Empezá a releer desde aquí "El Interior", de Caparrós
Un fragmento gratis de uno de los dos preciosos volúmenes de "El Interior", uno de los numerosos libros de Martín Caparrós. Y ya salió a la venta lo nuevo: "Antes que nada".
La partida
Si es por buscar, mejor que busques -solía decirme- lo que nunca perdiste.
Yo a veces lo escuchaba, a veces no. Y ahora me pregunto por qué pienso en mi padre, tan argentino por opción -tan su acento español-, mientras termino de cargar el Erre con mis cosas, me subo, me aprieto el cinturón, le doy arranque.
A veces lo escuchaba.
Si es por buscar, mejor que busques, me decía. Yo sé que debería buscar algo; debería encontrar, primero, qué: puede ser largo. Quizás se llame la Argentina -pero me cuesta mucho pensar qué será eso. La Argentina es un invento, una abstracción: la forma de suponer que todo lo que voy a cruzarme de ahora en más conforma una unidad. La Argentina es una entelequia: casi tres millones de kilómetros de confusiones, variedades, diferencias, inquinas y querencias y un himno una bandera una frontera mismos jefes y, a veces, mismos goles. La Argentina es el único país al que nunca llegué. Erre arranca.
Hasta llegamos a creer, de tanto en tanto, que nuestra historia es una sola.
Vecinos, conciudadanos, tengo una mala noticia para darles: nos pasamos la vida haciendo equilibrio en una línea inexistente. Somos una línea inexistente. Si estamos en Buenos Aires tenemos dos opciones: de un lado está el interior, del otro el exterior; podemos ir al interior o al exterior. Si el interior y el exterior juntos forman un todo, entre los dos no hay nada: nosotros somos esa nada. Siempre lo sospechamos -y por eso, quién les dice, el tango.
Para subir a la autopista -en Buenos Aires todavía- cruzo un olor de parrilla y lapachos en flor. Como si la ciudad que relegó al interior al interior también tratara de afirmar su pertenencia a aquel folclore. Es probable que, para nosotros porteños, el interior sea más que nada un folclore: la zamba, la pobreza, el feudalismo, la pachorra, la inmensidad vacía -distintas formas de folclore. Para mí, supongo, también: tengo que verlo para no creerlo.
Ya en la autopista un cartel me tranquiliza: "Autopista vigilada por cámaras de TV". Quiero creer que estoy yendo a lugares que no están vigilados por cámaras de TV, que en realidad no están siquiera mostrados por esas cámaras que hacen real o falso lo que miran o dejan de mirar. Quiero creerlo, pero no estoy seguro.
Sería tranquilizador poder decir que busco alguna esencia de la patria o, por lo menos, razones para pensar que somos algo todos juntos. Sería un alivio tener una misión. Pero no aspiro a tanto. Me contentaría con saber qué estoy buscando. Quizás, en el camino, lo consiga.
Leé un fragmento del libro "Sarmiento, el presidente que cambió a la Argentina", de Balmaceda
Es fácil salir de Buenos Aires. Salir de Buenos Aires no significa nada: cualquier porteño sale de Buenos Aires todo el tiempo, porque Buenos Aires incluye sus salidas, sus alrededores: al oeste y te estás yendo a Ezeiza, al norte y al Tigre o a Pilar, al sur y parece que fueras a La Plata. A primera vista parece que salir no fuese salir, sino ir a los satélites.
Pero eso cambia cuando el viajero sabe que se va lejos: entonces, la misma salida se transforma en algo muy distinto: el principio de un viaje. Y es un esfuerzo de la imaginación: el principio de un viaje siempre es un esfuerzo de la imaginación -como las despedidas. Las despedidas son ese momento extraño en que la ficción es necesaria, en que dos o más personas se entristecen y duelen por una separación imaginada, una distancia que todavía no existe -que va a existir pero que, en el momento del adiós, no es más que fantasía.
Hay una idea, muy bien establecida, que pretende que el Interior es la verdadera Argentina. En lo bueno -tradición, religión, historia viva, etcétera- y en lo malo -tradición, religión, historia viva, etcétera-. Frente a la solidez de esas raíces, Buenos Aires es lo lábil, lo sin identidad, la mezcla -más o menos- pervertida. Hay una idea -previa, necesaria- de que existe una verdadera Argentina, y otras falsas.
Voy sin tocar el suelo. Las autopistas no están apoyadas sobre la tierra: levitan a treinta, cuarenta centímetros -como aquella alfombrita de Ray Bradbury. El cuento era ingenioso: un grupo de turistas viaja al remotísimo pasado -tiempo de dinosaurios-, pero la empresa que los lleva les dice que tengan mucho cuidado de no interactuar de ningún modo con el entorno, porque cualquier pequeña modificación podría causar efectos tremebundos en el futuro donde viven. Para asegurarse de que no habrá accidentes, la empresa los hace caminar por una especie de sendero tendido a cincuenta centímetros del suelo, pero uno de los paseantes, sin querer, mata una mariposa. Más tarde, cuando vuelven a su tiempo, descubren que, por el accidente, toda la evolución ha sido otra y el mundo -su mundo- es una monstruosidad incomprensible.
Leé un fragmento aquí de "El mundo entonces", nuevo libro de Caparrós
Yo no pienso en buscar lo auténtico. No creo que lo "puro" sea más auténtico que la mezcla -y además lo puro argentino es, como todos, una mezcla apenas anterior. Voy, sí, a mirar un país que en muchas cosas es distinto de la ciudad en donde vivo.
Supongamos que el Interior empieza a unos cien kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, en cualquier dirección. En tal caso, el Interior es un país enorme, de 22 millones de habitantes y una superficie de 2.783.000 kilómetros cuadrados, con una densidad de 8 habitantes por kilómetro cuadrado; la Argentina tiene una densidad de 11; el gran Buenos Aires ampliado, de 1600 habitantes por kilómetro cuadrado. Por su extensión, el Interior es -como la Argentina- el octavo país del mundo, justo detrás de la India y delante de Kazajistán. Pero, a diferencia de mi ciudad, el Interior es un país semivacío.
Su producto bruto -cifras de 2004, las últimas completas- se puede calcular en unos 250.000 millones de pesos al año: como país, tiene un PBI comparable al de Perú o Kuwait. Cada habitante del Interior, entonces, tendría un ingreso anual promedio de 11.300 pesos -contra los 14.200 que se llevan los habitantes de la megalópolis Buenos Aires. La diferencia no es tan pronunciada, porque la equilibra la pobreza del Gran Buenos Aires.
Nada sería peor
que convertirme
en un decorador de interiores.
Mejor que busques, me decía.
A los costados de la autopista ya no se ven casas ni calles, pero esto sigue siendo Buenos Aires. El menemismo perfeccionó el concepto de Gran Buenos Aires achicando Buenos Aires: al transformarla en una ciudad más pobre y -dicen- más peligrosa, tuvo que integrarle zonas que antes no eran suyas. Para tranquilizar a los ricos inventó comarcas, que antes no existían, donde los acaudalados aprensivos pueden vivir estilo campo y trabajar en la ciudad. O sea que ahora hay signos de la ciudad hasta mucho más allá de la ciudad. Cuando el Erre deja atrás esos últimos signos -corralones, restoranes, el shopping, el gran hotel de lujo- está llegando al Interior.
¿Salir hacia el Interior sería entonces entrar?