Leé un texto de Beatriz Sarlo: "La máquina cultural"

Murió una de las intelectuales más prominentes del país. En homenaje, uno de sus textos.

Murió Beatriz Sarlo.

Intelectual de peso, tuvo las palabras exactas para definir momentos precisos de la Argentina, provocando discordia, probablemente cumpliendo su objetivo: que se piense y se discuta, sin acatar disciplinadamente.

A continuación, reproducimos un texto de los menos polémicos, que surgieron en el apogeo del kirchnerismo, perteneciente al libro "La máquina cultural".

En "La máquina cultural", Beatriz Sarlo cuenta tres historias: la de Rosa del Río, hija de inmigrantes formada en la Escuela Normal a principios del siglo XX, que llega a ser maestra y luego directora; la de Victoria Ocampo, emblema de la élite cosmopolita, que rompe con las reglas más bien conservadoras de su clase de origen para incorporarse a la nobleza de las artes y las letras; la de un grupo de jóvenes cineastas que una noche de 1970 filman cortos de vanguardia, experimentales, osados, y enfrentan el repudio de sus pares que, desde un proyecto militante, los tildan de frívolos. ¿Qué tienen en común estas historias para componer un libro tan particular? Ante todo, la maestría de narrarlas de modo que cada una hable por sí misma, eligiendo el registro que más conviene al "mundo" propio de los distintos personajes. Así, Beatriz Sarlo recupera la voz de la maestra para entender, en primera persona, hasta qué punto ella se enorgullecía de la institución que representaba, la única dotada de autoridad para impartir valores morales y patrióticos a los alumnos, y a qué extremos era capaz de llegar para cumplir su misión. 

Así también, compone un perfil complejo y atrapante de Victoria Ocampo, y encuentra en su interés por la actuación, que supone apropiarse de palabras ajenas, la clave de su estilo y de su vida, marcada por el desplazamiento, la traducción, la relación intensa, apasionada, dramática, con textos y autores extranjeros. Por último, se vale de la crónica coral para contar el devenir de un involuntario happening en los años setenta, las discusiones más difíciles y acaloradas entre la vanguardia estética y la vanguardia política. 

"La máquina cultural" es al mismo tiempo un ensayo crítico y literario que se pregunta qué sucede cuando los dispositivos culturales y estéticos tocan un borde, cuando la confianza de quienes se apoyan en ellos se convierte en voluntarismo, cuando algo se sale de quicio y aparecen el malentendido o la sobreactuación.

CABEZAS RAPADAS Y CINTAS ARGENTINAS 

LEER Y ESCRIBIR

"Un hijo de un pobre labrador, habiendo ido un día a un pueblo, vio una multitud de niños que salían de la escuela con sus libros debajo del brazo. Se puso a conversar con uno de ellos, y le rogó le enseñase su libro y leyere un poco en él. El niño leyó un bonito cuento que hizo llorar al pobre labradorcito. Cuando llegó a su casa, cogió una canasta y se fue al monte. Allí formó una trampa para coger perdices y, volviendo al día siguiente, halló dentro dos muy hermosas. Las recogió y. dirigiéndose al pueblo, se encontró al maestro acompañado de algunos niños.

-Aquí traigo estas perdices para usted, le dijo.

-¿Y cuánto quieres por ellas?, Preguntó el preceptor.

-Señor, dijo el niño, yo no las vendo por dinero; porque aunque lo necesito para comprarme un sombrero y un par de zapatos, hay otra cosa que me hace falta. Mi padre no puede pagarme la escuela y si usted quiere enseñarme, yo le traeré de cuando en cuando perdices.

-Hijo mío, dijo el maestro, veo que te gusta más saber que vestirte bien y tener dinero y yo te enseñaré, sin que tengas que pagarme. Este niño aprendió mucho y fue un sabio"

La cartilla de lectura de primer grado era el único libro que había entonces, en 1889 o 90, en mi casa. Yo era la primera de los hijos, entonces cuatro, que iba a la escuela; ése era mi libro, pero también un libro que mi madre leía a la noche. No sé cómo me explicaron en la escuela la historia del labradorcito, ni sé si me la explicaron. Naturalmente, veinte años después, si yo, como maestra, hubiera tenido que explicarla, les hubiera dicho a los chicos que se consideraran felices, que ellos no tenían que hacer como el pobre labradorcito, no tenían que pagarle al maestro y salir a cazar perdices para poder aprender a leer porque en la Argentina lo habíamos tenido a Sarmiento. Pero en esa cartilla donde aprendí a leer no se hablaba de Sarmiento sino del sacrificio del labradorcito. De algún modo, mi madre debe haber pensado eso cuando a la noche, con dificultad, descifró la: lectura que yo había leído en la escuela a la mañana. Mi madre leía bastante bien, pero se tropezaba con algunas palabras: ella era italiana, había llegado a la Argentina de muy chica, se había casado a los quince años con mi padre, que eta gallego, y desde entonces había tenido cuatro de los ocho que serían sus hijos. Italiana rubia y fina, del Norte, piamontesa, de ojos claros, piel transparente; hablaba sin acento, se había olvidado completamente el italiano, no quería recordarlo, no quería recordar de dónde habían llegado los Boiocchi para trabajar de jornaleros y de sirvientas. Ernestina Boiocchi, se llamaba mi madre; su marido Manuel del Río, mi padre, le había enseñado a leer en las primeras planas del diario La Prensa. Ella, a su última hija, la hija de la vejez, que nació cuando ella tenía treinta y cinco años, le enseñó a leer, antes de mandarla a la escuela, también en las primeras planas de La Prensa, que mi padre traía de la casa de sus clientes. Pero cuando nació esa última hija, ya había algunos libros más en la casa.

Mi última hermana nació cuando yo estaba en cuarto año de la Escuela Normal. Mi padre me fue a buscar a la estación y me dijo: "Esta mañana nació su hermana, después que usted se fue para la escuela". Yo tenía mucha rabia y no supe qué decir. Le pregunté entonces: "¿Y qué nombre le van a poner?". Mi padre me dijo: "Decídalo usted, ya que está tan enojada". Y yo le dije enseguida, porque se ve que lo tenía pensado: "Póngale Amalia". Amalia, entonces, fue la hija de mis padres y también fue como mi hija: la vestía de muñeca, con puntillas blancas, para sacarla a pasear a la vereda en las tardes de verano. Era rubia y fina, como mi madre, aunque algunos malpensados decían que era hija mía, por la edad que yo tenía entonces, pero yo era morocha, como papá. Fue la única de las hermanas mujeres que no sólo fue a la Escuela Normal sino también al Profesorado. Sin embargo, fue la única que no pasó de maestra. Todas las demás fuimos directoras, muy reconocidas. Mi primera: escuela, como directora, fue la escuelita de la calle Olaya. Allí llegué én.1921, con la escuela recién fundada.

Nadie en mi casa, ni mi padre ni mi madre, pensaban que yo iba a ser maestra.

Desde muy chica trabajaba ayudando a mi padre en el taller de sastrería: él cortaba, mi madre hacía los chalecos y los pantalones, yo picaba las entretelas de las solapas. El salía a hacer las pruebas a las casas de los clientes; envolvía las ropas en una sábana de lino Blanco, se vestía bien, siempre anduvo bien vestido por su oficio, y se iba para el centro. Era el sastre de algunos señores distinguidos, me parece, pero nosotros no los veíamos nunca. Nosotros. yo, a picar solapas. Claro, mi padre sabía que yo tenía que ir a la escuela primaria y allí fui, primero a una escuela de una sola pieza, en este mismo barrio, que entonces se llamaba Villa Mazzini, donde la maestra estoy segura, de que no había ido a la Escuela Normal. Y, después, cuando mi hermano entró a primero inferior, nos pasó a la escuela más grande, que quedaba a veinte cuadras, frente a la iglesia redonda de Belgrano, veinte cuadras de barro, con mi hermano asmático que resollaba todo el invierno. Pero. Esa escuela nos gustaba a los dos. Allí aprendía y las maestras casi no usaban el puntero. "Rosita", me decía la directora, "vos sí que sos aplicada y tenés buena memoria, buena memoria para los versos y los recitados y buena mano para el dibujo". Cuando nos daban los boIetines de calificaciones se los llevábamos a mi padre: todas buenas notas, los primeros de la clase. Y mi padre, como si no se diera cuenta, nos decía siempre lo mismo: "Echelos al puchero". A su modo, sin embargo, mi padre nos seguía. Al final de cada curso estaban los exámenes, que en ese entonces eran públicos: lectura, idioma nacional, historia argentina, economía doméstica, exposición de labores, ejercicios militares para los varones. Yo estaba muy nerviosa al verlo a papá en la escuela, llena de gente, de señores importantes como el inspector. Una vez, yo era muy chica, cuando los exámenes habían terminado y la gente se estaba yendo, me acerqué a mi padre y le dije: "Usted ¿qué hace, aquí con esas orejas?", porque mi padre, qué estaba muy bien vestido ese día, tenía unas orejas separadas de la cabeza, que a mí me parecían cómicas o me daban vergüenza.

A esa escuela iban chicas más finas y un día yo le dije a mi madre: "Mire, mamá, yo a la escuela: no voy más porque unas compañeras se burlan de mi vestido". Mi madre dijo qué yo a la escuela tenía que seguir yendo y que ella me iba hacer un abrigo que le iba a dar que hablar a todas. Así, de noche, cosimos una capita bleu, con, cuellito de terciopelo, que usé todo el invierno. Allá me iba yo muy contenta. Mamá le pidió a unos parientes ricos, que habían perdido dos hijos con el crup, que nos fueran pasando la ropa que no usaban y la de la chica que se había muerto ese invierno. Era la familia del hermano menor de mi padre. Las cosas son raras: mi padre había llegado primero de Santiago de Compostela y después había mandado venir a su hermano. Y ese hermano pudo comprar, no sé cómo, un registro de escribano, uno de los primeros registros, y le había ido bien. Vivían en la calle Charcas, con dos sirvientas. Mi padre le hacía los trajes a su hermano y supongo que el hermano le conseguía algunos clientes. De vez en cuando, la mujer de su hermano nos mandaba llamar. Le decía a mi padre: "Mándemela unos días a Rosita, que cose tan bien. Tengo algunos vestidos que arreglar". Y allá me iba yo. A la vuelta me traía toda la ropa que a ellos no le servía. Con mamá la arreglábamos para que la usaran todos los que venían detrás de mí. Pero la capita bleu, ésa mi madre la cosió de unos retazos nuevos, y era completamente nueva, con un canesú redondo, que daba toda la vuelta a los hombros y el cuellito perfectamente cortado y pegado que cerraba con dos borlas de pasamanería. Mamá y yo por el trabajo que hacíamos en taller de sastrería, éramos muy detallistas.

