¿Existe alguna guerra justa?

Escribe en esta nota José Jorge Chade, sobre la guerra: "Debemos necesariamente rebelarnos contra ella: sencillamente no podemos soportarla más; no se trata sólo de un rechazo intelectual y emocional, para nosotros los pacifistas es una intolerancia constitucional".

José Jorge Chade
Presidente de la Fundación Bologna Mendoza

Este es el tercer escrito que redacto sobre la guerra pero es que hablar de guerra siempre tiene algo de retórico: los buenos contra los malos, los bárbaros contra los cultos, las culturas contra las culturas; no debemos pensar que la guerra no puede llegar hasta nosotros. Y cuando miramos más de cerca la guerra y no es más que los más violentos contra los más pacíficos.

Reflexionar no es fácil. Es más fácil hacer, agitar, despotricar. Reflexionar requiere esfuerzo, tiempo de estudio, el riesgo de llegar al fondo y darse cuenta de que lo que imaginábamos o exigíamos no es precisamente lo que queríamos o esperábamos. La paz y la justicia deben pensarse y desearse para poder realizarse. El cambio climático, las guerras de dominación y opresión, las desigualdades sociales, son fenómenos que no podemos tratar a la ligera. Debemos llamarlos por su nombre y sin presunción. No lo sabemos todo, no lo conocemos todo, no podemos llegar a todo. La reflexión es un paso necesario para construir piezas de futuro.

Ya en la época arcaica, en Roma, la guerra sólo se definía como justa sobre la base de procedimientos legales. Cicerón creía que la guerra era justa si se anunciaba regularmente, se financiaba para obtener reparaciones y para enmendar un mal sufrido. También Aristóteles había afirmado que la guerra es moralmente justa en tres casos: 1. Para evitar caer bajo la dominación de otros; 2. Para ejercer la hegemonía en beneficio de los pueblos sometidos; 3. Para esclavizar a los bárbaros. Con el paso de los años, sin embargo, comenzó a imponerse la teoría del poder-estado en la que la guerra se convierte en una expresión de la soberanía de los estados. Pero la idea de guerra justa no es sólo una reliquia de antiguas disputas teológicas, sino también un producto actual del pensamiento político: figura en una serie de reflexiones sobre ética y derecho internacional y se refiere al uso legítimo de la fuerza militar. Especialmente en el siglo XXI, la idea de guerra justa ha recobrado fuerza desde el atentado terrorista del 11 de septiembre de 2001.

¿Por entonces qué guerra?

Esta pregunta es también el título de un breve pero denso intercambio de cartas entre Einstein y Freud (Warum Krieg. 1932), que tuvo lugar no por casualidad en el umbral de la instauración del nazismo en Alemania[1].

Einstein escribió a Freud porque la Sociedad de Naciones le había invitado a elegir a una persona de su agrado para «un franco intercambio de opiniones sobre cualquier problema» y en su carta le preguntaba si, a pesar de la experiencia de la desalentadora inutilidad e impotencia de los intentos realizados hasta el momento, no había «un modo de liberar a los hombres de la fatalidad de la guerra». Einstein pedía que los Estados establecieran «una autoridad legislativa y judicial con el mandato de resolver todos los conflictos que surjan entre ellos», una especie de tribunal internacional «que pudiera emitir veredictos de autoridad indiscutible y obligar por la fuerza a someterse a la ejecución de sus sentencias»; aunque era un pacifista sincero, pensaba que «el derecho y la fuerza son inseparables».

Sin embargo, el elemento más destacado de su discurso es la idea de que el fracaso de cualquier intento de regular los conflictos sociales sin recurrir a la guerra no es sólo consecuencia de la sed de poder de las clases dominantes y de la persecución de intereses políticos y económicos particulares, sino también el resultado del funcionamiento de «fuertes factores psicológicos que paralizan los esfuerzos». Al preguntarse cómo es posible que las masas se dejen llevar por las oligarquías dominantes y su propaganda «hasta la furia y el odio de sí mismas», postula la existencia en el hombre del «placer de odiar y destruir», una fuerza instintiva que puede expandirse hasta la psicosis colectiva. Por ello pregunta a Freud, como experto en el alma humana, si no existe «una posibilidad de dirigir la evolución psíquica de los hombres para que lleguen a ser capaces de resistir a las psicosis de odio y destrucción», confiando al psicoanálisis la tarea de señalar el camino y nuevas vías de acción para educar a la humanidad para la paz mundial.

