La ética en el tablón
El diputado Enrique Thomas analiza el abordaje a las "guerras" que proponen las barras bravas del fútbol.
En un reportaje ofrecido al diario Clarín, Pablo Cococcioni, ministro de Seguridad de la provincia de Santa Fe, advirtió sobre un posible rebrote de violencia tras el asesinato de Andrés "Pillín" Bracamonte, líder de la barra brava de Rosario Central. Claramente, la advertencia del funcionario apunta a la posibilidad de nuevas "vendettas". Pero también alude al descontrol que podría generar la ausencia de Bracamonte y su segundo, Daniel "Rana" Attardo -también asesinado-, en el orden y seguridad de la tribuna "canalla".
Con sentido análogo, Rafael Di Zeo declaró hace unos días que sus "lugartenientes" son los encargados de "mantener el orden" en la popular de Boca Juniors. Lo dijo en respuesta a la decisión de la ministra de Seguridad de la Nación, Patricia Bullrich, que prohíbe al jefe de La Doce -y a varios de sus secuaces- acudir a cualquier evento deportivo dentro del territorio nacional. Según El Rafa, esta restricción "desatará luchas de poder", con sus consecuentes actos de violencia.
En ambos casos, subyace la noción de que los grupos violentos son un inevitable factor de poder dentro de los clubes -tolerado por la dirigencia futbolística y aún por las autoridades comunales o provinciales-, en cuanto garantizan un mínimo orden y ofrecen una interlocución personalizada y confiable con las fuerzas de Seguridad. Quienes lo entienden así, suponen errónea y superada la polarización entre barras, por un lado, y policías, dirigentes y funcionarios por el otro. Lo más "realista" sería pensar en un sistema de negociaciones que permite -si bien no erradicarlas- al menos regular las violencias que contaminan nuestro fútbol.
"Cuando organiza un operativo de Seguridad en un estadio, a la policía le conviene que las barras bravas tengan jefes. Un referente que funcione como interlocutor válido, alguien con quien negociar con poder suficiente para controlar a sus pares. Si no hay un líder claro, se toma partido por una facción", destaca un excelente dossier de la revista Anfibia, publicada por la Universidad Nacional de San Martín, puntualizando los argumentos en favor de esta modalidad.
Aunque tengo algunas sospechas, no puedo aportar pruebas de que sea ésta la metodología dominante en Argentina. Pero ante la abundante cantidad de testimonios, creo oportuno abordar la cuestión desde una perspectiva más cercana a la ética que a la necesidad. No es que quiera retomar la vieja discusión filosófica entre puristas y pragmáticos; ni que un viejo transeúnte de las calles más complicadas de la política como yo, se muestre ahora ingenuamente reactivo a la practicidad.
Pero una cosa es ser práctico y otra un "practicón", como llamaba Arturo Jauretche a los funcionarios que privilegian siempre la solución más simple, cómoda y barata. Por el contrario, considero que sostener normas o valores no implica falta de objetividad, ni mucho menos: aún el más estricto pragmatismo requiere límites y objetivos morales para cumplir sus fines.
En el tema que nos ocupa, entonces, diría que hacer depender la acción policial contra la violencia de la "voluntad negociadora" de quienes la promueven y dirigen, es un total contrasentido, que orienta la práctica gubernamental de Seguridad en el sentido contrario a lo que se propone originalmente, ya que lejos de erradicar la violencia la eterniza.
Se me ocurren cientos de ejemplos, además de éste, para sostener que el cumplimiento de la ley sólo es posible adoptando límites morales en la prevención y represión del delito. Conclusión que requiere menos de la abstracción que de la memoria ya que, sobre "practiconerías" de distintos tipos en materia represiva, la historia argentina reciente tiene mucho para decir.