Editorial

Ni "administración" ni "central": la pandemia y la Casa de Gobierno

En pandemia, son mayoría los trabajadores estatales que no concurren a sus labores y los límites entre realidad y ficción son difusos. Allí aparece otro factor: mientan o no, estén en riesgo o no, ¿fracasa la gestión pública por su ausencia o su presencia no aportaba demasiado?

Solo un núcleo duro de trabajadores de la Casa de Gobierno de Mendoza, que rondaría el 20 por ciento de la Administración Central (ya que desde el Gobierno no se ofrecen cifras) han resultado esenciales durante la pandemia. A diferencia del personal que está sobrecargado en las áreas de Salud y en Seguridad, los oficinistas no tienen obligación de "marcar tarjeta" ni se lleva un fichaje de su tarea de modo de poder diagnosticar el impacto real de su presencia o su ausencia.

La pandemia ha dejado en claro tanto en el empleo estatal como en el privado quiénes son los que quieren trabajar y ponen vocación, en medio de las adversidades y quiénes jamás la tuvieron. Hay gente que hasta trabaja más de lo esperado en este contexto de emergencia sanitaria que en situaciones normales.

Sin embargo, la diferencia existente entre trabajadores estatales y privados son que quienes a fin de mes tienen el salario depositado, trabajen o no, casi no pueden ser tocados. Un proceso para despedir a un trabajador estatal, aun con argumentos suficientes en su contra, puede durar años. Hay que imaginarse que no se puede hacer nada cuando se descubre que mucha gente está en un cargo y recibe su depósito cada mes sin hacer algún aporte. Y además, al comprobar que su ausencia no suma ni resta: no pasa nada.

El sobredimensionamiento de la planta de personal tiene un factor agravante cuando el "superpoblador" de áreas administrativas tampoco hace algún agregado de valor que lo vuelva no solo "necesario", sino que justifique su permanencia en la nómina salarial.

El gobierno anterior inició una tarea de disminución del personal no necesario en función de retiros y renuncias que no fueron remplazadas por nuevo personal. Hay muchos casos -sobre todo en municipios, aunque también en la Administración Central- de agentes estatales que fueron hallados culpables de no trabajar, y además, de no poder justificarlo.

Pero en pandemia, son mayoría los que no concurren a sus labores y los límites entre realidad y ficción son difusos. Allí aparece otro factor: mientan o no, estén en riesgo o no, ¿fracasa la gestión pública por su ausencia o su presencia no aportaba demasiado?

Hace unos días una cámara empresaria, la Cecim, advirtió que se podría llegar al momento en que el Gobierno no pueda hacer frente al pago de los salarios de gente que puede estar cómodamente en su casa esperando el depósito. No fue -se entiende- un reclamo, sino el encendido de una luz de alarma. La entidad sostiene que debe habilitarse actividades productivas en donde todos tengan posibilidad de trabajar en el ámbito privado: minería, construcción, economía del conocimiento. Sostuvo esa cámara que es mejor que el Estado eche a rodar acciones que den trabajo afuera que hacerse cargo de los desocupados que deja la crisis.

Nadie está pidiendo que haya una ola de despidos, pero al menos, que se genere comprensión del privilegio que tiene quien ocupa un puesto estatal: gestionar la provincia de todos, aportar para que funcione todo mejor y en forma más eficiente y sentirse y hacerse sentir un servidos público necesario.

Si al leer esto alguien cree que es suficiente justificación que el Estado le tenga que dar trabajo a quienes no lo consiguen en otro lugar, no tiene sentido que sigan leyendo: creerán que cualquier ingreso masivo será insuficiente y la unidad de medida será solamente cuánta más gente falta tener un salario para que le pague el Estado.

Pero si se tiene en cuenta que los recursos son limitados, que se vive una crisis en donde el Estado no tiene dónde echar mano, ya que no hay actividad productiva que deje dinero genuino para pagar siquiera los salarios ya comprometidos de su personal, se comprenderá que es necesario repensar el rol del servicio público y además, no cerrarle la posibilidad a ninguna actividad económica que pueda dar empleo privado y, además, dejar regalías.

No, no hay un Papá Noel que reparta dinero: sale de la actividad económica. Y sin actividad económica privada, no habrá tampoco dinero para sostener el aparato público. Tal vez sí para reivindicar a los que trabajan, pero muy probablemente no a los que no se hacen sentir como necesarios.

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