En su respuesta, Freud acepta sin reservas los supuestos del razonamiento de Einstein sobre el papel del instinto agresivo y la relación entre el derecho y la fuerza, afirmando con cierta dureza que «los conflictos de intereses entre los hombres se deciden... en principio mediante el uso de la violencia», ya sea la fuerza muscular, el armamento o la superioridad intelectual y a veces también económica. El objetivo último del enfrentamiento es que «una de las dos partes, a causa del daño que sufre y del debilitamiento de sus fuerzas, se vea obligada a desistir de sus pretensiones o de su oposición». Si la victoria se consigue mediante la eliminación física del adversario, el vencedor obtiene dos ventajas prácticas

- el adversario está muerto y, por lo tanto, no puede reanudar las hostilidades

- su destino disuade a otros de seguir su ejemplo,

pero, sobre todo, el asesinato del enemigo satisface «una inclinación pulsional» al odio y la destrucción, que Freud denomina Tánatos o pulsión de muerte y que considera que opera en todos los seres humanos, aunque mitigada y equilibrada por Eros, la libido o pulsión de vida.

En el resto de su carta, Freud expone sucintamente los fundamentos de la teoría pulsional y su concepción del desarrollo de la civilización a partir del control de las pulsiones eróticas y agresivas mediante la educación. Su posición, sin embargo, es duramente pesimista y nada consoladora. Hablando de la evolución humana desde la violencia bruta primitiva hasta el Estado de derecho moderno, afirma que el derecho nace de la unión estable de los más débiles, que frena y contrarresta la violencia y el poder del individuo.

El derecho -escribe Freud- es el poder de una comunidad. Sigue siendo siempre violencia, dispuesta a volverse contra cualquiera que se le oponga, actúa por los mismos medios, persigue los mismos fines; la diferencia sólo radica realmente en que ya no es la violencia de un individuo la que triunfa, sino la de la comunidad.» (Freud, 1932)

La comunidad -la unión de muchos- debe ser estable, duradera y estar organizada para impedir el retorno de la violencia por parte de los individuos mediante el establecimiento de «órganos que velen por la observancia de las prescripciones -las leyes- y que dispongan la ejecución de los actos de violencia de conformidad con las leyes». En el reconocimiento de tal comunión de intereses se establecen esos lazos afectivos entre los miembros de un grupo humano cohesionado, esos sentimientos comunitarios en los que se funda la verdadera fuerza del grupo».

Pero ni siquiera esta organización garantiza la protección contra la violencia y la eliminación del conflicto: como resultado de las inevitables desigualdades «la ley de la comunidad se convierte entonces en una expresión de las desiguales relaciones de poder en su seno, las leyes se hacen por y para los que gobiernan y conceden pocos derechos a los que han sido subyugados». Las tensiones y desigualdades alimentan no sólo los conflictos internos de una comunidad -que, sin embargo, dadas las necesidades y la superposición de intereses, pueden resolverse en gran medida mediante la negociación-, sino sobre todo los conflictos intercomunitarios, entre comunidades más o menos vastas, ciudades, tribus, pueblos, etnias, religiones y Estados, conflictos que casi siempre se deciden por el enfrentamiento bélico.

La idea de poder evitar la guerra mediante el establecimiento de una autoridad central fuerte en la que pudiera delegarse la resolución de los conflictos entre naciones es descartada por Freud como un sueño valiente pero irrealizable. «Parece, pues, que el intento de sustituir la fuerza real por la fuerza de las ideas está por el momento condenado al fracaso. Es un error de cálculo no considerar el hecho de que el derecho fue originariamente violencia bruta y que incluso hoy no puede prescindir de la violencia». No obstante, Freud intenta reconstruir algún elemento de esperanza a través del esfuerzo -verdaderamente psicoanalítico- de llevar a cabo operaciones de esclarecimiento de la verdad, revelando las tensiones agresivas que acechan en el interior de determinados ideales proclamados o, más bien, demostrando cómo los valores y motivaciones ideales pueden utilizarse para ocultar o justificar impulsos e intenciones destructivas inconscientes.

