Mitos sobre el sistema universitario argentino: ¿verdaderos o mentirosos?
Isabel Bohorquez se enfoca en esta nota en los dimes y diretes de alto nivel en torno a las universidades en la Argentina, y lo hace aportando cifras, enunciando mitos y desmitificándolos.
En este artículo reitero datos y recupero afirmaciones que fueron expuestas en artículos anteriores.[1]
Mi objetivo hoy es abordar el fenómeno del mito universitario y que como tal se sostiene fundamentalmente en las creencias, aunque la realidad concreta pueda mostrar otra cosa.
¿Es esto posible? Una sociedad, o algún sector de la sociedad al menos, ¿puede mantener convicciones que atraviesen el tiempo y las circunstancias históricas y desafíen cualquier transformación que pudiera ir en orden a beneficiar los mismos principios que defienden?
Claro que sí. Y un ejemplo concreto de ello son tantos gestos autoritarios, cerrados o excluyentes que provienen de posturas religiosas o político partidarias, o de ambas...
Hemos idealizado tanto a la universidad que rara vez cuestionamos su proceder o nos percatamos de que las universidades como instituciones cumplen una función social y deben responder a la sociedad que las sostiene.[2]
El mito de la universidad como una entidad superior al conjunto de las instituciones aún persiste de la mano de una convicción por el progreso vinculado a la ciencia.
Dice Bonvecchio: "La universidad según De Dominicis (...), es la cima más alta de la lucha por el progreso, que simultáneamente consiste en la obtención de la plenitud humana y la realización de una sociedad. Por medio de la universidad y de su función social, De Dominicis considera que se puede develar la superstición religiosa, atenuar la conflictividad entre las clases sociales, aumentar el saber y crear profesionistas cada vez más preparados".[3]
¿Quién querría oponerse a semejante convicción?
"El mito de la universidad nació y se desarrolló en el seno de la cultura burguesa (Bonvecchio, 2002). Aunque su marca de origen feudal y de matriz donde se elaboró todo nuestro sistema educativo tal como afirmó Durkheim (1986), el mito de la universidad es un mito moderno. Bonvecchio (2002) consideró que el binomio cultura-universidad representaba, para la clase burguesa en ascenso, el soporte indispensable de un proceso que, al finalizar el viejo orden aristocrático feudal permitiese el desarrollo de un nuevo sistema social y de un nuevo modelo económico-productivo. Sería función de la universidad establecer la armonía entre saber y poder en el marco de la ideología de su clase. La idea mítica de la universidad ´como templo del saber y de la ciencia' según Bonvecchio (2002) habría sido el vector que procuró -desde la superestructura- reproducir desde su especificidad una selección de saberes en función de la reproducción de las clases sociales".[4]
Mito que se expandió a nivel global y que fue teniendo sus particularidades según las regiones.
En América Latina se consolida a partir del siglo XX "como canal de movilidad social y racial. Este carácter se profundizó a través del requerimiento de un certificado de pureza de sangre (LANNING JOHN TATE, 1985) que excluyó de su seno a los pueblos originarios hasta el siglo XIX. Es por ello que la universidad latinoamericana ha funcionado desde sus orígenes como un selector social y ocupacional (STEGER, 1974; J.J. BRUNNER, 1987). El temprano arribo de la universidad a América Latina junto con los colonizadores marcó una impronta hispánica que cumplió la función de formar a las elites o capas letradas criollas que rigieron la vida colonial. (RIBEIRO, D., 2006). Su impronta profesionalizante y su mirada occidental han impregnado hasta hoy en día el modelo ideal de cada universidad nueva que ha sido fundada desde entonces. Todo intento de innovación o de vanguardia ha tenido cabida y ha sido relevante siempre y cuando no haya cuestionado sus saberes válidos y validados por el horizonte colonial/moderno, capitalista y eurocentrado (QUIJANO, 1993). Como instancia disruptiva la reforma universitaria que impulsó el movimiento estudiantil de Córdoba de 1918, buscó promover una mirada latinoamericana de la universidad, una apertura a los nuevos pensamientos renovadores de la época, la vinculación más cercana de la universidad con el pueblo y con los problemas sociales, la introducción del paradigma científico positivo imperante y un cuestionamiento a una universidad estática, dogmática y vergonzosa que percibían".[5]
La extensa cita de este excelente trabajo de Judith Naidorf se justifica en el intento de poner en palabras el profundo arraigo que tiene en la sociedad la convicción mítica de que la universidad es una institución irrebatible, prestigiosa per se.
¿Qué pasó en Argentina?
