Historia

El irreverente Lucio V. Mansilla

Escribe la historiadora Luciana Sabina: "Militar devenido en periodista, dirigía entonces El Nacional y el Colegio de Escribanos".

Luciana Sabina

Las lágrimas de Lucio V. Mansilla humedeciendo su rostro, fueron lo último que Pantaleón Gómez sintió antes de morir. Militar devenido en periodista, dirigía entonces "El Nacional" y el Colegio de Escribanos. Veterano de la Guerra del Paraguay, de vasta experiencia política ocupó la gobernación del Chaco con sólo 45 años. Su trágico fin comenzó a escribirse en febrero de 1880, cuando el periódico que comandaba criticó un sombrero del general Mansilla. Ciego de indignación, don Lucio lo retó a duelo.

Cabe señalar que, en la geografía espiritual de Mansilla, lucir bien resultaba primordial. Por ende, cualquier ataque a su distinción constituía una ofensa inaceptable. El político contemporáneo Aristóbulo del Valle lo retrató muy bien: "cuando va por la calle, se sonríe delante de todos los espejos. Si se mirara con el ceño adusto, mandaría los padrinos a su propia imagen reflejada en el vidrio...".

Pantaleón no fue autor de la sátira, pero mientras los padrinos designados por ambos intentaban evitar el enfrentamiento, comenzó a discutir con Mansilla través de la prensa. Así, con cientos de lectores como testigos, se agredieron mutuamente durante días. Gómez llegó a escribirle "Es usted un desgraciado a quien no queda ni el miserable derecho de insultar a la gente decente. Ni sus iguales lo abonan". Como respuesta última obtuvo: "Ya verá si hay quien me abone". Acto seguido se dieron cita en Palermo, armados, a las 11 de la mañana del 7 de febrero.

El duelo fue concertado a pistola, con diez pasos de distancia. Luego de dos intentos -en los que ninguno acertó-, Gómez descargó su arma contra el piso, diciendo: "Yo no mato a un hombre de ta...". No logró finalizar la palabra talento y se desplomó atravesado por la bala del general. Murió en el mismo campo del honor, bajo las caricias arrepentidas de su verdugo.

El sepelio fue impresionante. Ciento cincuenta carruajes marcharon en pos de la carroza fúnebre. Domingo Faustino Sarmiento emocionó a todos al despedirlo: "¡Muerto! Pantaleón Gómez, el simpático, el fervoroso, el leal, el verídico, el arrogante joven. ¡Muerto! (...) Esa sepultura cavada casi en el umbral de la vida, este amigo joven que debió dejarme a mí aquí y seguir su camino, os dirige un consejo: no derrochéis la vida, no arrojéis al aire a puñados los sentimientos de honor, de patriotismo, de inteligencia. Tan nobles dotes os fueron dadas no para florecer al primer rayo de sol y morir en seguida, sino para dar frutos sazonados. Los restos de Pantaleón Gómez quedan aquí, en nuestros corazones la memoria de su hidalguía, pero en la superficie de la tierra, en esta patria que todos debemos enriquecer, Pantaleón Gómez no deja obra acabada a causa de darse prisa sin motivo suficiente, a mostrar que sabía morir".

Luego del terrible incidente, Mansilla no fue citado por la justicia e inmediatamente viajó a Europa con su familia. Se radicó en Francia, convirtiéndose en una figura habitual de los bulevares parisinos. Naturalmente elegante. Su charla, amena y fácil, lo distinguió pronto entre todos. Sin embargo no era feliz. Quedó claro que el campo de batalla, el parlamento, el periodismo, donde actuó con brillantez y eficacia, constituyeron accidentes más o menos importantes; pero no permanentes en su vida. De lo único que no pudo alejarse del todo fue de Buenos Aires, a dónde regresó esporádicamente.

Don Lucio nació en dicha provincia, el 23 de diciembre de 1831. Al tratarse del día de Santa Victoria llevó en su honor "Victorio" por segundo nombre. Hijo de un respetado militar -Lucio Norberto Mansilla- y de Agustina Rosas, hermana menor de Juan Manuel de Rosas, gozó de una infancia llena de lujos y la distinción social. Poco antes de cumplir los 18 su padre lo envió en expedición comercial. Conoció así parte de África, Asia y Europa.