La esperanza de llegar a alguna forma de dominio sobre las fuerzas destructivas implica, pues, en primer lugar, que no neguemos, repudiemos o minimicemos el destino humano común que nos somete a su influencia, y que renunciemos a la reconfortante pero peligrosa ilusión de que tarde o temprano podremos suprimirlas. «Por otra parte, no se trata... de abolir por completo la agresividad humana; se puede intentar desviarla hasta el punto en que no tenga que encontrar expresión en la guerra... Si la propensión a la guerra es un producto de la pulsión destructiva, contra ella es obvio recurrir al antagonista de esta pulsión: Eros. Todo lo que da lugar a vínculos afectivos [de amor o basados en la identificación] entre los hombres debe actuar contra la guerra».

Otra forma propuesta por Freud para combatir la tendencia a la guerra es mediante el desarrollo de un liderazgo maduro.

«Parte de la desigualdad innata e inerradicable entre los hombres es su distinción en líderes y seguidores. Estos últimos son la inmensa mayoría, necesitan una autoridad que tome decisiones por ellos, a la que en su mayoría se someten incondicionalmente. Recordando esta realidad, debería dedicarse más cuidado que hasta ahora a la educación de una categoría superior de personas dotadas de independencia de pensamiento, inaccesibles a la intimidación y devotas de la verdad, en quienes debería recaer el liderazgo de las masas...».

La conclusión, sin embargo, es un tanto desconsoladora. Creyendo que la condición ideal - «una comunidad humana que hubiera sometido su vida pulsional a la dictadura de la razón»- es una utopía inalcanzable, Freud admite que todas las demás vías no prometen ningún éxito rápido:

«Es triste pensar en molinos que muelen tan lentamente que la gente muere de hambre antes de recibir su harina».

Lo que prevalece en él es una visión pesimista y problemática de las opciones de paz frente a un fenómeno-guerra que puede aparecer «como una de las muchas y angustiosas calamidades de la vida» y que «parece conforme a la naturaleza, plenamente justificado biológicamente, en la práctica muy poco evitable», al menos «mientras haya Estados y naciones dispuestos a aniquilar sin piedad a otros Estados y otras naciones».

Queda el testimonio de la indignación -compartida por Freud y Einstein- contra un acontecimiento que «aniquila vidas humanas llenas de promesas, coloca a los individuos en condiciones que los deshonran, los obliga, contra su voluntad, a matar a otros individuos, destruye futuras generaciones, destruye preciosos valores materiales, el producto del trabajo humano y otras cosas». Queda la firme afirmación de que la guerra es un acto contra la civilización y que, como tal, «debemos necesariamente rebelarnos contra ella: sencillamente no podemos soportarla más; no se trata sólo de un rechazo intelectual y emocional, para nosotros los pacifistas es una intolerancia constitucional».

Bibliografía:

- AA.VV. (2002) Psique y guerra: imágenes desde dentro. Manifestolibri, Roma.

- Freud, S. (1932) Warum Krieg?, GW 15 (trad. it. «Perché la guerra?»). En: Opere di S.Freud, vol. XI. Boringhieri, Turín 1980) (y correspondencia con Einstein).

- Freud, S. (1915) «Consideraciones actuales sobre la guerra y la muerte». En: Obras de S. Freud, vol. VIII. Boringhieri,Turín 1976

- L. Marisaldi, Lineamenti di storia, © Zanichelli editore S.p.A. 2012.


(1) Ya en 1915, inmediatamente después del estallido de la Primera Guerra Mundial, con el escrito «Consideraciones actuales sobre la guerra y la muerte», Freud había expuesto sus reflexiones sobre el tema, desarrollando dos argumentos estrechamente vinculados: la imposibilidad de erradicar los «impulsos primitivos salvajes y malignos» de la humanidad y la incapacidad de contrarrestarlos eficazmente con los instrumentos de la razón. También en 1915 Freud retomó la cuestión de la guerra y la muerte en «Caducidad», una breve contribución que pasó a formar parte de un volumen misceláneo en honor de Goethe.


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