Historia

Perros, cementerios y presos: la cara oculta de la epidemia de cólera en Mendoza

La historiadora Luciana Sabina se detiene en la particular epidemia de cólera que afectó a la Argentina, pero fundamentalmente a Mendoza, en el siglo XIX.

Luciana Sabina

Corrían los últimos meses de 1886, cuando el cólera morbus hacía estragos por el viejo mundo y los puertos sudamericanos buscaban evitar el avance de la enfermedad. Con este fin, aquellos barcos provenientes de las ciudades infectadas eran puestos en cuarentena. Pero la llegada de un político importante, Antonio del Viso, en uno de estos barcos fue la excepción.

Nos cuenta Conrado Céspedes:

"... Condenables complacencias políticas primaron (...) sobre el interés y la salud del pueblo y antes que imponer al doctor del Viso las molestias de una cuarentena en nuestros puertos, optóse por relevar al ‘Perseo' [barco en el que viajaba el político] de toda observación, permitiendo el inmediato desembarco de todos los pasajeros...".

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Cabe destacar que el barco provenía de Nápoles, donde la enfermedad hacía estragos, y que durante la travesía murieron pasajeros con los síntomas del cólera. Pasaron sólo cuarenta y ocho horas para que se detectara el primer caso en Buenos Aires; se trató de un inmigrante italiano que había llegado en dicho buque.

Con la esperanza de que el mal no avance, Rufino Ortega -gobernador de Mendoza por entonces- decidió imponer una cuarentena de 7 días en Desaguadero a todo pasajero proveniente del Litoral. Esta decisión fue rechazada por el gobierno nacional que ordenó reabrir el paso por ser una medida "ni práctica, ni legal, ni posible".

Consecuentemente el cólera llegó a Mendoza e hizo estragos. Las dificultades más serias se dieron en torno al cementerio. Según uno de los diarios de la época, para diciembre las malas condiciones del cementerio de Guaymallén permitieron que los perros ingresar al mismo y robaran cadáveres, que dejaban esparcidos por la calle luego de saciarse.

En el camposanto de la capital la situación también era alarmante. Señala el citado Céspedes, testigo de los hechos, que "... todo el personal encargado de la apertura de las fosas y de sepultar cadáveres, resistíase a proseguir en la tarea no obstante el precio extraordinario fijado como remuneración (...) A todas las tristezas de aquellas horas nefastas, vino pues a unirse el cuadro desconsolador de nuestra necrópolis, albergando a centenares de cadáveres insepultos (26 de diciembre), vaciados allí precipitadamente...".

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La solución vino de manos de Lagomaggiore, intendente de la ciudad de Mendoza por aquellas fechas, y consistió en ofrecer este trabajo a los presos. De los sesenta que había en la cárcel aceptaron quince. Recibieron remuneración, aunque la mitad de lo que se ofrecía a los libres y durante los dos meses que trabajaron como sepultureros ninguno enfermó de cólera.

Sobre la cantidad de muertos que está enfermedad dejó en nuestra provincia nunca tendremos certeza. Según Conrado Céspedes "... las cifras que arrojan los libros del registro civil no se acercan ni con mucho a la realidad, lo cual se explica fácilmente porque en aquellos momentos se hizo caso omiso de las prescripciones legales, referentes al denuncio de las defunciones, y, también por la idea predominante de las autoridades de ocultar los estragos del flagelo, como medio de tranquilizar al público...".

Se llegó a mentir señalando que personas que morían de cólera lo habían hecho por tifus, algo ridículo cuando se hallaban en hospitales dispuestos para enfermos de cólera. "... El mismo Lagomaggiore -continúa Céspedes- nos informa que concluida la epidemia, y al incautarse los libros llevados en los lazaretos, pudo observar, con sorpresa, que las hojas correspondientes al movimiento de la mortalidad, habían sido arrancadas, desapareciendo así todo antecedente acerca de una cuestión estadística de tanta importancia...".

El cólera dejó una marca indeleble en la provincia de Mendoza y en la memoria de aquella generación, una herida profunda alimentada por las negligencias y el ocultamiento. La epidemia reveló tanto la precariedad sanitaria como la fragilidad de las decisiones políticas en tiempos de crisis, en los que la búsqueda de preservar las apariencias se impuso al bienestar colectivo. Si bien las cifras oficiales se perdieron junto con las páginas arrancadas de los registros, la memoria de aquellos días oscuros debe hacernos reflexionar. Esta tragedia se convierte en un recordatorio de que, ante cualquier amenaza a la salud pública, los errores y omisiones pueden ser tan devastadores como la propia enfermedad.


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