes que, a pesar de sus causas judiciales, acceden al poder o que sin tener la capacidad se mantienen e incluso tienen posibilidades de ser llevados al Sillón de Rivadavia, como es el caso de Sergio Massa.
Esto es posible gracias a un pueblo que -respondiendo a sus raíces históricas- los considera capaces de gobernar, mientras la inflación carcome nuestros sueños, la inseguridad nos mata y la corrupción fue naturalizada. Estamos a tiempo de cambiarlo.
ResponderReenviar |