Cuando terminé sexto grado ya cuatro de mis hermanos estaban haciendo la

escuela primaria; mi padre quería que yo me quedara picando solapas en el taller porque eso era más barato que un aprendiz. Así estuve todo un año, picando solapas, lavando platos y hachando leña. Hasta que un día le dije: "¿Usted quiere que yo me quede toda la vida picando solapas?. Yo quiero estudiar para maestra y en la escuela me dijeron que se puede pedir una beca. Así que usted que conoce tanta gente (pensaba seguro en los clientes de mi padre) le puede pedir una recomendación a alguno". Y así fue. Mi padre le habló a un señor Zubiaur, que trabajaba en el Consejo Nacional de Educación. Y ese señor le dijo: "Mire, don Manuel, su hija terminó la primaria con muy buenas notas, así que la beca se la va a sacar, dígale que se quede tranquila". Y así fue. Una mañana de verano, mi padre compró el diario porque le habían dicho que iba a salir la lista de los becados, y allí estaba yo: Rosa Justina del Río. Con mamá nos pasamos todo febrero preparando alguna ropita para que yo fuera a la Escuela Normal, que quedaba en el centro. Yo era muy empacada y muy orgullosa y me imaginaba. que algunas copetudas se iban a reír de mí. Mi hermana segunda que ya estaba en quinto grado me iba a suplantar en el trabajo del taller de papá. Después de dos años, también ella fue a la Escuela Normal. Me acuerdo de que yo ya era más grande y lo encaré a mi padre: "¿Usted quiere que Manuela se quede toda la vida acá picando solapas?", le pregunté, como le había preguntado por mí. "¿Y usted qué quiere?", dijo mi padre. "Que vaya a la Escuela como yo." Y allí salió Manuela, a la Escuela Normal, donde ya las cosas eran más fáciles, porque yo podía ayudarla con los libros que se habían ido comprando con la plata de mi bequita. Esa platita sirvió para todo: pagaba el tranvía hasta el centro, ida y vuelta, me compraba alguna tela para mi ropita y también algo para mis

hermanos más chicos. Plata en comer, los días que me tenía que quedar a la tarde en el centro, no gastaba, porque la cuñada rica de mi padre le dijo: "Si Rosita tiene que comer en el centro alguna vez, usted le dice que se venga para mi casa y aquí come lo que sea necesario". Yo comía lo que dejaban mis primos, todos unos chicos muy malcriados, que no querían estudiar e iban a la confitería París a tomar helado con masas antes del almuerzo. Ninguna de mis primas estudió para maestra ni para nada. Me decían: "Vení, Rosita, contanos cómo vas a hacer cuando seas maestra" y se reían, las ignorantes. Después, cuando fueron grandes y se fundieron la plata del padre, me empezaron a respetar: claro, entonces yo era directora de escuela y me había podido pagar un viaje a Europa.

La escuela

"Queridos niños, ¿sabéis lo que es la escuela? Me parece que todos estáis diciendo alegremente que sí. ¿Quién ignora que la escuela es el establecimiento a donde acuden los niños a instruirse y educarse, es decir, a recibir conocimientos útiles como la lectura, escritura, aritmética, etc., y adquirir nociones de los deberes que tienen para con Dios, la patria y la sociedad en que viven?

La escuela es la gran antorcha colocada en medio de las tinieblas de la ignorancia; en su recinto están los maestros, apóstoles de la ciencia, encargados de reunir en torno de ellos a los niños para disipar, con la luz de la verdad, las sombras que obscurecen las inteligencias sin cultivo, y enseñarles a distinguir el bien del mal, grabando en sus corazones los medios de practicar la virtud y huir del vicio.

La escuela es el templo de la patria, en él que vuestros cariñosos maestros os enseñan los hechos gloriosos de nuestros ilustres antepasados, en ella hay erigidos altares a los grandes próceres: San Martín, Belgrano, Moreno, Rivadavia, Sarmiento son las imágenes que veneráis, como un tributo de gratitud que pagáis a sus esfuerzos.

Nuestra país ocupa ya un lugar importante entre las naciones adelantadas del globo, por el estado de adelanto de su instrucción. pública, casi no queda un pueblo en la república que no tenga escuela para educar a sus niños.

[...] No olvidéis nunca la escuela donde recibisteis la primera instrucción y cuando seáis hombres y paséis por uno de esos edificios, descubríos con respeto cual sí pasaseis por la puerta de un templo, puesto que sabéis que ése fue el de vuestra educación."

Antes de ingresar a la Escuela Normal, yo. era una salvaje. Picaba solapas y trataba de conseguir la mayor cantidad de comida posible en la mesa y en la cocina. Mi padre faenaba una vez por año y colgaban los chorizos de chancho en las vigas del techo de la cocina. Nos tenían que durar todo el año y mamá los usaba ahorrando lo más posible. A mí me enloquecían esos chorizos, eran como una golosina, la única que conocía porque en casa no había nunca golosinas. A la siesta, trataba de cortar algún pedazo y allí me iba corriendo, me trepaba a un árbol y me comía el chorizo con pan. Era como un animalito. En casa no había más que las varas de género del taller de papá y la cocina de mamá. Fiestas y salidas, ninguna. Para los carnavales, cuando ya fuimos más grandes, íbamos al corso de Villa Urquiza, si alguna amiga más pudiente nos invitaba a su palco. Pero antes de eso, los carnavales del barrio no eran muy bien vistos por mi padre, porque allí se mezclaba un mal elemento; en las comparsas. "No quiero que sean unas gauchas", dijo mi padre y nosotras obedecimos sin chistar. En mi casa, ni siquiera los varones salían mucho de parranda. Cuando ingresé a la Escuela Normal, se me abrió un mundo. Algunas profesoras y profesores eran señores distinguidos, que hablaban muy bien y que nos recitaban poesías o contaban historias de las que yo no tenía la menor idea: los egipcios, la Mesopotamia, el Renacimiento. Hasta la historia argentina parecía diferente. Un profesor de literatura nos repartió libros de distintos poetas. A mí me tocó Manuel Acuña, el del "Nocturno a Rosario", que, muchos años después, una hermana mía aprendió a cantar con guitarra. Teníamos que observar clases modelo, quedarnos todo un día siguiendo la tarea de un grado en la escuela de aplicación, hacer demostraciones de clases, las prácticas, y me familiaricé muy rápidamente con muchísimos libros de lectura, los libros que yo iba a enseñar cuando fuera maestra, y muchos otros. Incluso nos enseñaban. francés, algo que yo pensaba que sólo aprendían las chicas de buena familia. Allí aprendí a escribir composiciones, siguiendo modelos literarios, caligrafía, dibujo lineal, hasta. cosmografía y química.

"Al tratar la educación intelectual de las alumnas han recibido conocimientos de Psicología Experimental, que en la actualidad se abre caminos, han estudiado el cerebro; puntos de Frenología, aceptando el poder de los instintos e inclinaciones naturales heredadas, no para exagerar el positivismo cayendo en el fatalismo y en el materialismo, sino al contrario para hacer sentir doblemente el dominio del espíritu sobre la materia, la influencia de la educación que perfecciona las entes naturales y corrige casi siempre los vicios y defectos, que sin ella se transmitirían por la herencia de generación en generación, siendo indispensable, por lo tanto, preocuparse de las causas que originan estas imperfecciones para corregirlas por medios educativos de orden físico en muchos casos y de orden intelectual y moral en otros. [...] Al estudiar el método apropiado a la enseñanza de cada materia, se ha procurado que las alumnas maestras se den cuenta exacta de los fines de la escuela primaria: el fin individual, práctico para la felicidad y el progreso del hombre; el nacional para que hagan conocer la patria y perpetuar sus glorias; la cultura estética y el fin superior del progreso humano que eleva las tendencias del alma a Dios como síntesis de la verdad, la belleza y el bien."

Recuerdo que un profesor nos contó la historia de Los novios de Manzoni y yo me conseguí ese libro. Fue la primera novela que leí en mi vida. De todas formas nunca fui muy lectora de novelas. Pero estaban los libros de lectura para chicos, y las geografías y los libros de historia y las láminas de astronomía. En realidad, en la Escuela encontraba cosas que jamás se me habían pasado por la cabeza antes, que nunca había soñado que pudieran existir. Ni mi padre ni mi madre

hablaban con nosotros de Europa, de los lugares de donde habían venido. Para ellos era como si esos lugares hubieran dejado de existir. Mamá nunca quería pasar por italiana, por esa se había olvidado del idioma y hablaba como si hubiera nacido aquí. Entonces, el mundo empezó para mí en las clases de la Escuela Normal, aprendiendo lo que después iba a enseñar como maestra y aprendiendo a enseñarlo de un modo bastante diferente de como me lo habían enseñado a mi.

Yo siempre fui una maestra muy moderna y eso creo que empecé a practicarlo todavía mientras estaba en la Escuela. No me quedaba con el único librito que me señalaban. Volvía a mi casa y me fijaba cómo eran los libros de lectura que tenían mis hermanos menores, los libros de cada año. Me parecía que esos libros eran muy importantes. Claro, en casa no había otros libros, ni revistas (a veces, muy de vez en cuando, mamá compraba un folletín que pasaban vendiendo casa por casa, pero creo que eso fue más adelante, cuando ya empezaba a haber un poco más de plata, porque yo empezaba a trabajar, a veces algún diario, pero nada más. Tampoco libros religiosos porque ni mamá ni papá eran muy de ir ni de mandarnos a nosotros a la iglesia. Con decir que no recuerdo si aprendí el catecismo. En fin, los libros que había eran los de la escuela y ellos eran toda la letra impresa que entraba en esa casa, lo cual ya es bastante decir si se compara con lo que pasaba en el barrio, donde ni siquiera estaban los libros de la escuela. Villa Mazzini, el barrio, era un andurrial en 1900. Papá era miembro de la sociedad de fomento, que puso la veredita de piedra hasta llegar a la calle Pampa donde había algo de afirmado, pero de todos modos caminar hasta la estación Belgrano era una aventura en el barro cuando llovía, y llovía bastante, más que ahora, me parece. Entonces, los libros de la escuela eran lo único que me sacaba del barrio y me hacía pensar que había otro mundo. Hablaban de cosas que yo conocí durante mucho tiempo sólo por verlas escritas, y también hablaban de ideas que en casa no se habían pronunciado nunca.

"Desde ayer tenemos un nuevo compañerito. Casi no sabe hablar castellano.

Hace dos meses que llegó a la República Argentina. Ha nacido en Italia.

Es muy bueno y ya se ha hecho amigo de todos

Nos contó que viajó durante varios días en un gran buque, que salió del puerto de Génova, en Italia.

También nos dijo que por largo tiempo, mientras atravesaba el océano Atlántico, no veían más que agua y cielo.

Al preguntarle si extrañaba su pueblo, nos contestó que sí, pero que ya quería mucho a la República Argentina."

Confraternidad entre argentinos y extranjeros

"Ya habéis aprendido muchas cosas que se relacionan con la patria y con la sociedad, sabéis también que a los nacidos en otros países, bajo otras banderas, se les denomina extranjeros.

¿Y a qué vienen los extranjeros a este país? ¿Prestan algunos servicios?

- Os diré, amigos míos: los extranjeros vienen con el objeto de labrar la tierra, ejercer industrias y tomar parte en nuestro comercio. Ellos son nuestros amigos y colaboradores del progreso; los servicios que prestan no son pocos: enseñan al hijo del país las industrias de su patria y le ayudan a conocer el provecho que puede sacar se de los productos de la tierra."

