Los viajes de mi vida

Una recorrida universal a través de la lectura de libros que marcan vidas. El Dr. Eduardo Da Viá ofrece aquí un testimonio de vida aleccionador.

Eduardo Da Viá

"No he estado en todas partes, pero están en mi lista". Susan Sontag (*)

Por fortuna, y ya avistando la nada que viene, puedo considerarme haber sido y aun lo soy un viajero incansable.

Viajé por el mundo, por ciudades y desiertos, por llanuras y montañas, bajo el sol abrasador del Sahara o por el temible y solitario hielo del Ártico y de la Antártida. Dormí en camas simples o dobles, en cuchetas y en catres, en cómodos colchones y en estrechas colchonetas, con el aditamento del calor del sonda o del frío de la montaña; me calenté con la hoguera hecha con cadáveres de coihues abatidos por los años a orillas de lagos maravillosos; incluso una vez en mi vida, temiendo por ella, dado el extremo frío ambiental, no tuve más remedio que sacrificar un búfalo salvaje, eviscerarlo y cobijarme dentro del enorme y caliente corpachón hasta la benéfica salida del próximo sol. A la sazón me encontraba caminando por el Yukon en pleno invierno, junto con mi amigo Jack London autor del cuento "Encender un Fuego"

Viajé utilizando casi todos los medios, al inicio con mis pies sosteniendo piernas temerosas, que cuando se afirmaron me liberaron para poder encaramarme en mi primer medio de transporte: el benemérito triciclo que hizo delicias de mis tardes veraniegas, en veredas amigables, sin riesgos y sin preventores a la vista, incluso en "arriesgadas vueltas a la manzana". También lo hice en un triciclo sofisticado: el remociclo, donde la potencia la ejercían los brazos y no las piernas, lo mismo que el monopatín cuando ya confiaba en mi capacidad de equilibrio, hasta que un inolvidable 6 de enero de 1948, Los Reyes me habían dejado una bicicleta Peugeot rodado 20, incluso en un momento de mi vida en que todavía creía en la maravillosa fantasía y previa colocación del infaltable balde con agua y cajita de cartón con pasto para los camellos la noche anterior. ¡Oh, bendita niñez!

La bici me abrió el pequeño mundo periférico a mi manzana y, viviendo en calle Pueyrredón al 200, junto con un primo coetáneo, viajábamos por el lecho del zanjón que divide la capital de Godoy Cruz hasta la avenida San Martín hacia el este y el colosal cerro de la Gloria al oeste, haciendo incluso cumbre en el Monumento al Gran Capitán.

El automóvil siempre estuvo presente en mi vida por cuanto mi padre poseía uno con lo que mi mapa turístico se amplió hasta Potrerillos, San Rafael y Lunlunta, localidad ésta que contaba con una agradable posada cercana al Río Mendoza, con alojamiento y comida casera, donde solíamos tomar breves vacaciones familiares.

Siendo niño aún y mucho antes de viajar en avión o en tren y barco, hice mi primer gran viaje y, paradojalmente fue una zona del mundo muy lejos de mi querida Mendoza que además estaba en guerra. De la mano de Homero y de sus dos famosas obras La Ilíada y La Odisea viajé a Troya donde tuve oportunidad de conocer a Agamenón, Menelao, Patroclo, Helena, Príamo, Néstor, Ulises, Aquiles. Todo esto montado solamente en un par de libros de la colección Billiken que me enseñaron a disfrutar del mejor medio de transporte: el libro.

Casi simultáneamente conocí lo que era un submarino y no contento con conocerlo, realicé un viaje de 20.000 leguas bajo el agua con la tutela de Julio Verne y así recorrimos Nueva York, India, Noruega, Francia, océano Pacífico, océano Atlántico, Océano Austral, mar Rojo, Mediterráneo, Sri Lanka, Creta y Polo Sur. Entusiasmado con mi entusiasmo, valga la tautología, Julio me invitó a acompañarlo para recorrer el mundo en 80 días, esta vez por la superficie terrestre y para finalizar, luego de meditarlo unos días dada la peligrosidad del hircocervo que pensaba emprender, me incorporó a la tripulación con que volamos hasta la Luna, mucho antes de que Amstrong, Collins y Aldrin siquiera nacieran.

Sí, el libro me sumergió en el mar, me llevó a la Luna y me hizo remedar la hazaña de Magallanes y Elcano que hasta ese momento habían sido los únicos en circunnavegar la tierra.

