24M: Dos generaciones perdidas

Julio Villalonga, director de Gaceta Mercantil y autor de varios ensayos histórico políticos argentinos, se expresa en el 45 aniversario del golpe de Estado de 1976.

Julio Villalonga

Este 45° aniversario del golpe de Estado cívico-militar más letal y siniestro de la historia argentina no es un aniversario más. Al menos dos generaciones de argentinos nacieron después de aquel hito, que marcó al país como muy pocos y con heridas indelebles, huellas que quedaron grabadas en el inconsciente colectivo y en las que poco se repara pero que tienen una vigencia frustrante.

La derrota en Malvinas aceleró el regreso de la democracia: aún en la tarea -por nadie pedida- de hacer la guerra, los profesionales mostraron su estado de decadencia, su irrespeto a los derechos humanos, su corrupción generalizada. No podía ser de otra manera: incubaban esas rémoras desde mucho antes, desde que derrocaron a Juan Domingo Perón, en 1955, por poner un mojón histórico notorio. A eso le sumaron la peor administración del siglo pasado con un mandante, el neoliberalismo local y global, que multiplicó la deuda externa por nueve, de 4.756 millones de dólares en 1976 a más de 45.000 millones siete años más tarde. Detrás de la cortina de humo ideológica del avance del comunismo, lo que avanzó fue la pobreza y la indigencia mientras un sector mínimo se enriquecía. El plan quedó probado en el juicio a las juntas, desde 1983 en adelante. Lo mismo que las razones de la derrota en el Atlántico sur, en el proceso iniciado en 1988, con la insólita defensa de la Fuerza Aérea, que argumentó que ella no perdió la guerra.

Pero después de nueve lustros quiero reparar en el pesado "legado" del golpe, que sufrimos aún hoy. Si Malvinas aceleró la debacle de las Fuerzas Armadas como "partido militar", la democracia nació coja. Aunque sus portavoces afirmaban en la primera década de la restauración de las libertades públicas que los militares "le ganaron la batalla a la guerrilla comunista pero perdieron la batalla cultural", en alusión a los propios procesos judiciales con miles de inculpados y condenados, la debilidad estructural del gobierno de Raúl Alfonsín muy pronto se hizo patente. Y en cuatro años enfrentaba la primera de cuatro rebeliones militares que buscaban que se desandara el camino de las condenas a la represión ilegal. El posibilismo de los radicales en el poder terminó llevándoselos a ellos mismos, pero arrastró además los tibios avances que había encarado esa administración. Desde entonces, con los movimientos pendulares que siempre exhibe la Historia, los retrocesos no han cesado.

La principal herencia fue el extremo individualismo de amplias capas de la sociedad que, unido a la pauperización cultural, se convirtió en una ecuación con términos que se retroalimentan de manera constante y que ponen al país al borde de crisis recurrentes. Que cada vez más argentinos caigan en la ignorancia con un sistema público devastado, que desconozcan el origen de los problemas nacionales y se condenen a repetirlos una y otra vez, votando incluso en contra de sus intereses, o que las fuerzas democráticas no puedan alcanzar una síntesis sobre el pasado que permita avanzar hacia acuerdos básicos de cara al futuro, son pruebas del "triunfo" cultural de la dictadura iniciada en 1976. Quedó en claro, en primer término, con el triunfo del menemismo en 1989. Sería el primer "revival" del Proceso de Reorganización Nacional, peor aún, conseguido con el voto a favor de un candidato presuntamente popular por provenir del peronismo y que consumó un enorme desfalco político y económico, el primero convertido en otro golpe, esa vez a la capacidad de la democracia para dar respuesta a los problemas básicos de los argentinos. El sistema ya no se recuperaría y el individualismo ganó a los dirigentes, dedicados a un canibalismo que nos deja donde estamos a siete décadas de la Revolución Libertadora/Fusiladora, con o sin pandemia.

La mentada "grieta" -en rigor se la puede descubrir desde la misma creación del virreinato del Río de la Plata- es apenas un síntoma de la enfermedad que nos corroe aunque es posible verla en casi todos lados porque -dicho sea de paso- la excepcionalidad argentina es un mito y tampoco en estos procesos sociales somos innovadores.

Mientras tanto, atender lo urgente deja de lado lo importante: cada uno se defiende como puede de las consecuencias de la crisis permanente, los que están a salvo siguen su vida y los que se benefician de este estado de cosas continúan con sus negocios políticos y sus corrupciones, públicas y privadas. Y las permanentes debacles económicas postergan la educación, una tarea de generaciones que hace mucho más que dos ciclos que no para de retroceder. El panorama no podría ser más desolador.

EL AUTOR. Julio Villalonga es director de Gaceta Mercantil.


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