Esto se lo leí en voz alta a mi padre, de pícara nomás, para ver qué decía. Y dijo: "Yo aquí vine para no morirme en la mar, no vine a enseñar nada y aquí me enseñaron este oficio que tengo". Yo no sé si a mí me gustaba mucho leer. No puedo estar segura si era un impulso de ésos que no se pueden parar, como fue el caso de mi segunda hermana, que se escondía para leer y que no la descubrieran. No estoy segura de que me gustara tanto leer. Más me gustaba coser y dibujar, creo que tenía mejor mano para esas dos cosas. Pero lo que sé es que leer, a partir de un momento, para mí fue algo así como la televisión es ahora para la gente: veía lo que no veía en otro lado en las páginas de los libros. Estaban las poesías: yo nunca había escuchado una poesía hasta llegar a la escuela y en la primaria siempre me parecieron demasiado pocas y siempre las mismas. En cambio, en el Normal tenía todas las poesías que estaban en los libros a mi disposición y como siempre tuve buena memoria, las aprendía para recitarlas, las recitaba en casa, a mis hermanos y hermanas. Muchas poesías patrióticas, pero bastaba que fueran poesía, que sonaran con el ritmo y la rima, ya eso era una cosa distinta, como un juguete se podría pensar, porque no sé cuánto entendía de esas poesías. Bastaba que tuvieran una rima, algo que se pegara al oído y a la memoria y que es distinto de la forma en que se habla habitualmente. Una de mis hermanas menores era loca por esos recitados y, cuando ya hubo un poco más de plata en casa, compramos un libro de Allemany Villa que reunía una cantidad enorme de poesías para recitar: "Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo vida"; "El" poeta joven de la dulce Francia que lleva sin mengua su estirpe gloriosa ha estampado en versos de suave fragancia como la más bella la página rosa. Yo elijo la blanca..."; "Ven para acá me dijo dulcemente mi madre cierto día", a ésa la habíamos aprendido de un libro de lectura, no. estaba en el Alemany Villa. Le enseñé a mi hermana a preparar su propio cuaderno de poesías, como si fuera un álbum de los que las señoras finas tenían entonces; mi profesora de idioma nacional nos había dado esa idea para cuando llegáramos a maestras de grado.

El cuaderno de Andresito

"Andresito, al llegar a su casa, lo primero que hizo fue poner en orden sus libros y papeles; aquellos amigos queridos, con los que había. pasado tan buenos: momentos.

Entre ellos halló su cuaderno predilecto, el cuaderno de versos, canciones y apuntes que había ido coleccionando durante todo el año; y comenzó a recorrer sus páginas.

En algunas había estrofas y cuentos muy bonitos, anécdotas históricas y lecturas, con todo lo cual Andresito hizo un legajo especial para repasar y distraerse en vacaciones evocando los dulces y alegres recuerdos de la escuela."

Entonces, la lectura no fue para mí una vocación, nada de eso, como lo es en otras personas, sino una necesidad: la radio no existía, las revistas eran demasiado lujo para nosotros, quedaban los libros de la escuela. Por eso, siempre que fui maestra y directora le di una importancia fundamental a la lectura. Siempre creí que teníamos que lograr, aunque sólo fuera eso, chicos que pudieran leer bien. Yo sé que hubo muchas discusiones sobre lo que la escuela debía ser para los chicos más pobres: qué cosas teníamos que enseñar que les sirvieran a quienes ni siquiera iban a terminar los siete grados de la primaria, cómo teníamos que relacionar la educación con lo que esos chicos iban a ser en la vida. Esas discusiones no las hacíamos tanto los maestros como en el Consejo de Educación y yo me enteré de ellas después de haber estado al frente del grado bastantes años. Pero, a mí la experiencia me servía de sentido común. Yo sabía que esos chicos tenían que aprender a leer bien, incluso era más importante que supieran leer a que supieran escribir. Aunque claro, también tenían que saber escribir una carta. Si aprendían a leer, después podían seguir solos. Otras cosas podían ir aprendiendo fuera de la escuela, pero no a leer sistemáticamente y lo más rápido posible por que yo no tenía ninguna garantía de que esos chicos se quedaran todo el año en la escuela: la gente iba Mucho de un lado para otro, los padres se enfermaban o se morían, en fin, pasaba de todo en las familias y muchas veces un padre o una madre, a quien yo iba a ver porque su chico no aparecía más por la escuela, me decía que estaba obligado a mandarlo a trabajar. Y frente a eso, punto, ¿o tenía que llamar a la policía y llevar un agente a ese conventillo para hacer que se cumpliera la ley? En el caso de los varones, a veces aprendían después en el servicio militar, pero para las niñas dejar la escuela era el fin. Un hermano mío, empleado de ferrocarriles y destinado a una estación en el medio del desierto, al norte de la provincia de Córdoba, allá por 1915 o 1920, vivía como pensionista en la casa de un paisano, don Valentín García, cerca de Cruz del Eje. Este paisano tenía varios hijos, todos analfabetos y le pidió a mi hermano que le enseñara a leer a esos muchachos ya grandes, a cambio de la casa y la comida. Y él, mi hermano, les enseñó, escribiendo sobre hojas de papel de astraza y usando el suelo como pizarra. Después uno de esos muchachos entró en la Escuela de Aviación y nunca dejó de visitarnos. Y si yo me iba de vacaciones y descubría que alguien no sabía leer en el lugar donde yo estaba, allí mismo armaba una cartilla y dale que dale a hacer la escuelita. Para mí no había chico, por más burro que fuera, que no pudiera aprender a leer.

A los maestros y a los padres de familia

"Todos reconocen que el libro de lectura es el único que debe darse a los niños en los primeros grados de la escuela y el más importante siempre en ésta por razones bien conocidas. Factor principal en la instrucción del niño, debe serlo aún más de su educación y de su educación moral en primer término, en

armonía con lo que debe constituir también la acción primordial de la escuela. No me hago ilusiones respecto de la influencia educadora de ésta, sobre todo bajo el punto de vista de la formación de hábitos morales, porque el niño llega a ella después de seis años, cuando el hogar ya ha impreso en su alma su sello bueno o malo y continuará influenciándolo sin que su acción; cuando es perjudicial, pueda ser contrarrestada de una manera decisiva por el maestro. Pero la escuela es por lo menos un factor, si no decisivo, importante. A dar mayor poder a su influencia debe tender el esfuerzo bien inspirado del educador.

Tampoco me hago ilusiones sobre el efecto de la enseñanza de la moral directa dada por el maestro en forma de lecciones y horarios fijos. Por fortuna mucho hemos mejorado en este sentido; pero aún queda quien enseña en la escuela primaria con el texto de la moral teórica.

[...] He procurado dar lo que llamaré la nota moral, que es la. dominante. en este libro, en forma. tal que impresione al niño, hablando con ella más a su corazón que a su inteligencia; y aun en los capítulos más instructivos que educativos, he aprovecharla todas las ocasiones para intercalar, siguiera incidentalmente, una sugestión moral.

[...] En este libro se hallarán, de intento deslizados a cada paso, consejos o sugestiones. relativos, no sólo a moral, sino también a urbanidad, a lo que podríamos llamar pedagogía doméstica y a la higiene, tan lamentablemente descuidada.

[...] No he indicado ejercicios gramaticales, convencido de que al afán de dar prematuramente nociones de gramática, reglas ortográficas, etc. se debe en gran parte el hecho de que no se ame la lectura y se lea tan mal como se lee. Tampoco he expuesto secamente las nociones instructivas, sino que las he presentado en forma de conversaciones, juegos, o como incidentalmente, en los cuentos, para no hacer áridas las lecturas.

Creo útil la práctica seguida en muchos países más adelantados, Alemania entre ellos, que consiste en hacer del texto de lectura algo así como el centro o eje de la instrucción escolar.

[...] No quiero concluir sin aconsejar a mis colegas, los maestros, que hagan lo posible por dignificar la enseñanza de la lectura corriente, procurando realizar con ella los tres propósitos apuntados a la cabeza de este prólogo: que al leer, el niño entienda, piense y sienta, si es posible."

Los chicos a los cuales yo iba a dar clases, cuando me recibiera, seguramente, iban a ser salvajes como yo. La verdad, no tenía mucha más filosofía que ésa: lo que era bueno para mí y mis hermanos, podía llegar a servir a los demás. Sobre todo, que. esos chicos pudieran ver si querían cortar telas como mi padre toda su vida, o hachar leña como mi madre, o si querían hacer otra cosa. Nunca, desde entonces, pensé que con las mujeres la cuestión era diferente. En mi casa nos hacían trabajar a la par, y a la hora del castigo y de las exigencias éramos todos iguales.

Yo ya me había hecho a la idea de que no me iba a casar, aunque parezca mentira, ya tenía esa idea y no por falta de pretendientes. Sabía que venía una cola de hermanitos detrás de mí y que en esa casa todavía quedaba mucho por hacer, muchas cosas que comprar para que eso se pareciera a una casa. Con la misma filosofía que pensaba para mí, pensaba que iba a hacer las cosas cuando fuera maestra. Después, sí las mujeres se casaban, mejor, pero, por lo menos, que no llegaran burras analfabetas al casamiento, para que los maridos las engañaran con las cuentas de lo que ganaban y lo que gastaban en el boliche. De verdad, nunca me planteé que las cosas fueran diferentes para mí y para mis hermanos varones: simplemente tiré hacia adelante. Al terminar la Escuela Normal conseguí enseguida un trabajo: parece una casualidad increíble pero fue en la misma escuela adonde yo había cursado primero inferior y de la cual papá me había sacado porque allí no se aprendía nada. Ahora volvía como maestra y tenía como alumna a una de mis hermanas menores. A ella yo le iba a enseñar a leer como no me habían enseñado a mí. Una vez por semana, decidí, íbamos a hacer una clase de lectura literaria: y elegí leer capítulos de Corazón de Edmundo de Amicis. Yo me dije: si estos chicos no aprenden a leer bien, a leer en voz alta, a seguir leyendo en la casa, a leerles a sus hermanitos con Corazón, no aprenden con ningún otro libro. Así que usaba para todos los días el libro de lectura con la idea de que lo que aprendieran en ese libro les hiciera posible leer o escuchar leer Corazón. A mi hermana, la lectura de Corazón le valió que la expulsara del aula varias veces, porque no bien empezábamos a leer, cualquier episodio, "Sangre romáñola" o "El pequeño escribiente florentino", pero creo que cuando pasó por primera vez fue con "El pequeño escribiente florentino", se emocionaba tanto que empezaba a llorar, sollozando. "Clara, salga de la clase." Y así se pasó la mitad del año en el patio, condenada a leer sólo del libro de lectura, aunque después, en casa, ella siguiera leyendo en Corazón los episodios que se había perdido en la escuela. A veces la sacaba a ella y algún otro alumno que estuviera atrasado en un tema de aritmética y los ponía a repasarlo. Recuerdo que yo me paseaba por el aula, mientras leíamos Corazón, y se sentían afuera las voces de las dos chicas haciendo una división: "Le está a..., le está a... Decíme a cuánto le está o te fajo a la salida".

En la pizarra, copiábamos poesías que no estuvieran en el libro y hacíamos dibujos con tizas de colores, como un marco alegórico a la poesía; copiábamos guardas de láminas que yo preparaba, y eran las únicas láminas que los chicos habían visto en su vida. Dibujos que conservábamos una semana. Así tenían delante, aunque no la aprendieran de memoria, una poesía por semana. Los padres de los chicos eran bastante brutos, aunque tenían mucho respeto por nosotras, las maestras. Una vez, en ese primer empleo en la escuela de mi barrio, fui a la casa de una de mis alumnas, que no aprendía la división por dos cifras pero tampoco mayormente ninguna otra cosa. Quería hablar con la madre, una planchadora genovesa, que hablaba con la boca casi cerrada en un castellano todo mezclado de dialecto. "Señora", le dije, "vamos a ver qué podemos hacer por Ana, que no aprende nada". Y la madre me: dice: "Vos no se preocupe, algún tonto va a acarrear con ella e si no trabajará conmigo". Las cosas no eran fáciles, pero tampoco eran siempre así. Tenía que conocer a los bueyes con los que araba. Yo pensé: si vos no te preocupás por tu hija, yo me voy a preocupar y ese año, cuando mi hermanita se ponía a llorar con Corazón, las sacaba a las dos

al patio para que mi hermanita le diera un refuerzo en aritmética.

