Fernández, un error tras otro

El presidente ha aceptado haber cometido numerosos errores. Por muchos de ellos ha salido u ordenado a su gabinete que salgan a pedir perdón. Una sucesión que plantea que el presidente mismo puede ser un error de la política y merece un tratamiento de alto nivel para evitar que arrastre a todo un país hacia su propio descrédito.

Periodista y escritor, autor de una docena de libros de ensayo y literatura. En Twitter: @ConteGabriel

El presidente Alberto Fernández mandó a su jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, a pedir disculpas. No queda claro todavía si el pedido de perdón es por haber tomado una foto que podía filtrarse en una escena de jolgorio anticuarentena en Olivos, en plena vigencia de restricciones de reuniones, o por el mismísimo hecho de haberse burlado de todo un país que, en simultáneo con su descorchar de espumantes, se recluía como víctima del miedo y las amenazas infundidas por el propio mandatario en sus intervenciones televisivas por la pandemia.

Cafiero dijo "es un error, no debiera haber ocurrido", y en la foto -cuya veracidad resulta así confirmada- aparece nada menos que el presidente de la República sonriente, partícipe del agasajo, probablemente luego de grabar un spot de encierro de la población en el que apareció con cara de circunstancia.

No es la primera vez que desde la Casa Rosada deben pedir perdón. Los errores se han cometido una y otra vez y, cuando estallaron tras sortear la cortina de hierro de una red de medios de comunicación que les aplaude todo o que prefieren hablar de otros temas, les resultó sencillo emitir un comunicado de disculpas, cuando no una carta a algún gobierno extranjero en ese sentido por haber pronunciado verdaderas burradas sin sustento en los hechos o datos reales.

Si bien se ha dicho que "lo cortés no quita lo valiente", la sucesión de errores habla por sí sola de una gestión que avanza sin plan y probablemente con las personas menos indicadas para los cargos que ocupan, más un trofeo en la puja partidaria que un destino técnico político adecuado.

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Han pasado solamente dos años de gobierno de la alianza entre Cristina Kirchner y Sergio Massa que encontró en Alberto Fernández el punto de equilibrio para poder actuar juntos, a pesar de odiarse, y tener a quién mostrar en campaña sin ser repudiado. Parece una eternidad. Y en estos 24 meses los pedidos de perdón, cuando llegaron, sucedieron luego de impericias de una dimensión inusitada para un gobierno.

Aquí se negó que la pandemia de coronavirus covid-19 pudiera llegar hasta la Argentina desde China. Se intervino en la campaña electoral de Uruguay y por supuesto, Fernández tuvo que agachar la cabeza. Se dieron números de vacunas que llegarían en determinados plazos que jamás se cumplieron; se negó la vacunación por zurda de amigos del Presidente hasta que un arrepentido descubrió el escándalo; se hicieron insólitas comparaciones en torno a la efectividad de la gestión de la pandemia con Chile, Paraguay, Brasil, Suecia, sobre las que tuvieron que recular; Fernández salió corriendo a felicitar a presidentes que no habían sido proclamados como tales, como el caso del peruano Pedro Castillo, y recibió un reclamo formal del gobierno del Perú. "Perdón, nos equivocamos", fue la respuesta siempre.

Ayer la propia vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner se mató de risa al reivindicar un tuit de La Cámpora que criticó la foto de celebración del Partido Justicialista de los dos años del triunfo, en la que ella no salía. "Estuvo bien La Cámpora", refrendó CFK sobre otro "error" de la estructura formal del peronismo que también preside Fernández.

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Podemos estar olvidando otros episodios, pero la muestra es representativa de un gobierno que se equivoca demasiado seguido y en temas muy importantes. La palabra presidencial ha quedado devaluada al nivel de la moneda argentina. Se aguarda que diga algo y queda bajo sospecha hasta tanto alguien confirme o desmienta. 

 Por esto, además de agradecerles la "humildad" esgrimida al disculparse de cada uno de los errores, cabe preguntarse qué costos tiene esto para la política, la democracia, la credibilidad del país en el contexto internacional y algo que parece no preocupar demasiado a la clase gobernante: si representan algo más que chascos del momento y se trata de delitos. ¿Quién los juzgará por ellos en un país que no condena por corrupción a casi nadie o con capacidad política para transformar a condenados en académicos universitarios, como el caso del ex vicepresidente Amado Boudou?

Una sucesión de errores es mucho más que eso cuando se trata de quien ejerce la Primera Magistratura: deja en el espacio de las principales discusiones si que ocupe el cargo es o no un error. Y es por eso que la política debe subir un escalón de calidad para no volver la situación en una arena de campaña, sino en un hecho con la gravedad que tiene, diagnosticarla adecuadamente y aplicar los remedios institucionales, sin segundas especulaciones al respecto.

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Porque si bien es el oficialismo el que se exhibe como erróneo y pidiendo disculpas constantemente, a la oposición le cabe también la responsabilidad de no caminar por ese mismo sendero.

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