Y todo esto con solo 12, 13 o 14 años.

Unos años más adelante acompañé durante varias semanas a Robinson Crusoe en esa ignota pero paradisíaca isla, en cuya selva se guarecía mi amigo junto con su infaltable Viernes con quien por cierto también trabé amistad.

Luego vendría la aparición de los famosos libros de Life, dedicado cada uno a algún país o lugar extraordinario de este mundo, lo que me permitió llegar caminando al Polo Norte el 6 de abril de 1909, junto a Robert Peary y Matthew Henson y cuatro esquimales que llegaban por primera vez también en una excursión que había comenzado un 6 de julio de 1908.

Los viajes de mi vida

El intenso frío y las penalidades no solo no me amedrentaron, sino que despertaron en mí la ilusión de llegar también al Polo Sur.

Sabedor de las ideas del inglés Robert Scott, viajé mediante otro libro de Life: Gran Bretaña; fui a Londres y me contacté con el capitán, quien sorprendido por el entusiasmo que evidentemente yo demostraba, y con el antecedente de haber ya conocido el Polo Norte, me aceptó en su equipo en calidad de observador, pero con la advertencia de que tendría que trabajar eventualmente si la necesidad lo requería.

Robert Falcon Scott y su equipo arribamos finalmente al tan ansiado destino el día el 17 de enero de 1912, pero con la malísima noticia de que el noruego Roald Amundsen lo había logrado el 14 de diciembre de 1911.

Los expedicionarios ingleses estaban agotados y sin recursos para emprender el regreso y yo opté por cerrar el libro en la intimidad de mi dormitorio para luego enterarme que todos habían fallecido sin regresar a Londres.

Durante mi breve estadía en esa ciudad, la suerte me dio la oportunidad nada menos que de conocer a Rudyard Kipling, quien enterado de mi participación en la trágica aventura de su amigo Scott, me preguntó si no me interesaría conocer selvas inexploradas y juntos también vivimos infinidad de aventuras reflejadas en su famosa obra el Libro de las Tierras Vírgenes. El libro, premio en un concurso ortográfico organizado por el Prof. Calvo de literatura en 1956 y que yo ganara, me había llevado a la India 45 años antes.

De regreso a Londres y tomando un café, Rudyard me dijo - Aquel Sr. de Traje Gris es Washington Irving, está preparando un viaje a la Alhambra para escribir su historia, quizás acepte tu compañía, es amigo mío y le diré de tu entusiasmo como viajero lector. El aludido escritor aceptó con gusto y juntos partimos al sur de España, Granada, donde lo esperaban los jerarcas de la época para darle la bienvenida.

Washington permaneció meses escribiendo sus "Cuentos de la Alhambra", yo me volví impresionado de la arquitectura nazarí.

A los sesenta años volví en alma y cuerpo y cuál no sería mi sorpresa al descubrir una habitación cerrada y con un cartel que reza: Aquí vivió y escribió Washington Irving.

Demás está decir que, en la época previa a la bicicleta, viajé a Misuri y pasé unos cuantos días participando de las aventuras de Tom Sawyer y Huck Finn a orillas del río Mississippi.

Mi eterno agradecimiento a Samuel Langhorne Clemens, más conocido por su seudónimo Mark Twain.

A los 14 años me monté a la grupa de Martín Fierro y con él recorrí la provincia de Buenos Aires y la Pampa periférica; aprendí de payadores, matreros y garroneros; de indios conversos a guascazos y el horror de las encomiendas, supe lo que era la cruel leva y sus consecuencias.

Los viajes de mi vida

Hasta tuve oportunidad de compartir fogón con Estanislao del Campo y con Lucio Mansilla que andaban detrás de sus Fausto y Una excursión a los indios ranqueles, respectivamente.

Libros que marcaron mi vida y obran en mi poder, intactos.

Estando en Sevilla esperando embarcarme para la Argentina, me contacté con Edmondo de Amicis quien me reveló que esperaba a un niño que habría de embarcarse también con destino Argentina en búsqueda de su madre que había migrado a nuestro país en búsqueda de mejores horizontes, y que hacía meses nadie sabía de ella.