Sobre todo, era muy severa con la disciplina: hay que imaginarse una escuela en estos andurriales, con chicos que venían de esas casas donde no había un libro y muchas veces los padres tampoco sabían leer, hay que imaginarse que esos chicos estaban acostumbrados a unas palizas fenomenales y yo había aprendido en la escuela normal que la palmeta no podía usarse, que no había que castigar a los chicos por nada del mundo. Yo que era muy joven, veinte años más o menos, tenía que ser muy severa. Pero ya entonces, antes de la moda de la escuela activa con la que estaba totalmente de acuerdo sin saberlo, yo pensaba que para mantener la disciplina los chicos tenían que estar ocupados en cosas que no los aburrieran, que los hicieran pensar y que pudieran terminar, ver terminado el trabajo, cada día; pensaba que se podía agrupar a los chicos según las dificultades que tuvieran y hacer que los más inteligentes ayudaran a los otros, para que nadie estuviera mirando por la ventana, ya que, por otra parte, afuera no había mucho que mirar. No quería que me quisieran a tontas y a locas, quería hacer bien el trabajo.

Los maestros

"Hoy algunos niñitos tontos que no saben agradecer a sus maestros lo que hacen por ellos.

Por cualquier motivo se enojan y les dicen cosas desagradables que los lastiman y entristecen. Otras veces, aunque se callen la boca, salen de la escuela pensando que son víctimas de sus maestros, a quienes atribuyen el propósito de incomodarlos por simple placer o mala índole.

Es preciso que los niños y niñas no procedan así ni abriguen tales sentimientos. Los maestros merecen el mayor cariño y respeto, porque si algunas veces imponen sus discípulos tareas que éstos reputan penosas, es por su bien, únicamente por su bien, que lo hacen, puesto que ellos no pierden nada con que los niños sean ignorantes o mal educados.

Quizá en alguna ocasión, como sucede a los mismos padres, pierden lo paciencia con niños muy impertinentes y se expresan en términos más duras y severos que los convenientes y debidos. Pero eso mismo debe excusárseles, teniendo en consideración que sus tareas son muy arduas y fatigosas. Piensen, en efecto, los niños todo el trabajo, todas las contrariedades que soportan los maestros. Piensen que pasan su vida entera lidiando desde la mañana hasta la noche con toda clase de muchachitos, torpes unos, caprichosos otros, traviesos o malcriados muchos: que tienen, que enseñarles a leer, a escribir, a contar y a hacer y aprender una infinidad de cosas; y que esto, ya de por sí trabajoso, se hace más difícil cuando falta el orden y la debida atención de parte de los educandos. Piensen, además. que los maestros están obligados a satisfacer los deseos y exigencias de los padres y autoridades; y que esos deseos y exigencias no siempre pueden satisfacerse sin grandes esfuerzos, que a menudo afectan su salud y acaban con su vida.

Conozco una joven maestra de veinte años, cuya existencia constituye un verdadero martirio; y como ella hay muchas. Esa joven es el único amparo de sus ancianos padres.

Los esfuerzos, las vigilias que ha necesitado pasar para adquirir el título de maestra, y las tareas que la enseñanza le impone, han quebrado su salud a tal extremo, que, según los médicos, no podrá vivir sino un limitado número de años.

Así mismo, ella no falta jamás a sus clases. Con días húmedos y fríos, lluviosos, sale de su casa para ir a la Escuela. La humedad y el frío agravan sus males y una fuerte tos la acosa sin cesar; pero ella, inspirada por el generoso propósito de asegurar el pan de sus ancianos padres, no se acobarda nunca. Con la conciencia tranquila y satisfecha, sigue imperturbable su pesada tarea, y cuando regresa a su casa, en lugar de descansar, dedica su tiempo a cuidar a sus pobres viejitos. Jamás la vence el cansancio, jamás la rinden y abaten sus males. La única contrariedad que algunas veces la desalienta, es la demora en el pago de sus sueldos.

Piensen. siempre todos los niños de buen corazón en la historia de la joven maestra, y hagan empeño por ser dóciles y buenos."

A mí, por supuesto, ni se me pasaba por la cabeza morirme tuberculosa. Todos los hijos habíamos salido fuertes y sanos y yo iba a trabajar después, durante más de treinta años, sin pedir una licencia. Trabajar fuera del taller de mi padre era una promesa de felicidad y no un castigo. Ni siquiera te diría un esfuerzo. En la Escuela Normal creo que me di cuenta de que a mí enseñar me gustaba verdaderamente. Lo hacía en casa con todos mis hermanos menores y con los vecinos. Si hasta te diría que fui responsable, años después, de que dos vecinos del barrio siguieran para maestros y uno de ellos también llegó a director. En realidad, el que llegó a director era el hijo de la portera de la primera escuela donde yo había asistido. Un día pasé y lo vi al chico limpiando el patio, seguramente para ayudar a la madre. Entonces entré y busqué a la señora (una vasca, cuyo marido vivía mezclado con media docena de vacas por allí cerca) y le dije que el chico podía seguir estudiando, que yo lo conocía y me daba cuenta de que la cabeza le daba y que se podían conseguir becas para estudiar dé maestro. La Escuela Normal se había convertido para mí en el mejor lugar que había conocido hasta ese momento: iban chicas más finas que las que yo trataba en el barrio, chicas de buena familia, algunas copetudas también, Pero no era tanto las compañeras como los profesores. Yo quería ser como esa gente. Cuando empecé a trabajar como maestra, me empecé a vestir bien, elegante y sobria, como debía ser, pero a vestir a la altura del cargo que tenía. Sinceramente, desde el principio quise ocupar un cargo de dirección, porque me parecía que podía, hacerlo mejor que las propias directoras que me tocaban a mí. Desde el principio también empecé a preparar material didáctico para dar mis clases. A mi me gustaba mucho el dibujo y tenía bastante facilidad. La primera lámina que preparé fue "El ñandú", del tamaño de un mapa mural, coloreado con crayón y fijados los colores con un líquido especial; copié la figura de una fotografía en blanco y negro y le inventé los colores al paisaje de llanura. Después pinté láminas con los accidentes geográficos y con el sistema planetario en cartulina negra con crayones blancos. Iba preparando material para enseñar el movimiento de los planetas: pelotas de madera de distinto tamaño que usaba en el aula haciendo que cada chico sostuviera una y todos fueran dando vueltas alrededor del chico que hacía de sol. Arrimábamos los bancos a las paredes, hacíamos un gran espacio central y representábamos el sistema solar. Me gustaba también que la directora me encargara la preparación dé algún número especial para las fiestas de fin de año. Generalmente poesías alegóricas que decían entre varias alumnas o cuadros vivos representando a las virtudes y a la patria. La poesía interesaba mucho en aquel entonces. Recuerdo un día que Alfonsina Storni visitó mi escuela. Ella también aparecía en todas las revistas. Cuando visitó mí escuela dio una conferencia sobre el teatro infantil en la enseñanza primaria. Después, las maestras se reunieron con ella y sus acompañantes en la dirección; una maestra muy joven para maestra y nosotras la seguíamos mucho; era una mujer importante, había recibido premios y se le acercó con un libro de poemas para que Alfonsina se lo firmara; otras llevaban postales donde, a plumín, habían copiado estrofas de sus versos. En el remolino, una de las maestras, parada frente a Alfonsina, comenzó a recitarle: "Tú me quieres blanca, tú me quieres pura...". Y. ella, de pronto, la tomó del brazo y le dijo; en voz muy baja: "No me recite más eso por favor..."

Trabajando como trabajaba, los ascensos no me cayeron del ciclo y así llegué a

mi primera escuela como directora. Una escuela humilde en un barrio pobre; la escuelita de la calle Olaya. Me dijeron en el Consejo Escolar que era una escuela chica, y yo, quizá justamente por eso, quise tomarla. A esa escuela la iba a hacer como a mí me parecía que había que hacer las cosas. Llegué el primer día con unos pensamientos que habían salido en una revista para maestros, que yo misma había enmarcado en las vacaciones. Un marco negro, sobrio, y el texto de los pensamientos rodeado de una guarda con arabescos.

Se necesito una maestra

"Se necesita una maestra de verdad, que ame su profesión, que no sea apática, dormida, rutinaria; que animada del vivo anhelo de perfeccionarse sepa producir siempre más y mejor; que sintiéndose feliz en presencia de los niños confunda su alma en la de ellos, manteniendo esa simpática comunión de afectos que permite al niño, manifestarse como es, Y al maestro, conocerlo bien.

Se necesita una maestra de verdad tan cumplidora del deber, puntual, activa, laboriosa, tan entusiasta, noble y bondadosa, que su vida predique con los hechos, para templar el carácter de aquel muchacho que la patria reclama con urgencia; una maestro que con sus autoridades y colegas se manifieste siempre recta, de alma abierta y generosa, jamás murmuradora, o desdeñosa; una maestra que se presente ante sus superiores sin servilismo ni insolencia: que sepa conservarse digna, sin altanería; respetuosa y amable, sin bajeza.

Se necesita una maestra de verdad que no se avergüence de ser maestra; que no tema ser vista por la calle llevando el libro, el cuaderno, o el rollo de deberes, que son instrumentos nobles de su noble profesión; una maestra que vista con decoro, elegancia y seriedad; que sepa que las joyas, los encajes sientan bien en la tertulia y el sarao, pero son una nota discordante en la escuela pública, democrática, sencilla y pobre. Se necesita una maestra de verdad que sienta en su alma vibrar un ideal; una maestra que, poseída del sentido de la propia nacionalidad, sepa imprimir a su obra sello imborrable de argentinidad; que hago resplandecer en el corazón de aquel muchacho la sagrada llama del patrio amor, de ese patriotismo amplio, sereno y generoso que se hermana con el amor santo de la humanidad, para engendrar con él indisoluble y eterno vínculo de paz."

En esa escuela empecé a hacer las cosas como las había leído en los libros y como las había vis- to en otras escuelas. Una amiga mía, que dirigía la escuela República de México, tenía mucho material que le habían enviado de allá, de toda la reforma educativa y de la educación por el arte. Ella también había viajado a Europa y había visitado en Suiza escuelas muy diferentes de las nuestras. Gerarda Scolamieri, se llamaba esta amiga que al volver del viaje había dado varias conferencias en el Consejo Escolar. En primer lugar, había que romper con la rutina de una enseñanza donde el maestra repetía y los chicos repetían lo que decía el maestro; había que convertir a la escuela en un lugar donde se trabajara todo el tiempo y para eso había que ganarse a las maestras y enseñarles a enseñar. En mi escuelita de Olaya no iba a haber indisciplina, no porque íbamos a castigar más a los chicos sino porque los íbamos a tener entretenidos todo el día. Una vez, recuerdo, cae el inspector a mi dirección, durante la mañana, y me dice: "Señorita del Rio, ¿los "alumnos salieron hoy todos de excursión?". Y yo le digo: "No señor, están todos en la escuela". El pregunta entonces: "¿Y cómo consigue este silencio?". La respuesta la tenía que saber antes él que yo, porque él era el inspector y yo la directora: los chicos están en silencio cando están entretenidos trabajando, en grupos o cada uno por su lado, pero trabajando. La rutina es la mejor amiga de una escuela indisciplinada. A los chicos yo les enseñaba que todas las cosas estaban relacionadas, que a la escuela no venían a aprender materias sino a aprender cosas, explicarse fenómenos de la naturaleza, procesos, tareas, hechos. Siempre quise que los temas de la semana quedaran todos relacionados entre sí: no hacerle a los chicos un picadillo de datos diferentes, sino darles un centro de temas que pudieran interrelacionarse. Hubo que enseñarles esto a las maestras: eran todavía maestras de cartilla y de lección repetida de memoria.