Argentina a fines de la década de los sesenta del siglo pasado, tenía en funcionamiento 10 instituciones universitarias de gestión estatal y 19 de gestión privada. El proceso de expansión había comenzado y nuestro país lideraba la región en tasa bruta neta de escolarización media y superior.
En aquél entonces, el plan Taquini para el desarrollo del sistema universitario nacional, pensaba la creación de nuevas universidades con criterios de distribución geográfica para alcanzar a toda la población en sus propias regiones, de singularidad en el sentido de que fueran diferentes a las ya existentes en cuanto a propuestas formativas que permitieran acompañar el crecimiento regional aportando conocimiento, desarrollo científico y tecnológico y con una perspectiva de futuro para potenciar nuevos espacios de ampliación y progreso.[6]
Recordemos que también el CONICET era por entonces una institución recién creada y que impulsaba la investigación como una dedicación exclusiva dentro del ámbito universitario.
Pasó poco más de medio siglo y el mapa actual de las universidades en Argentina es el siguiente:
La expansión del sistema fue enorme.
Dice la Coneau en su informe[7]: "(...) un crecimiento en la oferta educativa que arroja un total de 50 instituciones universitarias creadas durante el periodo 2000-2023"
Actualmente el número total de instituciones universitarias en Argentina es de 135, de las cuales 67 son de gestión estatal y 68 son de gestión privada según el mismo informe de Coneau. La población estudiantil aproximadamente alcanza los 2.162.947 estudiantes que asisten a universidades de gestión estatal (el 80 % del total de la población) y 551.330 que asisten a universidades privadas. Hay variaciones en las cifras, dependiendo de las fuentes, pero en resumen la población orilla los dos millones y medio de estudiantes.
En cuanto al presupuesto nacional destinado a la educación superior en los últimos 42 años (desde 1980 a 2022), el crecimiento ha sido del 226%. En cambio, lo destinado a educación básica durante el mismo período ha sido del 163%.
Si consideramos el porcentaje de población respecto al total de habitantes en Argentina (sin diferenciar estudiantes nativos, de extranjeros, etc.), dicha población alcanza aproximadamente el 5%. Cantidad muy reducida en comparación con la expansión lograda.
Una cifra más preocupante aún y que refleja el nivel de minoría que representa la juventud universitaria, es que la tasa bruta de ingreso 2021 de jóvenes entre 18 y 24 años es del 13,5. Lo que significa sencillamente que la inmensa mayoría de los jóvenes en Argentina (86,5%) dentro de esa franja etaria NO ingresa a la universidad.
¿Cómo interpretar estas cifras?
En principio, reflejan que el sistema universitario se expandió de manera muy significativa y eso gracias, entre otros factores, a que el financiamiento a la educación superior tuvo un crecimiento sostenido hasta duplicar lo que el presupuesto nacional le destinó en ese mismo período a la educación básica. Pero, por otro lado, no aumentó en el mismo sentido la población estudiantil ya que solamente el 13,5% de los jóvenes ingresan a la universidad. Y dentro de ese porcentaje, el sector más vulnerable ocupa el decil menor llegando al último año de cursada en un 1,1% respecto al total.
Si además consideramos que el sistema universitario argentino tiene una oferta académica sobredimensionada y excesiva en titulaciones de pre grado y grado (9329 titulaciones, o sea, carreras)[8] sobre la cual ya advirtió el CIN (Consejo Interuniversitario Nacional) en el 2012 que el acelerado crecimiento tanto cuanti como cualitativo trajo aparejado dos tendencias importantes: la "sobre" especialización en el título, que significa fundamentalmente "achicar el campo de incumbencias del egresado", por ejemplo Licenciado en Comercialización Agropecuaria que bien podría ser un posgrado dentro de una carrera de grado de Administración o de Agronomía. Y la otra tendencia: la superposición de ofertas y la reiteración de títulos, por ejemplo, Licenciado en Agronegocios, Licenciado en Administración y Gestión de Agronegocios, licenciatura en Comercialización Agropecuaria, Licenciado en Administración Agropecuaria y Agronegocios con orientación alternativa en Agroalimentos.[9]
Advirtiendo, por eso mismo, que esa oferta profusa, a veces desorganizada, desactualizada y otras superpuesta o planteada de modo tal que puede resultar un inconveniente al momento de que el graduado deba ejercer en su campo de incumbencia...