Luego de la caída del Restaurador en la Batalla de Caseros, Mansilla se trasformó en uno de sus mayores críticos. Incluso coincidió políticamente con los enemigos de éste, tales como Justo José de Urquiza o Bartolomé Mitre.

Entre 1864 y 1868, nuestro personaje, participó en la Guerra de la Triple Alianza. Bajo su mando quedó Dominguito, hijo de Domingo Faustino Sarmiento. Mansilla lo protegió hasta el punto de darle dinero para que pudiese mantener a su madre, Benita Pastoriza. El "padre del aula" se encontraba en Estados Unidos, peleado con los suyos, debido a la relación extramatrimonial que mantenía con la hija de Dalmacio Vélez Sarsfield.

En una de las numerosas cartas que Dominguito envió a Pastoriza desde el campo de batalla, desnudó el espíritu generoso de su superior: "Mansilla, pasado el primer momento de la carga, me ordenó que me retirara, yo no habiendo querido obedecerle como era natural; me dijo: 'He prometido no exponerlo a Ud. sino en caso indispensable. Volvamos al batallón y piense que se lo he prometido a su mamá'. Te cuento esto para que veas como hay quien cuide por ti". Lamentablemente, el muchacho murió en la batalla de Curupaytí, a mediados de septiembre de 1866.

Muchos años más tarde don Lucio lo homenajeó a su modo. Sarmiento odiaba tanto a Benita que la eliminó del testamento. Al morir éste, Mansilla consiguió para ella una pensión del Congreso nacional que le correspondía por ser la viuda oficial.

Este tipo de acciones caballerescas, lo mantuvieron ocupado cuando no estaba escribiendo o aprendiendo. Mansilla buscó siempre perfeccionarse y, en este sentido, alguna vez dijo: "Si eres franco por carácter, procura ser reservado por estudio". Excelente consejo, que él jamás puso en práctica. Excesivamente impulsivo, fue considerado inconstante y versátil; por lo cual sus pares políticos no le dieron mucho espacio en el gobierno.

Tan abierto era que no ocultó sus manías, entre ellas destacó el gran temor que tuvo a ratones y canes. "Yo tengo un miedo cerval a los perros -confesó-, son mi pesadilla; por donde hay, no digo perros, un perro, yo no paso por el oro del mundo si voy solo, no lo puedo remediar, es un heroísmo superior a mí mismo (...). Juro que los detesto, si no son mansos, inofensivos como ovejas, aunque sean falderos, cuscos o pelados".

El general no destacó sólo por su personalidad. Fue, además, dueño de una figura atrapante. Alto, esbelto y siempre impecable; su belleza juvenil mutó en elegancia madura. Sabiéndose agraciado, transitó los caminos porteños con arrogancia y seguridad. En cierta oportunidad, le obsequiaron un largo sobretodo-levitón claro y una galera sedosa, color crema. Estaba sumamente encantado. Lo primero que dijo al vestirlos fue: "Me voy a la calle Florida. Quiero que el mundo admire mi elegancia...". Porque para él, a pesar de recorrer muchos países a lo largo de su vida, el mundo todo estaba en la ciudad que lo vio nacer. En una de sus últimas visitas a la ciudad, posó para la prensa y declaró: "Mis impresiones sobre Buenos Aires, dónde durante mi ausencia he vivido con el pensamiento, puedo resumirlas en breves palabras, siendo satisfactorias. Hay aquí un noventa por ciento de cosas excelentes diez y un por ciento de cosas malas".

Mansilla pasó los últimos años de existencia en Europa, postrado. Ningún narcótico logró calmar sus dolores. Mientras su cuerpo se derrumbaba, la lucidez que lo caracterizó se mantuvo intacta. Sólo ansiaba volver a Argentina. Pero no sucedió. Aquél gran señor, que alternó con monarcas europeos y con reyes de la Pampa; con pobres y millonarios; con sabios e incultos. Aquél infatigable viajero y fastuoso guerrero de la palabra, murió el 8 de octubre de 1913 en París. Al llegar la noticia a Buenos Aires, un cronista señaló: "La calle Florida empieza hoy a envejecer". 

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