"Iniciar siempre algo nuevo en la escuela, de manera que se destaque la figura del Director como entidad superior."

Durante el primer año que yo fui directora, no observé ninguna clase, sino al- revés. Llamaba por turno una vez por semana o por quincena, a cada una de las maestras y les preguntaba cuáles eran los temas del día siguiente. Entonces les decía: "Muy bien, mañana la clase de historia, o de lengua o de lectura, la voy a dar yo. Usted despreocúpese". Y llegaba yo a la escuela con material didáctico nuevo, preparado por mí, que luego quedaba para el uso de todos y daba la clase, sin cartilla, hecha de preguntas a los alumnos que les permitieran razonar, sacar conclusiones, escribir esas conclusiones en los cuadernos. Las clases de cualquier tema tenían que servir para que al final de la hora escribieran sus resúmenes propios en el cuaderno y para que leyeran siempre alguna lectura alusiva en el libro de lectura o en otros libros. Las maestras observaban la clase y así aprendían que no tenían que recitar, que no tenían que mecanizar, que tenían que pensar para cada terna una forma de exposición propia, que tenían que saber usar las láminas, el pizarrón, el. material didáctico, reagrupar a los chicos, sentarlos como mejor conviniese a la clase, sacarlos al patio si allí podían hacer alguna observación o si necesitaba más espacio para una actividad. Un chico entretenido es un chico que aprende y un chico entretenido o que aprende está en silencio.

Había que inventar el material didáctico, usar todo lo que pudiera conseguirse. Yo, me, había ido haciendo una colección hermosa de postales de todo el mundo, con paisajes, edificios, costumbres y trajes típicos, obras de arte. Repartía las postales entre todos los chicos, que muchas veces no habían visto en toda su vida una cosa igual, y hacíamos clases de descripción oral y escrita. Así aprendían lenguaje, redacción, expresión, geografía, costumbres. Aprendían las capitales de los países mirando las fotografías o los dibujos de sus edificios más característicos. Lo mismo con la Argentina. Todos los chicos de esa escuela habían ido conmigo y sus maestras en excursión al Cabildo: allí habían aprendido la Revolución de Mayo, y también habían ido en excursión al puerto, donde, desparramados sobre el empedrado de los docks habían visto los granos de trigo y de maíz que la Argentina exportaba. Botánica aprendían porque cada chico, desde primero inferior, era responsable de una plantita en la propia escuela, latitas y macetas en los bordes del patio. Y eso los obligaba a ser más cuidadosos y menos salvajes en los recreos. Esos chicos aprendían las superficies midiendo la escuela, las aulas y los pasillos y aplicando las fórmulas de geometría de los rectángulos; hacían problemas sobre cuánto podía costar reparar las baldosas del patio o las chapas del techo. Las maestras, al principio, pensaron que era una directora demasiado exigente, pero después se dieron cuenta de que de este modo era más fácil trabajar y menos aburrido también para ellas. En esa escuela no se enseñaban las fracciones si no se tenían cubos partidos por la mitad, por cuartos y octavos, tablitas de diferentes tamaños y colores, rompecabezas, recortes. No se enseñaba el peso sin una balancita, ni las medidas de líquidos y áridos sin las botellitas y las bolsitas de lona llenas de porotos o de granos de maíz. No se necesitaba pensar mucho para que estas cosas parecieran la única manera de enseñar. Como ideas, aparecían hasta en los libros de lectura. Había una autora, a la que yo seguía mucho, la señora López de Nelson, que lo explicaba en un libro de los primeros cursos.

"¡Qué lindo es medir!

Hoy hemos aprendido a usar el metro.

La señorita nos repartió metros de distintas clases.

Unos eran reglas rígidas. Otros eran de tela o de hule y podían arrollarse. Otros los formaban diez varillitas de madera unidas entre sí, y podía doblarse."

Después yo también fui a Europa y vi escuelas en Suiza, donde las aulas no eran los corralones de las escuelas argentinas y donde cada chico trabajaba con sus materiales. Sin mapa no hay geografía, sin láminas no hay historia patria ni historia natural, sin libros de cuentos o poesías no hay lenguaje. La escuelita de Olaya era humilde, me habían dicho en el Consejo Escolar pero a lo largo de los años allí se enseñaba bien.

Llegué a esa escuela, que se había fundado el año anterior, en 1921. Justo en marzo de ese año el Consejo de Educación había establecido una especie de ceremonia pública que teníamos que cumplir todos los maestros, que jurábamos ante la bandera llevar a cabo nuestras tareas o algo por el estilo. El director o directora de la escuela, o algún inspector del Consejo, tomaba el juramento y pronunciaba un discurso. Eran cosas que a mí no me parecían mal, por el contrario. Se trataba de que los chicos, y los padres, vieran el modo en que una escuela estaba metida en el barrio y que sus maestras estaban comprometidas con lo que hacían todos los días. Todavía había mucha maestra que no se daba cuenta de la importancia delo que estábamos haciendo, mucha maestra rutinaria que no, quería que le cambiaran su modo de enseñar. No sé si esa ceremonia tenía mucho que ver con el modo de enseñar, pero sí con la vocación con que nos disponíamos a hacer las cosas.

"Acabáis de levantar la diestra, simbolizando el juramento solemne, por la Bandera de la Patria. El ademán sencillo y grave, que encarna el más sagrado compromiso de honor, ha descripto en el aire una figura imborrable a través de los tiempos. [...] Se nos confía la niñez argentina para que formemos con ella los ciudadanos que deben cuidar el honor de la Patria. Gravita sobre nosotros una gran responsabilidad. [...] Vivimos en el país que abrió siempre, de par en par, sus puertas a todos los hombres de la tierra, y donde los pensamientos, a veces extraviados, tuvieron cabida en la prensa porque las ideas son más libres que los pájaros. [...] Maestros, con la conciencia tranquila, con la mente calma y serena debéis infiltrar en el ánimo de los niños, los ideales más bellos de la vida, el hábito del trabajo, el amor a la verdad, el cariño por la justicia y sobre todo el principio del honor y por encima de todos los ideales, por encima de todos los afectos, superiores a los mismos sentimientos filiales, el amor a algo más grande, más inmenso, más sagrado: El Amor a la Patria."

A mí me tocó hacer ese juramento en cuanto llegué a la escuelita de Olaya, como directora, en 1921. Escuela número 5, distrito escolar 7: dos casas simétricas con treinta metros de fondo, cinco ventanas a la calle y una puerta en cada extremo de los lotes; al lado, una casa igual, que funcionaba como inquilinato. La escuela era pobre, dos patios chicos, con media galería de madera y las ventanas de las aulas sobre la galería. Empezamos con cinco: grados; pero dos años después teníamos los grados completos y yo, hasta que dejé la escuela, en 1936, llegué a tener quince maestras, dos vicedirectoras y varias profesoras: de música, dibujo y labor a mi cargo. Ese año de 1921 pasó rápido, porqué llegué a la escuela a fin de setiembre. Apenas el tiempo para empezar a conocer el barrio antes del fin de curso. Me dije: acá me voy a quedar, ya sabía yo que ésta era una escuela chica, una escuelita pobre, ni comparar con las importantes del barrio, acá me quedo y vamos a ver cómo se hacen las cosas desde cero.

Antes de que empezaran las clases del año siguiente, yo sola, con el portero, un hombre muy gaucho, que se daba mucha maña, decoramos la escuela: En esa época los libros de lectura rara vez traían alguna ilustración en colores, pero sí una cantidad de viñetas a pluma, que con un poco de habilidad se podían copiar agrandándolas. Yo sabía muy bien, lo había aprendido en el taller de mi padre y luego cortando toda mi ropa y la de mis hermanos, cómo se transporta un molde de un tamaño, a otro. Llevé mis reglas y transportadores de madera y sobre papel calco hice decenas de guardas que Juego coloreaba y pegaba sobre chapa de madera o sobre cartulina. Siempre fui hábil para las manualidades y me acompañaba un chico de mi barrio, también habilidoso para el dibujo, hijo de un vasco tambero, una familia enorme, todos espiritistas, de l -que yo quería salvar un poco a ese chico porque me parecía que tenía condiciones para otra cosa. Así copiamos en la última semana de vacaciones y mientras se hacía la inscripción (de paso yo aprovechaba para conocer a mis maestras y hacerme ver por el barrio) varias viñetas alusivas.

Recuerdo tres muy bonitas: un libro abierto, sobre la página izquierda una espiga de trigo, y, escrito en cursiva, sobre la derecha: "Llevemos con la paz la educación a las pobres tribus de los Dios" (con esa lámina se podía empezar a enseñar a los chicos el tema de las razas diferentes, incluso de las razas diferentes en la Argentina). Otra, mucho más complicada, tenía el Escudo nacional rodeado de ramas y hojas sobre las que estaba parado un pájaro que sostenía con las patas un estandarte donde había escrito: "En esta tierra hasta los pájaros son patriotas" (éste era el título de una lectura que podía dramatizarse para el acto del 25 de Mayo sobre la necesidad universal de libertad). La tercera, que me dio muchísimo trabajo, iba a servir para explicar profesiones y oficios 'y de qué modo todos eran necesarios para el desarrollo del país. Tenía una especie de altar, coronado por un sol, en cuyo centro se leía la palabra Patria; del altar caían sobre los pliegues dela bandera o se apoyaban contra ella, un yunque, una maza, un arado, una escuadra y un rollo de planos. Así arreglamos un poco la escuela, para que no pareciera demasiado desmantelada. Yo quería que la escuela fuera más linda que las casas de donde salían los chicos, como me había pasado a mí cuando fui a la escuela grande de Belgrano. Por eso llevé también algunos cromos: unos golfillos comiendo fruta de Murillo, una madonna de Rafael y una gran fotografía, en blanco y negro, del Moisés de Miguel Angel.

"Mueve a compasión saber que nuestra población escolar: está totalmente privada de lo bello. No ve otra cosa que las paredes sucias del conventillo y ni ve cosas bellas ni tiene un juguete, ni recrea su espíritu siquiera con las gracias de un payaso. Es por eso que la escuela debe hacer obra en bien de su Patria más de lo que parece y en bien del pueblo qué vive sediento de lo bello. [...] El decorado escolar si se inicia ya, y si se le sabe dar el carácter nacionalista artístico que debe caracterizarlo, llevará la primicia, bien honrosa por cierto, de traernos a la vida de las tradiciones que tan olvidadas tenemos. Gran cantidad de frisos, fajas movibles, grandes telas, cuadros, láminas, esculturas, pueden y deben llevar un sello nacional que evoque nuestros orígenes, en la naturaleza, en los hombres y en las cosas [...] Muchos motivos infantiles pueden ser ilustrados en escultura con arte puro, como ser ‘Un lanzador de discos'; ‘Los coristas', de Robbia; 'El San Jorge', ‘El pequeño San Juan', de Donatello y toda su escuela; ‘El niño con el pájaro', de Pigalle; "El muchacho de los gansos", de Capitol; 'El David', de Verrochio; éstos pueden ser alternados con fragmentos de frisos del Partenón, bustos de grandes hombres, y estudios de animales desde los famosos leones asirios hasta aquéllos de Canova y Barye."