Y completando todo lo anterior con que la tasa de egreso -en tiempo teórico- del sistema es muy baja: alcanza el 25,1%. Mostrando así el peor de los panoramas, ya que el acceso es muy limitado a pesar de la condición irrestricta y gratuita para el estudiante (en el caso de las universidades de gestión estatal) y la permanencia, así como el egreso siguen siendo un desafío a resolver.
¿Dónde entonces el mito se ve reflejado?
Tres convicciones fundamentales subsisten y entiendo que es necesario abordarlas con intención trasformadora.
La primera es el mito de la igualdad de oportunidades. Al cual se recurre discursivamente dice Naidorf, como capacidad virtuosa del propio sistema. Pero en realidad, si no alcanzamos una educación básica sólida, que permita una formación adecuada para la continuidad de estudios superiores y que habilite a los estudiantes con capacidades para resolver los problemas a la vez que propongamos condiciones de accesibilidad genuina para los sectores más vulnerables, la universidad seguirá siendo territorio de las élites, de los más favorecidos y de alguna excepción que si bien honra la biografía de quien lo protagoniza no soluciona el problema de fondo que deja afuera del sistema a una gran mayoría de jóvenes.
La segunda convicción tiene que ver con la autoridad académica. El mito del saber científico que genera una aureola de prestigio indiscutible por todo lo que se genera, se afirma, se propone o se realiza en el ámbito universitario.
Sin embargo, urge la necesidad de actualizar los currículums, de dinamizar la formación con carreras más cortas, de reorganizar la oferta y superar los problemas someramente mencionados más arriba, entre tantas otras aristas a abordar para generar un sistema más vivo y dinámico de formación, investigación, actualización e intercambio con la sociedad que rompa con las prolongadas endogamias que han permanecido por décadas así como con tanta ideologización del espacio-territorio universitario que termina siendo presa cautiva de pujas políticas.
La universidad no es un espacio incuestionable, al contrario, es quizá el reducto más propicio para cuestionarnos juntos y pluralmente, aprendiendo, cambiando, mejorando desde adentro hacia afuera. Si no, el modelo feudal oscurantista sigue tan ileso como hace siglos, sólo se mudó el ropaje.
La tercera y última convicción a mencionar aquí es el mito de la autonomía. Concepto que ganó adhesión en la sociedad porque se enlaza con la libertad de enseñanza y de las agendas de investigación, poniendo bajo sospecha cualquier vinculación "espuria" que pudiera intervenir, controlar o contaminar las actividades académicas que gozan de esa condición de incuestionables.
Una defensa cerrada, sin capacidad de autocrítica de lo que ello implica, ha llevado a la convicción de que las universidades -considerándose soberanas más que autónomas- tienen una autoridad por fuera de la propia sociedad que las sostiene a través del Estado que debe ejercer un rol regulador y de control. Responsabilidad que no es solo administrativa respecto a lo presupuestario, sino también con relación al conjunto de la propia universidad para que ejerza su función social del modo más propicio.
Esta discusión ya se viene dando hace años. En la Conferencia Mundial sobre la Educación Superior para el Siglo XXI (París, noviembre 1998) se apeló al término autonomía responsable para diferenciarla de la autonomía de mirada cegada.
¿Cómo romper la endogamia y el abroquelamiento en un esquema que se justifica a si mismo sin caer en una intervención excesiva? ¿Cómo lograr un equilibrio?
¿Podremos afrontar estos mitos en orden a una innovación que renueve el sistema universitario y lo potencie?
[1] https://www.memo.com.ar/opinion/fracaso-universidades/
https://www.memo.com.ar/opinion/universidad-gratuita/
https://www.memo.com.ar/opinion/universidad-estatal-salarios/
https://www.memo.com.ar/opinion/educacion-ideologia/
[2] https://www.memo.com.ar/opinion/titulos-universitarios/
[3] Claudio Bonvecchio, El mito de la universidad, Siglo XXI editores, México, 1994, pp. 50-51.
[4] https://ri.conicet.gov.ar/bitstream/handle/11336/91152/CONICET_Digital_Nro.5ef65306-ce6b-4c70-bf85-3aa5d4897d87_A.pdf?sequence=2
[5] Judith Naidorf, ob. cit.
[6] Taquini, Alberto, Universidad y cambio social. Plan Taquini: presente, pasado y futuro. Eduntref, Buenos Aires, 2022
[7] https://www.coneau.gob.ar/archivos/publicaciones/PermanenciaEstudiantesUniversidad.pdf
[8] https://www.memo.com.ar/opinion/titulos-universitarios/
[9] https://www.cin.edu.ar/descargas/asuntosacademicos/Titulaciones%20Universitarias%20(CIN).doc