¿Está en crisis el presidencialismo en EEUU? Acerca de la tensión entre un gobierno federalista y una democracia auténticamente representativa
Martín Rodríguez Candioti y Juan Zelaya analizan "a tensión entre un gobierno federalista y una democracia auténticamente representativa".
No es original, a esta altura, calificar la elección presidencial de Estados Unidos, al menos, como desprolija. Existen muchas consideraciones para ofrecer sobre ella, en particular acerca de la calidad del debate político que la ha precedido y de algunos rasgos de los candidatos a la presidencia. Aquí nos limitaremos a presentar muy apretadamente su complejo procedimiento electoral, y a ofrecer una revisión crítica a partir de la explicitación de algunas paradojas a las que conduce, difíciles de defender en términos democráticos.
El sistema electoral estadounidense adquirió su actual perfil con la incorporación de la XII enmienda en reemplazo del Artículo II, Sección 1, Cláusula 2 de la Constitución Norteamericana. Desde entonces (1804), con algunas modificaciones legislativas, en los Estados Unidos la elección presidencial es más bien una coordinación de elecciones estaduales, dado que no hay un código electoral único ni una autoridad central a cargo, sino que cada estado organiza su propia elección. En ella, que se realiza cada cuatro años, la ciudadanía expresa su voto, pero no directamente por los candidatos de su agrado, sino por compromisarios que integran un cuerpo de 538 miembros, el Colegio Electoral. Quien consiga reunir 270 "votos electorales" se hará con el cargo en cuestión, aunque el "voto popular" le sea adverso.
Cada Estado aporta a ese Colegio Electoral un número de delegados igual al que resulta de sumar a sus congresistas: los dos "senadores" fijos (en Argentina son tres) y los "representantes" que se le adjudiquen en proporción a su población, pudiendo ser uno (en Argentina se garantiza un mínimo de cinco diputados a las provincias menos pobladas) o cincuenta y tres como es el caso de California (para ilustrar, Buenos Aires tiene setenta bancas en la cámara baja). El Distrito de Columbia, al no ser un Estado, carece de senadores y representantes, pero elige (desde la ratificación de la XXIII enmienda) tres electores. Hasta 1994, Argentina elegía a su presidente mediante este método indirecto, aunque con una integración diferente del Colegio Electoral: la capital y las provincias elegían el duplo de sus diputados y senadores. Si extrapoláramos el sistema estadounidense a la Argentina, obtendríamos 329 electores, ocho como mínimo (en Estados Unidos ese piso es de tres) y setenta y tres para la provincia más habitada.
Una vez realizada la elección, los electores se reúnen en cada Estado el primer lunes siguiente al segundo miércoles de diciembre (este año el 14) y cada uno emite dos votos: uno para presidente y otro para vicepresidente. Los tres candidatos presidenciales con mayor número de votos electorales son enviados a la Cámara de Representantes, y los dos con mayor cantidad de votos para vicepresidente al Senado (quien sea nombrado lo presidirá). Ambas Cámaras eligen entre ellos sobre la base de un voto por Estado.
El primer problema del sistema descripto reside, en que el pueblo sino los electores quienes eligen al presidente. Aunque podría pensarse que los electores son reflejo del pueblo, la realidad es que la relación entre votantes y electores no es equivalente, sino que existen estados populosos subrepresentados y estados despoblados sobrerrepresentados. En este sentido, Schapiro ejemplifica mostrando que Wyoming, con cerca de 600 mil habitantes, tiene tres electores (uno cada 200 mil habitantes), mientras que California, con casi 40 millones de habitantes, cuenta con 55 (uno cada 727 mil), lo que deriva, en definitiva, en que un voto tenga mayor peso que otro.
A esto se suma un segundo problema: a excepción de Maine y Nebraska, el resto de los Estados establecieron un sistema por el cual el candidato que saque más votos dentro del Estado se lleva todos los electores. Cachés y Ruíz Nicolini toman datos del 2016 para ejemplificar: "Hillary ganó por casi 3.5 millones de votos California, y se llevó todos esos electores, pero perdió Pensilvania, Michigan y Wisconsin por menos de 80 mil votos sumados, y se quedó con las manos vacías en esos distritos clave y sin la presidencia". Es decir que obtuvo 55 electores gracias a una abrumadora mayoría en California (donde hoy Biden duplica en votos a Trump) pero resignó 46 delegados merced a esas tres ajustadas derrotas. Si hubiera algún tipo de proporcionalidad en el reparto las preferencias del 49% derrotado contarían para la elección presidencial. Con el sistema imperante en 48 de los 50 Estados, el candidato vencido -sea por un voto, cien, mil o un millón- no tiene ningún tipo de representación en el Colegio Electoral.