Aquél era un barrio pobre, con muchas familias que vivían en conventillos; medio amontonados todos en casas de inquilinato con pasillos largos, piezas que daban a patios estrechos, lugares sin luz donde se comía, se cocinaba, se trabajaba y se dormía, baños comunes, cocinas de brasero en la puerta de las piezas. Justo enfrente de la escuela había dos conventillos donde la gente era bastante pobre. Una vez, el padre de un alumno me contó que no había juntado la plata para casarse en el templo de los judíos y que reunió a su familia y a la de la novia en el patio del conventillo. Techos de cinc, terrazas de color ladrillo, el campanario de San Bernardo y: chimeneas, curtiembres pestilentes sobre Murillo, cafés judíos, como el "Izmir" de la calle Gurruchaga, o tabernas italianas; barrio también de costureras a destajo y de boliches, mercerías, zapateros remendones; todavía en esos años había un tambo cerca de la calle Muñecas, y uno sentía olor a campo si, a falta de otra cosa qué hacer, en primavera se venía caminando desde la Chacarita. Las calles eran de adoquín y arboladas, muchas tipas y plátanos, mucho potrero y, aunque el barrio se estaba construyendo rápido; todavía podía ver la salida del sol cuando llegaba temprano a la escuela, en primavera. Había allí un poco de todo: italianos, algún vasco, sirios y bastantes judíos o rusos como les decían, todos muy pobres. No sé si eran religiosos; de eso yo nunca me ocupé de averiguar en la escuela, pero algunos religiosos habría. Barrios así, de trabajo duro, yo conocía, me había criado en un descampado peor, adonde no llegaron hasta muy tarde los tranvías Lacroze, ni estaba tan cerca de una calle de mucho tránsito como Warnes. No había nada allí que me resultara muy diferente de lo que había conocido, excepto el hecho nuevo de que ésa iba a ser mi escuela.

Llegué y el primer día de clase vi a las madres de los chicos; analfabetas, muchas vestidas casi como campesinas, con el pañuelo caído hasta la mitad de la frente y las polleras anchas y largas. Algunas no hablaban español, eran ignorantes y se las notaba nerviosas porque seguramente era la primera vez que salían para ir a un lugar público argentino, a un lugar importante, donde se les pedían datos sobre los chicos y papeles. Estas madres, muy tímidas, muy calladas, dejaban a sus hijos en la puerta. Los primeros años que dirigí esa escuela tenía un chico extranjero cada diez chicos argentinos, más o menos; pero muchos de esos chicos argentinos también eran hijos de extranjeros y no escuchaban palabra de español en la casa, sobre todo si eran niñas y se habían criado de puertas adentro.

Esos chicos no parecían muy limpios, con el pelo pegoteado, los cuellos sucios, las uñas negras. Yo me dije, esta escuela se me va a llenar de piojos. Lo primero que hay que enseñarles a estos chicos es higiene.

Seamos aseados. El lavado de la cabeza

[lustración: un niño descalzo, en camisa, frente a un tocador, sobre el que hay una palangana, una jarra, una jabonera, en el piso, al costado, un balde, otra jarra y un toallero. Es obviamente el dormitorio de una casa sin agua corriente.]

"Primeramente preparo: el agua, el jabón, la palangana y la toalla. Luego me jabono bien la cabeza.

Después de varios enjuagues, la seco. Por último, me aliso el cabello y me peino. Debemos lavarnos con frecuencia la cabeza"

Limpieza de los vestidos

"Por más esmero que se tenga con la ropa, nunca es posible impedir que se ensucie: de ahí la necesidad de limpiarla y lavarla.

No basta que estén limpias las piezas exteriores; también deben estarlo, y en primer lugar, las ropas que se llevan interiormente, porque son las que reciben con el sudor los residuos del cuerpo. Mientras más caluroso sea el tiempo, más seguido deben ser cambiadas y lavadas esas piezas. El desaseo en el cuerpo coma en los vestidos, es causa originaria de numerosas enfermedades, que podemos evitar fácilmente con agua y Jabón. Además conviene tener presente que nuestro aseo no sólo debe comprender el cuerpo y los vestidos, sino las habitaciones, los útiles que usamos y cuanto nos rodea."

Ese primer día, los chicos entraron a clase y yo salí de la escuela, Busqué una peluquería, me acuerdo perfectamente de que el dueño se llamaba don Miguel y le pedí que con todos sus útiles de trabajo me acompañara a la escuela, que yo me hacía cargo de la mañana que iba a perder allí. En el segundo recreo, cuando los chicos estaban todos en el patio, empecé a elegirlos uno por uno. Los hice formar a un costado y esperé que tocara la campana y los demás entraran a las aulas. No me acuerdo qué les dije a las maestras. Era un día radiante. Le expliqué al peluquero que quería que les cortara el pelo a todos los chicos que habían quedado en el patio, que el trabajo se hacía bajo mi responsabilidad y que se lo iba a pagar yo misma. Don Miguel trajo una silla de la portería, la puso a un costado, a la sombra, e hizo pasar al primer chico. Tenían un susto terrible. Yo les dije entonces que esa escuela iba a ser la escuela modelo del barrio, que teníamos que cuidarla mucho, mantenerla limpia, tanto las aulas como los corredores y los baños. Y que, en primer lugar, todos nosotros debíamos venir limpios y prolijos a la escuela y que lo primero que teníamos que tener prolijo era la cabeza porque allí andaban bichos muy asquerosos, que podían traerles enfermedades. El peluquero me miraba, el portero, parado a mi lado, ya había traído el escobillón. Todo estaba listo. En media hora, los chicos estaban todos tusados. Una pelusa fina flotaba sobre el patio, una pelusita dorada o marrón o negra, de mechones que caían al piso y sé separaban con el viento. Don Miguel trabajaba rápido, aplicando la máquina cero a los cogotes y alrededor de las orejas, envolviendo a cada chico, con un movimiento de torero, en una gran toalla blanca que después sacudía frente al escobillón del portero. Cuando terminaba con un chico, le daba unas palmada en el hombro, yo me acercaba y lo llevaba hasta su salón de clase. Después volvía al patio. Los varones ya estaban listos. Alas mujeres, después que despedí al peluquero, les ordené, que se soltaran las trenzas y les expliqué cómo debían pasarse un peine fino todas las noches y todas las mañanas. La pelusa flotaba sobre las baldosas al sol.

En el recreo siguiente, relucían las cabezas rapaditas y a los chicos se les había pasado el susto. Todos iban a recordar cómo los mechones de pelo daban vueltas como pompones esponjosos y huecos sobre las baldosas del patio al sol, mientras el portero los barría y los chicos pegaban grititos. Después; las maestras me dijeron que nunca habían visto ni escuchado una cosa así. Alguna madre vino al día siguiente, muy pocas. Todas creían que si los chicos se lavaban la cabeza se resfriaban. Les expliqué que no era así y que, en esa escuela, yo quería chicos de pelo corto y niñas de trenzas hechas y deshechas todos los días. Nunca más tuve que llevar a don Miguel al patio. Los rapaditos les enseñaron a los demás que era más cómodo y más despejado tener el pela cortísimo. Cuando lo conté en mi casá, durante cl almuerzo, un hermano mío, que ya era abogado, me dijo: "Sos una audaz. Te podés meter en un lío. Esas cosas no se hacen". Pero ni esas madres ni esos chicos sabían nada de higiene y la escuela era el único lugar donde podían aprender algo. Un patio lleno de mechones rubios y morochos es una lección práctica.

A esos chicos de mi escuelita había que enseñarles con cosas prácticas y materiales. Siempre creí que las cosas entran por los ojos. Las lecciones que yo quería que dieran mis maestras tenían que ser lecciones prácticas: la botánica se aprende viendo crecer las plantas; la instrucción cívica, eligiendo al mejor compañero para el premio de fin de año, y eligiendo al monitor, en lugar de que fuera nombrado a dedo por la maestra. Hacíamos elecciones después del primer mes de clases: un bibliotecario por aula, un monitor, un encargado de los aparatos y objetos que se usaban, un jefe de fila para las formaciones de la entrada y la salida y para los desfiles. Después, cuando, en 1928, visité en Europa las escuelas Montessori, vi que yo había estado haciendo cosas parecidas: trabajo en grupo, chicos ocupados todo el día, buena luz y ventilación en las aulas, maestras activas que se paseaban entre los chicos en lugar de quedarse sentadas en el escritorio como momias, lecciones de cosas y de objetos: Eso era lo que yo entendía por escuela activa. Los chicos de mi escuela no servían para escuchar discursos de las maestras, que además éstas se aprendían de memoria; no estaban para contestar preguntas de catecismo. Cuando se empezó a hablar de escuela activa, yo dije ésta es la mía.

En 1920 se había celebrado el centenario de la muerte de Belgrano y todas las escuelas de Buenos Aires se habían reunido en la Plaza de Mayo, dando la espalda a la Casa de Gobierno, formadas, con sus abanderados, frente a la estatua a del prócer. Y en cada una de las escuelas se había hecho el juramento a la bandera, recordando que el nombre de Belgrano quedaba unido, por las

escuelas que fundó en las provincias del Norte, a la enseñanza pública en la Argentina. Con motivo del aniversario patrio, al año siguiente, el Consejo de Educación dispuso que se realizara un desfile de alumnos, el 23 de mayo, a la hora del sol, entre la calle Sáenz Peña hasta la Plaza de Mayo. Fue un espectáculo imponente, porque estaban representaciones de todas las escuelas de la Capital, los territorios nacionales y las provincias. Cada escuela llevaba una delegación de un alumno por cada cincuenta inscriptos, encabezada por su bandera y por un cartel donde se leía el número total de alumnos. Desfilamos durante más de una hora, frente al palco, donde estaba el presidente Yrigoyen y las autoridades de Educación; había varias bandas de música y miles de chicos cantaron el Himno y el Canto a la Bandera. En 1922, el segundo año que yo dirigía la escuela, pensé que, como escuela nueva, debíamos .hacer algo que nos distinguiera. De mi sueldo, porque no había otra plata disponible, compré metros y metros de taffetas blanca y celeste. Había que coserla uniendo los dos colores de manera tal que se formara una larga cinta argentina. Por suerte, en casa no faltaba una máquina de coser buena y yo sabía usarla como la mejor. Era una de esas viejas Singer a pedal, de gabinete laqueado e incrustaciones de marquetería. Me pasé varias noches, con mamá, que sostenía la tela a la salida del pretil de la máquina. Un trabajo prolijo y bien hecho por que las cintas tenían que poder verse de ambos. lados. Después corté tantas cintas de unos quince centímetros de ancho y el largo necesario, como niñas y varones tenía en la escuela: iban a ser vinchas para las niñas y moños para el cuello de los varones, la primera cinta que iban a tener muchos de esos chicos, por supuesto. Con cartón hice varias cajas grandes donde las cintas se guardaron planchadas y nuevitas. Me llevé todo eso a la escuela. Sobre las tapas de las cajas, pegué una inscripción. En la caja de las cintas para los varones, decía: "El ave ama su nido, el león su cueva, el salvaje su rancho y su bosque; el hombre civilizado a su patria". En la caja de las niñas: "Quien contemple, una vez la bandera, argentino o extranjero, la admira y quiere como yo". Guardé las cajas en la dirección y, en la reunión semanal con las maestras, les expliqué cuál era mi idea.

Una cinta para el pelo era un lujo para muchas de esas chicas, el taffetas, los colores, el cuidado con que estaban cosidas y sufiladas. Les dije a las maestras: "Este año, el 25 de mayo vamos a repartir las cintas y los moños a todos los alumnos". Y así fue. Esa mañana los chicos se prepararon, por primera vez, especialmente. Cada una de las niñas se puso su cinta celeste y blanca en la cabeza y cada uno de los varones, su moño al cuello. Después salimos de la escuela para ir al acto, que fue en la plaza de Belgrano, junto a la iglesia redonda.

