Homenaje al capellán presbítero Héctor T. Gimeno

Eduardo Da Viá escribe aquí su recuerdo y homenaje al sacerdote Gimeno, del Liceo Espejo.

Eduardo Da Viá
Homenaje al capellán presbítero Héctor T. Gimeno

Voy a escribir estas líneas en recuerdo de ese gran hombre que fuera el llamado por sus protegidos, Padre Gimeno, y que se desempeñara durante 50 años como Capellán en el Liceo Militar General Espejo, del 1954 al 2004, institución a la que con orgullo pertenecí y donde tuve la suerte de conocerlo.

Lo hago no porque coincida con ninguna fecha en especial, ni personal del sacerdote ni de la institución; ¿acaso es necesario recordar a las personas que queremos y respetamos, sólo en el peor día de su vida, vale decir el paso a la No vida, o en el de su nacimiento, mérito de sus padres y no de él?

No comulgo con esta tan difundida costumbre; yo recuerdo cuando por muy distintas circunstancias, esa persona que tanto influyó en mi vida, se hace nuevamente presente en lo espiritual, sea porque estoy viviendo un momento de alegría como los que supe compartir con él o de tristeza y desesperanza como aquellas que supo paliar con su palabra certera y su gesto bondadoso.

A mis amigos desaparecidos y a mis padres los recuerdo casi a diario, y Héctor fue un amigo con mayúscula.

Quiso la vida que ingresara como capellán al Liceo Militar en el mismo año que lo hicimos la séptima camada, hecho fortuito pero que marcó en él y en nosotros un cuanto extra de afecto que se mantuvo mucho más allá de nuestra permanencia en la institución.

Alto, de buena contextura física, nos parecía una especie de gigante cuando lo conocimos; teníamos 12 años y la mayoría todavía estábamos en pleno crecimiento corporal.

Su mano amiga aferrada a nuestro cuello o brazo, suave pero firme, era una especie de puntal transitorio para recorrer unos pasos a la sombra protectora de su bonhomía.

Lo veo con claridad del presente, recorriendo los patios escolares o los pasillos, las calles y los parques, buscando ovejas huidizas a las que solamente les invitaba a charlar, a él le gustaba charlar con la muchachada.

Hay dos palabras que nunca le escuché por cuanto creo que no figuraban en su extenso y culto vocabulario: PECADO Y CASTIGO.

Con el pasar del tiempo y ya fuera del Liceo, advertí que esas palabras él las remplazaba por responsabilidad y consecuencias, tal cual la vida nos habría de exigir luego.

La confesión, voluntaria por cierto, siempre tuvo lugar sentados en un banco o un murete, a la sombra de uno de los tantos árboles, frente a frente y a cara descubierta, no en esos tétricos y oscuros cubículos: los confesionarios, descendientes de la Santa Inquisición, donde uno debía arrodillarse en señal de sumisión a estribor de un ser desconocido cuyo rostro apenas podíamos vislumbrar y cuya voz parecía indiferente al momento por el que transcurría la vida del arrepentido.

Con el cura Gimeno la confesión era una conversación, donde estaba permitido hasta el disenso con el dogma y que habitualmente terminaba con la bendición y un amigable consejo tal como Tenele fe al de arriba, Él siempre está a tu lado, ah, y rezale un Padre Nuestro

No era penitencia ese rezo, era un puente que nos hacía tender entra la Divinidad y uno mismo para achicar diferencias.

Nunca hizo distingos entre creyentes y no creyentes ni trató de traer a su redil a los que no querían trasponer la tranquera.

Cuando alcanzamos la adolescencia, catorce, quince años y empezaron a bullir las hormonas, el tema sexo empezó a flotar en el ambiente juntamente con el esbozo del bozo y el agravamiento del tono de voz, y en los momento de desnudez previos al baño corporal o al cambio de ropa, el vello pubiano que algunos empezaban a lucir era un atractivo insoslayable para los hasta ahora lampiños camaradas.

Recuerdo cuando cursando tercer año alguien descubrió en la bien nutrida biblioteca, un libro de anatomía en tres tomos, en uno de los cuales figuraban magníficos dibujos de los genitales femeninos. Por cierto fue el libró más solicitado, lo que llamó la atención del bibliotecario, quien aprovechando la concentración de algún lector, atisbó por sobre sus hombros y descubrió el tema elegido. Presto denunció a las autoridades escolares tamaño delito, quienes sin dudarlo lo prohibieron, como incluyéndolo en el famoso INDEX LIBRORUM PROHIBITORUM, producto de la pecaminosidad de las mentes de los superiores, emulando la de los clérigos medievales.

Esto significó una tortura para los escasos lectores que fueron por cuanto el resto de los compañeros los perseguía para conseguir un dibujo de lo visto.

