Desatando ataduras

El doctor Eduardo Da Viá denuncia en su columna de opinión situaciones incómodas, ataduras de las cuáles es central desatarse. Y se adentra en una fuerte reflexión sobre la vejez. Hay que leerlo.

Eduardo Da Viá

En el devenir de la vida, sabiéndolo o no hemos ido estableciendo y desatando ligaduras de los más variados aspectos, a veces nos resultó fácil y otras muy difícil.

La primera atadura es la que nos une a nuestras respectivas madres, que comienza siendo sólo física, el cordón umbilical, y luego afectiva y que suele ser de por vida. No sólo es permanente sino que va en aumento a medida que el tiempo transcurre y la senectud va haciendo presa de esa mujer que el destino nos asignó, que siempre estuvo a nuestro lado y que luego vemos con gran dolor su lenta desaparición.

Ésta es la primera ligadura que dejará marcas indelebles en nuestras vidas y que suele ser la que nos amarra, con la mejor de las intenciones, y por cierto consensuado con nuestro padre, a dos instituciones que también nos marcarán de por vida: la escuela y la religión.

Empecemos por la primera, a la cual nuestras madres no nos atan sino que nos introducen en cumplimiento de la ley en primer término, y por sus deseos de que el saber nos abra las puertas del futuro, cosa a la que muchas de ellas, por diversas circunstancias, no tuvieron oportunidad de acceder.

Pero la verdadera atadura escolar es cuando quedamos prendados por siempre al afán de saber, y al saber no utilitario sino pasional, al saber por el saber mismo. Y esto es fortuito y personal, los que tuvimos la suerte de experimentarlo, lo hemos cultivado hasta el mismísimo ahora y siempre con el más que grato recuerdo de aquellos primeros libros, señeros, y cuyas tapas recordamos con lujo de detalles. Fue el primer peldaño hacia los estudios superiores; y los que dimos ese primer y fundamental paso a mediados del siglo pasado, concretamente 1946 en mi caso, hoy vemos sorprendidos cuánto nos enseñaron aquellas maestras de alma que jamás faltaban a clases ni estaban ligadas a ninguna asociación que se los impidiera; de la misma manera que hoy comprobamos la supina ignorancia de los egresados primarios actuales y la proliferación de gremios cuyo leitmotiv es defender el salario de los maestros y no la enseñanza a sus alumnos. Y el saber en retroceso.

La vinculación con lo religioso se hacía de hecho, sin que supiéramos a lo que nos exponíamos con esa ligadura, la misma que ostentaban nuestros padres como cosa natural y que remontaba a nuestros ancestros familiares. En nuestro país por lo general la vinculación era con el catolicismo apostólico y romano.

La primera acción inconsulta por cierto, fue la de someternos al bautismo, primero de los sacramentos de muchas Iglesias cristianas, que se administra derramando agua sobre la cabeza o por inmersión, y que imprime el carácter de cristiano a quien lo recibe.

Con la primera comunión de por medio, ya éramos católicos con la marca en la frente y casi siempre sin saber el verdadero significado de la palabra comunión. Con el atuendo a la que la tradición obligaba y una pequeña fiesta familiar celebratoria; habiendo sido por cierto bautizados a una edad en que no teníamos la menor idea de que se trataba, ya teníamos abierto el camino para el descanso celestial eterno. De ahí para adelante la vinculación podía incrementarse o pasar a una especia de statu quo anodino en la que muchos desembocaban. Pero siempre hubo un remanente atemorizador, producto de habernos sido inculcado el pecado y su correspondiente castigo, que en el peor de los casos significaba nada menos que el fuego eterno.

Lo que no advertían nuestros padres, es que la religión nos amordazaba el cerebro: prohibido pensar y mucho menos dudar e incluso pretendían inculcarnos los famosos dogmas de fe, máxima expresión de creer o reventar.

La vida, con extrema dureza, nos fue alertando acerca de verdades ocultas y mentiras disimuladas, propias de la labor de esa casta aberrante que son los sacerdotes, que adrede continuaban con el lavado de cerebro para asegurarse una vida sin sobresaltos económicos y con todas las libertades que se auto otorgaban, incluso la práctica asidua, oculta y cobarde de los mismos "pecados mortales "con que nos amenazaban desde niños.

Cuando el intelecto logró desnudar al dogma, el vínculo se fue adelgazando como una soga en vías de cortarse, hasta que el último hilo cede y bruscamente nos asomamos a la verdad. Ahí es donde terminan largos años de mea culpa para ser sustituida por conductas personales acordes con las ideas de cada uno, y que cuando fueron incorrectas, nos invadía la culpa sin necesidad del temor al castigo eterno, que por cierto y en mi opinión, nunca existió.