De lejos nos vieron llegar, bien formados y en orden, con los abanderados al frente y las maestras vigilando las filas, jóvenes y discretas. Desde ese 25 de Mayo, fuimos conocidas en todo el distrito por los colores argentinos de las vinchas y los moños. Decía la gente: ¡Allí viene la escuela de Olaya! ¡Esa es la escuelita de la calle Olaya!

Para todos los hombres del mundo

"- Tío Carlos, ¿quieres que te cuente una cosa?

- Veamos de qué se trata.

-Antes prométeme no decir nada a nadie, ¿sabes? se trata de un secreto.

-Convenido.

- ¿Conoces a Luisa, mi compañera de clase?

- La conozco.

- Su papá es italiano.

- Y ¿qué hay con eso?

- ¿Te parece poco?

- Lo había sospechado por el apellido de la niña; pero me río porque lo dices con tanta reserva y exiges que no lo cuente a nadie.

-Es que ella no quiere que se sepa la nacionalidad de su padre.

- No ven el motivo, mi buena Josefina.

-Dice que quizás las otras niñas del colegio la quieran menos por eso.

-Pero ¿está loca tu amiguita? ¿Acaso ha oído alguna vez que los argentinos tengamos otra cosa que cariño a los extranjeros que la merecen, se entiende?

--Ella dice que como todas las chicas de la escuela son tan patriotas...

-¡Patriotas! ¡patriotas! Y ¿quién ha dicho que son buenos patriotas los que sólo reconocen méritos en aquéllos que han nacido en su tierra? Mira, cuando te vuelva a decir semejante tontería, dile que no tema que un verdadero argentino deje de amar y respetar a su padre por el mero hecho de ser extranjero.

-Algo así le había dicho yo, pues me parecía que hubiera sido injusto hacerla a un lado por ser hija de extranjeros.

-Dile, querida sobrina, que todo argentino que ama sinceramente a su patria agradece a los extranjeros que vengan a trabajar por su progreso; y dile también que nuestro corazón estará siempre abierto, como lo está nuestra tierra, para todos los hombres del mundo, honrados y laboriosos, que quieran venir a habitar el suelo argentino."

EPÍLOGO:

¿UN ROBOT ESTATAL?

Dos hechos singulares ordenan, a mi parecer, esta historia. Ambos hechos tienen algo de excepcional aunque no de imprevisible. El primero, que se anuncia desde el principio del relato, es lo que yo llamaría la "gran escena" del rapado de las cabezas. El segundo es su corolario estético: los moños que adornan a los chicos de la escuela pobre de las orillas de Villa Crespo en la fiesta cívica del 25 de Mayo. Ambos hechos están unidos por el hilo, no demasiado secreto, de un imaginario educativo implantado por el normalismo y que las maestras llevan a la práctica de las maneras a veces más extremas: la escuela debía enseñar lo que no se aprendía en las familias, y en este caso se trataba de valores igualmente fundamentales para la época, el aseo personal, que se vincula con un ordenamiento programado de los cuerpos y un ideal de respetabilidad cultural y material, por una parte; el patriotismo como núcleo de identificación colectiva, por la otra, que instala a los sujetos en una escena nacional.

Quien cuenta esta historia, Rosa del Río, fue, como los chicos de la escuelita de la calle Olaya, una chica pobre, hija de inmigrantes, extraída por esa operación cultural que fue el normalismo de las filas de las operarias futuras, de las potenciales costureras, para formarse como maestra en la última década del siglo pasado. Frente a la pobreza simbólica de su hogar, donde los padres se resistían sordamente a hablar de sus orígenes extranjeros y, más aún, se empeñaban en disimularlos, ella encontró en la escuela un mundo de relativa abundancia simbólica.

Estamos hablando de la década de 1890 y de un hogar adonde no llegaban habitualmente los diarios, no se leían revistas ni se iba al teatro y donde aquellos elementos de la cultura de origen de los padres estaban asociados a la penuria, el choque inmigratorio y los esfuerzos para adaptarse exitosamente a las costumbres locales a las que, al mismo tiempo, no dejaba de considerárselas extrañas. No había en la ideología de esos inmigrantes, que por otra parte formaban un matrimonio mixto en el cual se neutralizaban el origen italiano y el español, los elementos. de firme orgullo de origen que permitieran a sus hijos instalarse en una identidad menos fabricada que la que imponía la educación pública.

Aunque las asociaciones italianas desarrollaban una fuerte acción cultural, tan expansiva que alarmó a la elite criolla, el multiculturalismo no era un programa difundido entre las masas inmigratorias a fines del siglo pasado.

En consecuencia, la escuela pública llenaba un supuesto vacío simbólico proporcionando todos los elementos culturales valorables. Para Rosa del Río, como para sus tres hermanos y cuatro hermanas (que no fueron seguramente una excepción en la ciudad de Buenos Aires), la cultura era un capital a adquirir y no un conjunto de valores que debían ser desenterrados del pasado paterno o de las estrategias de la vida cotidiana. A diferencia de otros hijos de italianos, que encontraban en la lengua de sus padres un tesoro de aventuras, de poemas y de mitos como lo ha reconstruido la literatura últimamente, los hijos de Manuel del Río y de Ernesta Boiocchi fueron a la escuela para descubrir las historias, los mitos y las leyendas que, casi al mismo tiempo, estaban siendo inventadas como pedagogía de masas para adoctrinar en la nacionalidad a esos centenares de miles de nuevos argentinos.

La escuela era atractiva incluso cuando disciplinaba, nos dice el relato de Rosa del Río. Al principio su atractivo consistía en una mayor abundancia simbólica si se la comparaba con la estrechez de la casa: mapas, dibujos, pizarrones, papel, algunos libros, tizas y lápices para dibujar, poemas fáciles y repetitivos pero que ocupaban el lugar de otros poemas ausentes de la memoria, historias esquemáticas, siempre iguales, pero que de todas formas hablaban de cosas bastante más divertidas; por su patente exotismo, que las de la vida cotidiana.

Y cuando digo "papeles y lápices". estoy mencionando recursos tan elementales que hoy parece inverosímil que se los identifique como el imán de una fuerte atracción que unía el juego y el aprendizaje. En la casa de los del Río no había otros papeles que los de los moldes del padre sastre, ni otros lápices que aquéllos con que se transportaba el corte de una manga desde el molde al paño, o la

piedra de tiza para marcar los defectos en la primera prueba a los clientes. En esa casa, naturalmente, no entraban medios de comunicación que, por otra parte, en ese momento del fin de siglo eran sólo medios de comunicación escritos. Lo que la escuela proporcionaba, entonces, era un inventario de materiales culturales en el sentido más estricto y elemental del término: desde el juego auditivo de una rima a la música de una canción patriótica incantable pero en la que sonaba el instrumento musical más prestigioso y materialmente inaccesible para un pobre: el piano; desde una pizarra y tizas al libro de lectura que era el primer libro y a veces el único en una casa de artesano inmigrante: y, redoblada por la humillación de la diferencia, modelos de ropas y comportamiento que las niñas pobres envidiaban y aprendían, a fuerza de sentirse diferentes, de las niñas que venían de familias más prósperas. En una casa adonde no llegaban revistas de moda, las modas que usaban las maestras, sus sombreros, sus carteras y sus guantes era el non plus ultra de la elegancia. Eran épocas en que la posesión de un cromo que reprodujera un cuadro clásico se consideraba no sólo un signo de abundancia material sino también de cultura y refinamiento. El umbral entre la privación y el consumo era bien angosto.

El imaginario de esta maestra se forma en un marco institucional fuertemente

voluntarista en sus operaciones de imposición de una cultura. Es ciertamente patético, pero esa chica, en 1890 no conoce un lugar culturalmente más poblado que el escenario de una escuela en Belgrano. Y no conoce otras obras puestas en escena que las del carnaval pobrísimo de su barrio de origen (al cual seguramente sus padres miraban con la desconfianza de quien quiere ser rápidamente respetable y por lo tanto intensamente laborioso) y las de las fiestas patrióticas, cuyos rituales tempranos proponían no sólo una idea de la nación sino también un modelo de festejo aceptable. En la escuela no sólo aprende a leer, sino a imitar, forzada y penosamente, los modales de sus maestras y de sus compañeras más favorecidas por la fortuna. Allí, y en los libros de lectura, se entera de la existencia de niñas que comen bombones y de maestras que aprecian un ramo de flores o una partitura. El modelo de cultura al que se incorpora implica una separación y un corte respecto del barrio y de la casa: es probable que se haya perdido mucho en este camino, pero también es difícil decidir si Rosa del Río estaba o no equivocada cuando pensaba que había ganado tanto.

El entusiasmo con que la ideología educativa rapta la voluntad de Rosa del Río tiene que ver con todo esto. La ausencia de rebeldía y de crítica frente a los rituales escolares, primero como alumna y luego como maestra, se explica en la trayectoria exitosa que esos rituales prometen a quienes los acepten. La facilidad con que la ideología escolar se implanta en sujetos como los hermanos del Río (porque la historia de Rosa duplica anticipadamente a la del resto de su familia) se sustenta en la debilidad de otras marcas culturales anteriores a la escuela o en competencia con ella. La adaptación fulminante a la escuela se realiza en ausencia de otros discursos, como son hoy los de los medios de comunicación de masas, que compiten con ella. Y también en ausencia o retroceso de la cultura inmigratoria de origen, que era disimulada o sincretizada para lograr rápida y eficazmente la integración.

Todo conspiraba, en aquel fin del siglo XIX y en la ciudad de Buenos Aires, contra los ideales de variedad cultural a la cual somos afectos en este nuevo fin de siglo.

La escuela era una máquina de imposición de identidades, pero también extendía un pasaporte a condiciones mejores de existencia: entre la independencia cultural respecto del Estado y convertirse en servidor del proyecto cultural de ese mismo Estado, quedaban pocas posibilidades de elección. Rosa del Río ve a la escuela como una realidad (la de la escena simbólica más rica) y como una promesa (la de un trabajo mejor remunerado, más prestigioso y más liviano que el que iba a realizar si seguía como oficiala en el taller de su padre).

Su historia es, entonces, la de alguien que se convierte en fracción dominada de la clase dominante para emplear la fórmula ya clásica de Pierre Bourdieu. Será miembro medianamente exitoso del aparato más eficaz montado en la Argentina moderna, remunerado, por otra parte, de un modo relativamente abundante si se piensa en las otras posibilidades laborales que estaban en el horizonte antes de entrar a la Escuela Normal. La escuela era, y lo fue durante varias décadas siguientes a la de su formación, un lugar pleno, sobre el que debatían los intelectuales, y el eco de esos debates llegaba a la escuela real filtrado por algunos órganos escritos tremendamente eficaces (basta recorrer, como lo he hecho para seguir el lado oficial de la historia de Rosa del Río, los números mensuales del increíble Monitor de la Educación Común publicado por el Consejo Nacional de Educación, y el dictado de "conferencias. pedagógicas" a las que, por el Reglamento General para Escuelas de Capital Federal y Territorios Nacionales los docentes debían asistir)

De manera casi demasiado acabada, Rosa del Río es portadora de la ideología escolar en todos sus matices y contradicciones: laica, a veces cientificista, otras espiritualista, patriótica, democratista e igualitaria y al mismo tiempo autoritaria frente a cualquier manifestación de la diferencia cultural que debía ser absorbida en el poderoso imaginario del trabajo, la respetabilidad, la familia y la nación.

