Columna Líquida

Años, signos

Un cuento de la escritora Marcela Muñoz Pan para el domingo.

Marcela Muñoz Pan

Los días se anunciaban cautelosos y la magia fundamental, para saber que estaríamos la vida entera juntos.

Sucedió en un particular septiembre. Me acurruqué en tus brazos y comprendí que el mundo iba a tener sentido. Eras el misterio, la osadía, y entre sollozos y dolores de panza en mi mirada celebrada, estabas ahí, exactamente en el punto de esa noche 21:25 hs, luna y corpórea. Así, desde el mismo principio te involucré a la vida última, como la complicidad y el buen vino.

Siempre ibas a buscarme al jardín, el barrio Jardín de la abuela Emilia y los líricos tíos; el sonido de tu auto era terriblemente presentible a dos cuadras, medio minuto y como un solo segundo. La abuela comenzaba a hacer pucheros y yo corría con mis medias de lana gruesa, que mi madre acababa de terminar, hacia su pollera azul. Para ese entonces el pelo caramelo y bucles lo llevaba suelto. Estábamos en pleno invierno. En ese singular rincón nos anhelábamos los tres, la abuela, vos y yo; sugestiva y constante súplica de quién se quedaba con quién.

Los días seguían concurridos y crecíamos con la nostalgia de alguna baldosa vieja, amarilla, como el otoño cuando se anuncia. El pregonado barrio Jardín, donde cantábamos alegría y jugábamos al peteco. A cada instante se adiestraba la vida y la muerte. A esta mixtura se sumaban mi madre, mis hermanas, mis tías, los primos y siempre la abuela, nos disputábamos la vida contenida, la ternura del cuento antes de irse a dormir y el agüita con menta y limón en la jarra de porcelana inglesa.

Habitábamos ese longevo patio desordenado. Sentado en tu silla al sol, bajo no sé qué destellos, te espiaba, revoloteaba por las enredaderas y el deseo del parral. Oía tus secretos, siempre los supe: amaba tras la ventana que se desplomaba sin permiso sobre el patio, esa cabellera blanca, esa estirpe impresionista de tu rostro enamoradizo y trémulo. Siempre hay azules en tu pelo aunque te fueras poniendo viejo.

Los días corrían vertiginosos, no nos dábamos cuenta que la niñez iba describiéndose y borrando en cada rayuela, en el ardiente olivo, infinitos y escondidos atardeceres, profesando la presencia, las lecturas y los ojos silenciosos, tan silenciosos como las lluvias suaves de cualquier invierno. No querer el amanecer.

En esos días tan quién sabe, llegó sin dar excusas. Sumisamente la abuela no se negó a la muerte, injusta muerte. La poesía no dejó huellas y yo no tenía un cuento para vivir con alevosía. Me atenazó la infancia. Los días acechaban pesadillas y recuerdos escultóricos, serenos. Sucedió en los quince abriles cuando ya asomaban otras quimeras. Mi padre no puso quejas sobre mis medias de muselina, los labios frescos rojos y los patines de Casa Italia que dejaba desparramados por todos lados y la abuela que se había ido.

Los instantes habían escapado y medio siglo para vos fueron como cien soledades, cien años. Huíamos en otros tonos con manos reproducidas en otros ecos. Exiliados de la infancia, fueron años de puentes no tan levadizos. Juntos relatábamos los regresos, los pudores y amores. Ustedes saben qué impiadoso es el tiempo, deshabitado olvido, sedienta trampa inconclusa.

Esos días latidos nos prometían indefinidas emociones y azarosas coincidencias. Desnudábamos los talones y dejábamos nuestra forma en la prisión dialéctica. Ya no había quejas de quién se quedaba con quién.

Ahora nos salvamos por andenes diferentes; vos junto al sol, la silla de paja y el deseo del parral. Yo abrazando montañas, otros vinos y el amor de tu terruño sanmartiniano. En estos días la muerte no nos encuentra, vaya a saber en qué siglos viene nuevamente, solitarios y vastos territorios nos devuelven la palabra. Nos seduce el tango, nos acercamos, nos perdemos tras una memoria de silencios susurrados, perseguidos, encontrados por mí y por mi herencia.

También debo decir que ciertos días queman, se despliegan en las parcelas de estos nombres habitados por los que se fueron y los que se quedaron.

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