Los sacerdotes nos mantuvieron en la ignorancia, no comentándonos por ejemplo que existen otras religiones, tan respetables como el catolicismo, las abrahámicas por ejemplo, y varias más de menor difusión pero practicadas a pie juntillas por millones de personas que no son mejores ni peores que nosotros.

Todo este largo proceso, desde el inicio bautismo mediante, hasta la completa ruptura de las ataduras, me demandó más de 20 años.

Volviendo a las ataduras como concepto guía de estas palabras, si lo analizamos con sinceridad, debemos aceptar que la mayor parte de la vida del hombre en sociedad, está sometido a una larga serie de ataduras, muchas de las cuales son necesarias precisamente para poder vivir en sociedad.

La tercera ligazón que la mayoría de los humanos, espontáneamente o no, asumimos, es la formación de la pareja.

Antiguamente se entendía por tal la unión sentimental y física de un hombre con una mujer, en calidad de convivientes y con la idea también implícita de tener descendencia.

La Iglesia, siempre atenta a las acciones de su "rebaño", no tardó en adueñarse de esta sociedad y le dio la calidad de sacramento con la obligación de ser monogámica y para toda la vida.

De esta artera forma, y por supuesto bajo la amenaza de pecado mortal, se aseguró durante siglos el engrosamiento de las filas de feligreses que con el tiempo lo transformaron en un acto social, carente de todo fervor religioso, y que paulatinamente ha sido remplazado por las parejas de hecho y con todas las combinaciones imaginables en cuanto a los sexos intervinientes en la constitución de las mismas.

La estabilidad absoluta y definitiva de la sociedad, "hasta que la muerte los separe", también cayó en desuso, intelecto de por medio, y nadie vacila en dar por terminada la relación cuando las circunstancias de la vida, hacen del casal un infierno peor que el prometido por el pecado del divorcio.

De todas maneras, la integración de una pareja, es una de las grandes ataduras a las que voluntariamente nos sometemos, claro con la salvedad que tanto el modelo como la duración son enteramente variables.

Pero la ruptura de la unión siempre resulta traumática, deja cicatrices indelebles en ambas partes y frecuentemente trastornos psicológicos en la descendencia, que pueden llegar a manifestarse tardíamente, cuando el fracaso matrimonial ocurrió en la niñez y las consecuencias solo se advierten en la edad adulta.

Las ataduras para con los hijos son definitivamente indelebles, si bien es cierto que suelen pasar por períodos en que éstas se relajan o se estiran, pero jamás se cortan, en realidad no se pueden cortar aun cuando las relaciones y el diálogo estén suspendidos, por la sencilla razón de que son parte nuestros cuerpos.

Otra de las ataduras fundamentales, es la que tiene que ver con la vida laboral, donde el iniciado debe acatar directivas y exigencias, de cuyo cumplimiento estricto depende la permanencia en la labor. Por lo general son varios los escalones que debe ascender para abandonar su condición de soldado raso, a sub oficial y finalmente a oficial, siendo muy escasas las posibilidades de llegar al generalato.

La mayor parte de su vida laboral, en especial en el ámbito privado, transcurre bajo el temor del cese de su actividad, por numerosas razones, aunque en el fondo siempre lo es por que dejó de serle útil a la empresa que lo usó mientras duró el rédito que le significaba su labor para la misma.

El asalariado no advierte, al menos al principio de su relación laboral, que está siendo vilmente utilizado por la empresa, desde salarios en negro por tres meses hasta horarios que no contemplan las necesidades fisiológicas de sus empleados.

Años atrás, una cajera de VEA Dalvian, embarazada en forma evidente y con facies de no sentirse bien, me hizo preguntarle si se sentía descompuesta advirtiéndole que mi intromisión en su vida privada se debía al simple hecho de ser médico y quizás podía ayudarle. Cuál no sería mi sorpresa al escucharle decir que estaba muy incómoda porque no le permitían ir al baño con la frecuencia que su estado le demandaba, la obligaban a usar pañales y se sentía húmeda y sucia. Simplemente atroz.

Ya lo dije en un escrito previo que cuando multimillonarios anuncian la construcción de otro gigante súper mercado que brindará 1230 puestos de trabajo, esconden que tienen otros tantos grilletes que atarán a los tobillos de los nuevos empleados, por cuanto no tienen más remedio que aceptar las condiciones laborales que la empresa les exige.

Ésta es una de las más crueles ataduras por cuanto se aprovechan de la necesidad de trabajo para la subsistencia de unos pocos que rendirán por muchos.

En este rubro prevalecen las mujeres, con el consiguiente desapego con su familia, en especial los niños que tanto necesitan de la presencia materna y de su guía y control.