Sorprendido le pregunté si no se trataba de Enrique Bottini, el héroe del libro Corazón, y que en una de sus partes relata lo que se conoció como De los Apeninos a los Andes. Exacto me respondió Edmondo y sorprendido me preguntó si acaso lo conocía, y yo le dije que ese cruce lo hicimos juntos porque yo estaba en el Piemonte visitando parientes de mis abuelos y me enteré de la empresa que iniciaría Enrique, hablé con él, me ofrecí a acompañarlo y hemos llegado juntos a Sevilla pero está demorado por cuestiones de pasaporte, llegará pronto.

Llegados a la Argentina lo acompañé en su largo y azaroso periplo en búsqueda de su madre hasta que la hallamos ya muy enferma en Tucumán, donde por fin la encuentra casi moribunda; el médico le advirtió que no había más que hacer.

Advertida la madre de su presencia, fue tal la alegría que en pocos días mejoró ante el asombro del galeno quien le dijo -Tu amor la curó, Enrique.

Me he extendido en este libro por que fue uno de los que más me emocionó cuando lo leí y además me obligó a atravesar Europa de este a oeste guiado por el cariño de mi amigo a su madre.

Mi padre, buen conocedor de mi afición a la literatura me traía libros de Buenos Aires adonde viajaba por razones laborales.

En uno de esos viajes me trajo Beau Geste (Bello Gesto) escrita en 1924 por Percival Christopher Wren y que narra las vicisitudes de la famosa Legión Extranjera Francesa en pleno Sahara, demás está decir que me alisté y viví una de las aventuras más bonitas de mi vívida imaginación y fue ahí donde conocí las arenas doradas e hirvientes de día, gélidas de noche.

Recorriendo Francia como mochilero y haciendo dedo, después de varios fracasos, se detuvo un auto cuyo conductor me hizo señas para que subiera, al acercarme al vehículo surgieron sendos holas con lo que quedó develado el problema de los gentilicios, ambos éramos argentinos, y cuál no sería mi sorpresa al comprobar que el conductor era nada manos que Cortázar, nos presentamos y dijo - Con que también argentino, será un gusto llevarte, iremos a París por la Autopista del Sur.

Yo lo conozco a Ud. le fije tímidamente, es Julio Cortázar.

Sí, en efecto soy Cortázar y vivo en París ¿vas para allá?

Sí, yo recién empiezo a recorrer Francia, pero a Ud. lo conozco de la época en que fue profesor en Filosofía y Letras en Mendoza.

Todo fue bien hasta que sobrevino el gran atasco y que le diera a mi genial conductor tema para escribir esa joya: La autopista del sur.

Estos viajes y muchos más fueron fantasías de joven lector; con los años vendrían los viajes reales por Argentina, casi todas las Américas, el Caribe y casi toda Europa occidental desde Finlandia, Suecia y Grecia como destinos más orientales y hasta España y toda la Europa Central.

Dos viajes me marcaron para siempre, uno a la República Dominicana que me permitió vivenciar como los pobres se aprovechan de los paupérrimos; dominicanos y haitianos respectivamente triste ejemplo de la desigualdad y la maldad humanas.

Pero debo destacar el más significativo de mis viajes reales, fue cuando marché a Epidauro, en el Peloponeso, a visitar el Santuario de Asclepios, Dios griego de la Medicina y reverenciado en todo occidente, Esculapio para los romanos. Lo hice ya al filo de mi jubilación y habiéndolo recorrido decenas de veces en mis libros al respecto.

Sentarme en las ruinas de lo que fuera el Hospital, me transportó en el tiempo y me imaginé intercambio ideas acerca de casos difíciles con el bueno de Asclepios.

Él fue precisamente el que me llevó al anfiteatro, famoso en todo el mundo y el segundo mejor conservado del orbe donde me explicó que allí tenían lugares los espectáculos artísticos: música, teatro, bailes, danza y canto, porque ellos también curan.

Hoy existe la musicoterapia para varias de las afecciones, en especial psíquicas, hace más de tres mil años la aplicaba el gran Sanador.

Ya no viajo en el sentido de desplazarme geográficamente, pero sigo acudiendo al libro, el más consecuente de los viajeros, que siempre tiene un lugarcito para mí y estoy seguro de que me acompañará hasta mi última morada.

Hoy la economía argentina dificulta el viajar, pero siempre habrá un libro que te lleve donde tú quieras.

Además, gozamos en Mendoza, del privilegio de tener varias bibliotecas públicas, de tal suerte que leer es gratuito.

(*) Susan Sontag fue una escritora, novelista, filósofa y ensayista, así como profesora, directora de cine y guionista estadounidense de origen judío.


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