El amor victoriano

La historiadora Luciana Sabina recuerda los rituales para ejercitar el amor en tiempos victorianos y enfoca el epicentro de Mendoza en La Alameda.

Luciana Sabina

A fi­na­les del s. XIX y principios del XX, ciertos comportamientos eran clave entre los miembros de la cla­se so­cial ele­va­da. Los sec­to­res económicamente me­nos fa­vo­re­ci­dos, con vo­lun­tad de pros­pe­rar y as­cen­der, imi­ta­ron los modos de los más prós­pe­ros.

Todo parecía estaba estrictamente ritualizado, desde el bautismo hasta el funeral. Con respecto al amor no había mucha diferencia.

Por ejemplo, en es­ta épo­ca no era fá­cil ver a mu­je­res so­las ocu­par me­sas en ba­res o con­fi­te­rías, esto era asociado con la pros­ti­tu­ción. Además, los ho­te­les de renombre no ad­mi­tían el alo­ja­mien­to a féminas so­las, por eso en países como Estados Unidos comenzaron a construirse hoteles para señoritas.

La pre­sen­ta­ción en sociedad era el punto de partida de toda carrera hacia un buen matrimonio. Se exhibía a las chicas en­tre los 17 y 20 celebrando un bai­le con dicho fin, algo así como una fiesta de quince. Podía presentarse a varias jóvenes al mismo tiempo organizando una enorme celebración.

La Alameda, en tiempos en que fue centro de la vida social.

La Alameda, en tiempos en que fue centro de la vida social.

Hombres y mujeres en "edad de merecer" podían interactuar en ciertos espacios y siempre vigilados por alguna chaperona. Uno de estos lugares era la puer­ta de la igle­sia tras la misa del domingo, otro el hi­pó­dro­mo y en el caso de Mendoza, La Alameda.

En caso de que se produjese cierta afi­ni­dad en­tre algún ca­ba­lle­ro y cierta da­ma, el hombre se convertía "fes­te­jan­te", algo así como un ami­go con ciertos intereses románticos. La señorita podía recibir a otros festejantes al mismo tiempo, siempre bajo la custodia familiar y sin exagerar, claro.

Si la cosa funcionaba y se lograba el con­sen­ti­mien­to de los pa­dres, el fes­te­jan­te pa­sa­ba a ser no­vio. Pa­ra mar­car es­te acon­te­ci­mien­to, le re­ga­la­ba a la muchacha "una sor­ti­ja de com­pro­mi­so" de acuer­do con el gus­to de su pro­me­ti­da. La cos­tum­bre era que ambos seleccionaran el ani­llo.

A par­tir del com­pro­mi­so se ini­cia­ba el no­viaz­go, no al revés como sucede en las películas norteamericanas. Las visitas siempre se daban con presencia de familiares para evitar cualquier atentado a la virginidad y a medida que se acercaba la fecha del matrimonio las mismas iban en aumento.

El amor victoriano

El no­vio de­bía ha­cer re­ga­los de bue­na ca­li­dad -co­mo joyas- du­ran­te el no­viaz­go, ella también podía hacer alguno. En caso de romper el compromiso se hacían mutua devolución de los obsequios. Además, el exno­vio de­vol­vía a la muchacha fo­tos y car­tas y és­ta de­bía que­mar las de su antiguo prometido (no se las de­vol­vía).

En caso de haber atentado contra el pudor de la dama la familia de ésta podía hasta retar a duelo al indecente pretendiente. El honor se cuidaba al punto de que las mujeres no podían dar sus retratos a cualquiera, algo que en la actualidad es impensado. 

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