Cuando el tema sexo apareció en las charlas con el cura, sus consejos fueron siempre la prudencia por sobre todas las cosas, en especial cuando la relación tuvo o tendría lugar con la novia, dado que varios ya tenían, no por ser diferente a las demás mujeres, sino por la posibilidad del embarazo indeseado, producto del natural ímpetu y de la falta de conocimientos acerca del sexo seguro. Era común escucharle decir prueben y luego me cuentan y en cuanto a la auto satisfacción, nunca nos regañó por ello aduciendo que era cometer pecado grave, sino solo saber ejercer la contención necesaria para que una práctica natural no se transformara en el leitmotiv de nuestra vidas, desatendiendo las tareas escolares y demás obligaciones.

Si bien tenía su mirada puesta en Dios, tenía los pies bien afirmados en tierra, que es donde transcurre la vida y donde podía ser más útil.

Dije que nos casó a mi novia y a mí en una ceremonia muy emotiva, con misa de esponsales y comunión, en la Basílica de San Francisco. Yo ya era médico y habíamos esperado un año más para tener alguna entrada fija con que afrontar la economía hogareña que pronto habría de iniciarse.

Previo a ello debíamos confesarnos para que nuestras almas no portaran faltas al llegar al altar, lo que implicaba una confesión previa.

Yo cumplí con el requisito acudiendo a la Catedral de Nuestra Sra. de Loreto, en día y hora indicada por un cartel bien visible. Fui atendido por alguien que me preguntó que deseaba y desapareció sin mediar palabra; al cabo de unos minutos se asomó un anciano sacerdote, el Padre Peñalba luego supe, párroco de la Catedral, mal encarado y vistiendo una sotana blanca que del color original poco le quedaba, remplazado por suciedad de todo tipo en especial manchas de comida.

Me hizo seña de seguirlo y sin mediar palabra se introdujo en un confesionario, cerró la ventanilla y procedió con la más fría de las rutinas. Al finalizar el breve relato de las pocas faltas, que por cierto no excluían las primeras incursiones carnales, el pobre individuo tuvo una ataque de ira que descargó sobre mí como si de un criminal se hubiera tratado, a punto tal de haber estado a una paso de decirle que él no era quién para retarme, pero me contuve por respeto a la edad y a la investidura.

Salí del templo pensando en el daño que ese tipo de cura causaba en la feligresía y no pude menos que comparar con el Padre Gimeno. Demás está decir que arrojé a la acequia la interminable lista de rezos que integraban la desmesurada penitencia.

Fue mi última confesión; y el lamentable comienzo de mi descreimiento respecto de la iglesia inventada por los hombres; y eso que aún no se hablaba de pedofilia, abusos, robos y política vaticana venal, bien escondidos por cierto pero claramente existentes según se fue sabiendo años después.

El Padre Gimeno nos acercó como nadie a un Dios supuestamente bueno, justo, sabio y poderoso en grado de infinitud.

Y muchos fuimos felices adhiriendo a esa creencia.

Pero la vida, en especial como médico, fue propinándome tantos cachetazos al tener que asistir impotente al injusto y cruel sufrimiento de tantos enfermos por los que rogué sin obtener JAMÁS una respuesta; intertanto la incredulidad iba en aumento.

El detonante final fue el caso de una niñita a la que se debió amputar el miembro inferior desde la cadera por padecer un cáncer de fémur alto. Padeció un posoperatorio tormentoso por la escasez de recursos en esa época pero finalmente sobrevivió y comenzó a recuperarse. En la cama se movía con asombrosa destreza a pesar de tamaña mutilación; hasta que un día, ni bien llegué me dijo: Che doctor, cuando me vas a devolver mi piernita, quiero salir a la calle a jugar con mis amiguitas

No pude responderle sino con un evasivo pronto, pero a juzgar por su mirada era claro que no me creyó.

A los pocos días me junté con el Padre Gimeno en su humilde casa de Capellán en el Hospital Lencinas; le conté el caso y le pregunte acerca de la infinita bondad y justicia que nos había inculcado.

Cabizbajo el cura me contestó: No tengo respuestas para ti que puedan mitigar tu pena y desilusión

Cuando levantó la cabeza tenía los ojos llorosos, y yo ya era agnóstico.

Un abrazo Héctor, espero que hayas tenido razón y te encuentres disfrutando de la vida eterna junto a Aquel que tanto defendiste y cuyo principal precepto trataste siempre de sembrar, "AMAOS LOS UNOS A LOS OTROS".

Nunca sabré si lo lograste, pero sí sé que el clero al que perteneciste y que incluyó Próvolo y Cristo Errante, sin dudas no te mereció.-