La única esperanza real para liberarse del confinamiento es la jubilación allá lejos en el tiempo y si es que una enfermedad laboral no se interpone en su camino y pasa al lamentable estado de pensionada por invalidismo con una notoria disminución en sus ya escasos emolumentos.

Las grandes masas de vacacionantes durante los fines de semana largos, mueven a los acólitos del poder a hacer la socarrona pregunta de cómo es posible que tanta gente viaje cuando permanentemente se quejan de que el salario no les alcanza para vivir, expresión que encierra una cínica defensa del más que pésimo gobierno que hoy maneja las riendas del más que desbocado caballo de la economía.

Yo se lo explico en dos palabras: son dos o tres días de liberación, para el que han ido ahorrando peso sobre peso, no tener que trabajar, lavar, planchar y cumplir con sus deberes como madres y esposas; en cuanto a los varones, para no verle la cara al cínico patrón y poder disfrutar de su mujer y sus hijos a los que casi nunca ve.

Y ahora por fin el epítome.

En forma por demás invasiva y permanente, nos tratan de convencer que la vejez es maravillosa, que los ancianos podemos hacer de todo como los jóvenes pero con mayor lentitud.

Mentiras. No es lindo ser viejo, pero sí tiene una ventaja que quizás no sabemos valorar en su justa medida, y es que los ancianos podemos liberarnos de muchas de esas ataduras que nos atormentaron durante nuestra vida activa.

Ya no hay patrones ni jefes despiadados; no hay horarios salvo los que nos fijemos nosotros mismos; ya no es obligatorio votar y sufrir la sempiterna disyuntiva de elegir al menos delincuente de los candidatos y luego experimentar el mea culpa de la equivocación.

Ya tenemos prioridades para no hacer colas o para ir sentados en los medios de transporte, para que nos atiendan en las oficinas públicas, plagadas de inservibles acomodados por el político de turno y que se refieren a nosotros con un falso afecto llamándonos abuelo, a los que suelo contestarles diciéndoles que no es mi nieto y que me atienda los más rápido y callado posible.

Esto significa romper la ligadura del temor a una reacción ofensiva o de la negativa a atendernos por haberlo tratado mal.

Ya no nos pueden quitar la casa por no pagar el impuesto inmobiliario, que cada año le da un mordisco proporcionalmente mayor a nuestros ingresos y siendo el único bien imponible dado que ya no manejamos automóviles por la maravillosa dificultad para ver propia de los viejos; es decir podemos sin temor, romper lazos con ATM que nada nos ha de pasar, y será problemas de nuestros deudos o de nadie si carecemos de ellos. Lo mismo ocurre con los servicios, no pueden suspendernos la provisión de agua, gas y corriente eléctrica.

La religión ya no nos sirve para obtener el perdón de nuestros pecados, por la sencilla razón de que ya no pecamos, y si seguimos creyendo y rezando lo es por convicción y no por conveniencia.

Ya no debemos tener relaciones convenientes sino amigos confidentes; ya no necesitamos "quedar bien" con nadie que no amemos, ni asistir a ridículas reuniones donde los viejos hacen de jóvenes con el consiguiente hazmerreir que provocamos. Otra atadura que se rompe en la vejez: la falsía de las reuniones sociales a las que tuvimos que asistir obligados y a disgusto.

También podemos obviar las tan famosas dietas "sanas", libres de grasas, lo más rico de la carne, y sí ricas en cuanto oligoelemento exista, sin faltar por cierto el omega 3 y una larga lista de vitaminas esenciales para asegurarnos una salud cuasi juvenil.

Mentiras de todos los Cormillots del mundo que supieron medrar del temor al colesterol y al ácido úrico, con la complicidad de las veteranas del jet set, que gracias a las maravillas de las maquilladoras ocultando manchas y arrugas, se ponen como ejemplo de energía, belleza y vitalidad mientras cabalgan un brioso alazán o sortean difíciles caminos de tierra montadas en carísimas bicicletas todo terreno, todo merced a la magia de las computadoras.

Si ya los asados y los buenos vinos no nos han dañado, menos lo harán ahora y podemos transgredir sin temor.

Me queda por fin una reflexión respecto a la muerte, a la cual nos une una ligadura también indeleble.

Esa ligadura no la desatamos nosotros sino que nos la corta Átropos. Vamos a morir sin ninguna duda, pero sepamos afrontar el instante final con la entereza que da el haber vivido una vida plena, sin aprovecharnos de nadie y dejando un buen recuerdo, aun cuando no plantemos un árbol ni escribamos un libro y sin tener un hijo aquellos que no pudieron o no quisieron.


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