La escuela era, por otra parte, un lugar donde la mujer se emancipaba. Aunque excluidas de la ciudadanía, esas maestras de las primeras décadas de este siglo habían encontrado en el paradigma pedagógico no sólo la realización cultural personal (que difícilmente encontraran en otra parte si pertenecían a los sectores bajos) sino también un trabajo socialmente prestigioso que las colocaba en un ámbito donde las mujeres podían llegar a posiciones intermedias de dirección. Aunque la mayoría de los inspectores de escuelas eran hombres (sólo hay una mujer entre ellos en 1921) y todos los miembros del Consejo de Educación también, los cargos de directoras de escuelas primarias podían recaer en mujeres que de pronto pasaban a formar parte de una minoría que, en 1921 en la ciudad de Buenos Aires, estaba formada por unos pocos cientos de personas entre directores y vicedirectores de escuelas públicas. La curva de ascenso (y no me refiero a términos económicos solamente, aunque ellos no dejan de tener importancia si se piensa que en 1921 una directora de escuela ganaba entre quinientos y seiscientos pesos, contra los mil pesos de un inspector general) era tan espectacular como aparentemente sencilla. Estaba, al mismo tiempo, el circuito de conferencias en los Consejos Escolares, las visitas de personalidades públicas a las escuelas, la lectura de una masa de escritos, desde El Monitor

hasta la revista La Obra, que reforzaban las costumbres escolares al mismo tiempo que comunicaban novedades de modo permanente (en los años veinte, El Monitor tiene una sección estable de resumen de libros, revistas o experiencias educativas europeas y norteamericanas), en un ámbito que aunque se desenvolvía sobre la base de la repetición recibía el reflejo de una cierta modernidad e incluso de una actualidad cosmopolita.

Para decirlo muy rápidamente, en un barrio y en una familia como los de Rosa del Río, ser maestra primero y luego directora era alcanzar una independencia material y simbólica envidiable en el marco de la respetabilidad. La escuela tenía aura. Todo esto hace más fácil entender la ausencia de fisuras en los dos actos capitales de la historia escolar y laboral de Rosa del Río: el día de las cabezas rapadas y el día de los moños argentinos.

En efecto, la gran escena' de las cabezas rapadas puede ser leída en términos de la realización práctica de un bloque sólido de ideas y prejuicios: racismo, higienismo autoritario, ausencia de todo respeto por la integridad y privacidad de los alumnos que el Estado y las familias le habían confiado esa misma mañana del primer día de clase. Sin embargo, creo que esa lectura perdería mucho, si se detiene allí o si sólo busca la alegoría siniestra de un puñado de chicos, probablemente varios judíos, sometidos a que les pasaran la maquinita de rapar a cero por sus cráneos, como casi veinte años después sucedería con cientos de miles en la Europa dominada por el nazismo. Los rapaditos de la escuela de Olaya no protestaron por dos razones. La primera es porque la autoridad de la escuela parecía inapelable a esas familias no demasiado seguras de sus derechos, en ausencia de instituciones societales que canalizaran la crítica o el malestar. La segunda, porque la invasión de la privacidad de los cuerpos, perpetrada por esa alianza de portero, peluquero y directora de escuela, no podía ser vista entonces del modo en que nos escandaliza hoy.

Desde afuera, la acción podía ser considerada audaz (su protagonista recuerda

que el hermano abogado le indica que esas cosas no debían hacerse) pero su sentido hay que buscarlo también en el marco de una escuela que enseñaba los principios de higiene como exteriorización física de las cualidades morales. Ser limpio y ser aceptable moralmente eran dos conceptos que la escuela mezclaba desde los libros de lectura a las revistas para maestros. Esa simbiosis (que no era ajena a los principios de un higienismo vulgar) era parte de una cultura difusa y difundida en la que salud, limpieza, dignidad social, simpatía y rectitud moral quedaban trenzadas de un modo bastante simple pero indiscernible. "¡Qué antipáticas son las personas sucias!", se podía leer en 1901 en El libro del escolar, de Pablo Pizzurno, donde muchas lecturas parecen dirigidas, pese a las ilustraciones que muestran una holgura medio-burguesa, a niños a quienes en sus casas nadie les ha enseñado ni siquiera a lavarse las manos.

Los rapaditos de la escuela de Olaya recibieron una lección práctica, agresivamente activa, impartida en un marco que era al mismo tiempo autorizado y autoritario. Mejor dicho, que podía llegar a intromisiones autoritarias sin consecuencias mayores porque estaba previamente autorizado socialmente. Las madres de los rapaditos no protestaron como tampoco protestaron las de las niñas a las cuales se obligó a deshacer las trenzas en el patio de la escuela, en público, frente a la mirada y la acción docente de una directora.

A los rapaditos se les pasó el cepillo de acero, álegórico, de una escuela que era tremendamente eficaz y que, todavía en los años veinte, seguía siendo un lugar simbólicamente rico, como lo había sido para las maestras formadas en el fin de siglo. Hoy la anécdota puede ser leída en términos del racismo inconsciente pero poco encubierto, que exigía la intervención sanitaria y uniformadora. Su protagonista, seguramente, no hubiera entendida esa hipótesis de lectura. Para ella, la violencia escolar tenía que ver con la palmeta y cl puntero, con los castigos corporales y la intolerancia frente a las dificultades de aprendizaje. Esas eran las prácticas que la escuela activa, de la que formaba parte de manera semiintuitiva y semirrazonada, debía desterrar al museo de las barbaridades pedagógicas. Lo otro era simplemente una intervención práctica a la que no se le atribuía dimensión ideológica y de la que se esperaba resultasen consecuencias morales positivas. Ninguno de los implicados era consciente de la fuerza brutal que se había ejercido en el patio de esa escuela sobre chicos que no podían protestar porque esa protesta quedaba fuera de sus posibilidades culturales.

La mañana de las cintas argentinas es el otro gran acto de esta representación escolar protagonizada por Rosa del Río. Carece de la cualidad fuerte e intrusiva del episodio de los rapaditos, pero condensa también, en un hecho que sólo en apariencia es decorativo, la fuerza homogeneizadora de la escuela. Cuando Rosa del Río pensó en dar a los chicos de su escuela objetos que pertenecían a un mundo más lujoso (las cintas de taffetas lo eran de modo muy claro, incluso para ella misma: estamos reconstruyendo un mundo que no estaba atravesado de punta a punta por el consumo real o imaginario de bienes materiales y, en ese mundo, una linda cinta para atarse el pelo era verdaderamente un regalo), esa idea apareció unida a la celebración de la nacionalidad. Podría haber surgido referida a una fiesta escolar no patriótica de fin de curso, a un paseo, a un sistema de recompensas materiales. Sin embargo, no fue así.

Las cintas para vinchas y moños fueron, desde que despuntó la idea, cintas celestes y blancas. La escuela debía mostrarse en público de un modo que compensara la pobreza de la barriada de origen y esas ocasiones eran invariablemente de tono patriótico. El Consejo Nacional de Educación se especializaba en estas puestas en escena cívicas y, el año 1921, había tenido además para ese Consejo, presidido por Angel Gallardo, un claro sentido propagandístico de lo realizado durante cinco años. Precisamente, cuando El Monitor comenta el acto que Rosa del Río también recuerda y (admítase la suposición) está en el origen de los moños celestes y blancos de los escolares de la calle Olaya, se subraya sin disimulo el crecimiento en dotación y personal educativo logrado durante el gobierno del presidente Yrigoyen ante quien desfilaron las escuelas, con carteles donde se leía, si se los sumaba, el número de inscriptos en los establecimientos primarios de todo el país. Esta aritmética patriótica y política había sido minuciosamente indicada por el Consejo de Educación a las escuelas. La cuestión del nacionalismo en la escuela argentina está suficientemente estudiada. Quiero agregar solamente algo a lo ya dicho. En el caso de este episodio, el nacionalismo se une con otros dos valores que no

siempre venían juntos aunque su unión fuera un ideal de las autoridades educativas: el decoro en la presentación personal y la decoración estética de la vida cotidiana. La escuela que Rosa del Río tenía en la cabeza, juntaba estos valores que ella había descubierto treinta años antes en su propia escuela primaria y en la Normal. Hay un ideal estético que duplica otros ideales escolares, un ideal de embellecimiento de la vida cotidiana que puede alcanzarse a través de intervenciones poco costosas, recatadas desde el punto de vista de la exhibición de medios económicos, dignas y, sobre todo, no superfluas. De allí que ese ideal estético se desarrolle tan plenamente en el embellecimiento de los símbolos nacionales y de las puestas en escena nacionalistas. Así el sentimiento de nacionalidad anclaba no sólo en las lecciones de historia sino también en las lecciones de cosas. Exageradamente, entusiastamente, Rosa del Río es un producto del normalismo y de la escuela pública: un robot estatal, podría decirse, identificado poco críticamente con los objetivos de la institución de la que formaba parte y que le había permitido a ella misma recorrer un camino exitoso. De su discurso y de su práctica está ausente toda alternativa que. No se ajustara a la ideología escolar medía. Desconfía de las posibilidades de la sociedad de gestionarse a sí misma y de las políticas educacionales que desborden el marco de la escuela. Para ella, la escuela es (y debe seguir siendo) un ámbito cerrado y autoabastecido, donde debe mantenerse una relación entre maestros y alumnos que desplace, reforme, reemplace a las relaciones que el hogar o el barrio instalaban entre los individuos. Para ella, la escuela es un mundo más rico y mejor que el de otras instituciones sociales: el hogar debe aprender de la escuela y, en todo caso, debe permanecer fuera de ella. Esa había sido su historia en la Escuela Normal y era la historia que ella transportó a sus escuelas durante treinta años.

Robot estatal: Rosa del Río pensó que había cumplido las tareas para las que se

la había designado, sin poner nunca en cuestión su contenido y valores. Realización exitosa de la ideología escolar, esta ideología la habitó con los reflejos de un sentido común construida desde la infancia en el marco de instituciones que eran, a su vez, tremendamente efectivas. Leer, en paralelo El Monitor de la Educación Común, publicado mensualmente por el Consejo Nacional de Educación, implica seguir, paso a paso, la producción institucional del discurso que Rosa del Río enuncia en su versión cotidiana. Y esto habla de la eficacia del Estado (algo que parece singularmente increíble hoy) y de la fijeza con que el Estado modelaba a los servidores públicos, introduciendo, en primer lugar, esa idea: la de una tarea repetida, inflexible e intrusiva, de conformación de identidades y sujetos. Programada casi sin competencias por las instituciones públicas. la historia de Rosa del Río permite pensar otras historias de las tres primeras décadas de este siglo, en momento en que el Estado es activo y audaz en la configuración de una cultura común, unificada y poco respetuosa de los pluralismos, pero, al mismo tiempo, instrumento eficaz en la incorporación a la ciudadanía y al mundo del trabajo, cuando los medios de comunicación emergentes (y hegemonizados aún por el estilo de la prensa escrita) no habían planteado al Estado el desafío que le plantearían décadas después ni habían todavía comenzado a soñar que podrían desplazarlo como agente de identidad y

cultura e insensible a la diferencia aunque ella misma hubiera atravesado la humillación de ser diferente, Rosa del Río pensó que debía garantizar a los chicos de su escuelita por lo menos aquello que ella había recibido: un ideal de decoro medio en la vida, principios firmes de adscripción a una nacionalidad a través de rituales hiperactuados, alfabetización y una relativa apertura al mundo de la cultura. Este era todo el programa: tan unificador como parecía necesario todavía en la década del veinte, tan firme como lo permitieran los antecedentes sociales de sus alumnos, tan repetido como para asegurar su captación incluso por los más resistentes o los más atrasados.

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