El tercer problema también está ligado no tanto a la regulación jurídica sino a la idiosincrasia a la que ella conduce. Dado que los perdedores de cada Estado no se llevan nada, en los últimos años suele darse el fenómeno de que son pocos aquellos estados donde no se sabe quién vencerá, mientras que la mayoría de los otros Estados suelen tener al mismo ganador elección tras elección. Es decir que una enorme porción de la población se vuelve completamente irrelevante para la campaña electoral porque sus preferencias son predecibles (a grandes rasgos, las ciudades costeras son más proclives al voto demócrata y las mediterráneas son más afines al programa republicano). La mayor desatención hacia los Estados con preferencias consolidadas se refleja en los datos que ofrece Roza sobre la elección 2004, en la que el 99% de los gastos de publicidad de los dos partidos se concentró en 17 Estados (Florida y Ohio juntaron el 45%). También se advierte en el hecho que Nueva York, tradicionalmente demócrata, haya recibido una sola visita de un candidato en toda la campaña, mientras que otros estados más pendulares (swing states) como Florida y Ohio recibieron 61 y 49 respectivamente (Roza, 2006).La presencia de estos "Estados predecibles" (Levinson, 2006) provoca que sean dejados de lado en la campaña, porque se da por descontado su resultado, y a la vez achica el campo discursivo a un puñado de Estados. En su editorial del 14 de marzo de 2006, el New York Times destacó cómo es que desde 1960 se ha achicado el "campo de batalla" electoral de 24 Estados que eran considerados indecisos a los 13 que fueron objeto de disputa en 2004.
El cuarto y último problema, pero que puede presentarse más bien como conclusión de lo anterior, es que el sistema vigente permite que el presidente electo no sea el que más votos obtuvo en la elección presidencial. Esta circunstancia, que se explicaba usualmente mostrando como ejemplos paradigmáticos las elecciones de 1960 y 2000, se va volviendo cada vez más frecuente y probable. En 1960, Nixon aventajó a Kennedy por algo más de 50.000 votos, mientras que en 2000 Al Gore sacó 539.000 votos más que Bush. La historia es conocida. Pero la situación parece ir acentuándose. En la elección de 2016, Donald Trump obtuvo casi 3 millones de votos menos que Hillary Clinton (que al alcanzar solamente 227 votos electorales vio frustradas su expectativa de ser la primera mujer en llegar al Despacho Oval y suceder a Obama). Si Donald Trump se impusiera en las elecciones que se están desarrollando (sea por escaso margen en el Colegio Electoral o por prosperar alguna de sus impugnaciones judiciales), nuevamente lo haría obteniendo menos votos que su contrincante. Esto refleja que este fenómeno otrora esporádico viene reiterándose con llamativa frecuencia.
En síntesis: esta forma de selección de representantes políticos es problemática en tanto: (a) no son los ciudadanos quienes eligen efectivamente a sus representantes, sino que es un colegio electoral; (b) los votos de cada uno de ellos no tienen el mismo valor sino que depende de la organización política del Estado donde residen y de la forma en que éste históricamente haya votado; y (c) puede resultar electa una persona que no ha obtenido la mayor cantidad de votos. Estas razones chocan con el imperativo de igual consideración y respeto que se deben los miembros de una comunidad política democráticamente organizada. Pero, además, el sistema es criticable por razones estratégicas: (a) no ofrece incentivos suficientes para involucrar en el debate público a los «estados predecibles»; y (b) no ofrece incentivos para que los candidatos seduzcan a esos estados. Si el principio cardinal "una persona un voto" se fundamenta en la exigencia de igual consideración y respeto que debe mantener toda democracia, el sistema de colegio electoral no solo viola el principio sino que conduce a acentuar aún más ese problema: además de excluir del conteo numérico a gran parte de la población, genera dinámicas discursivas profundamente negativas, como la invisibilización de los estados predecibles del debate público, la concentración de dinero y tiempo de las campañas y una lógica que, como bien ha descripto Roza, transforma a los "estados predecibles" en campos de batalla.