Lecturas

El lector devenido en protagonista

Eduardo Atilio Da Viá da testimonio aquí de la experiencia de un lector avezado que, finalmente, termina teniendo una experiencia inmersiva en lo que lee.

Eduardo Da Viá

No me cabe ninguna duda que la lectura de una buena novela resulta una acción gratificante por excelencia, siempre y cuando sepamos hacerlo con calma, degustando, saboreando cada párrafo que el escritor nos ofrece seguramente después de una minuciosa y exigente revisión previa a la publicación.

Además, la lectura siempre nos deja un sedimento cultural o emocional, dependiendo del tema, por cierto.

Cuando se trata de una temática basada en la realidad, el autor generalmente ya sea exprofeso o inadvertidamente, modifica en alguna medida esa realidad; y cuando lo es producto exclusivo del ingenio, la realidad que se muestra es irreal, simplemente no existe, pero toma visos de realismo a tal punto que suele ser aún más atractiva que el realismo verdadero.

El meollo de este ensayo es sin embargo, un fenómeno que suele ocurrir, al menos a mí me sucede con cierta frecuencia, y que se trata de que la trama es tan atrapante que uno termina por incorporarse oníricamente al elenco actuante, por lo general fugazmente y más bien en condición de simple espectador no participante, intertanto las principales figuras siguen tejiendo el actante que los convocó; otras veces mi incorporación adquiere especial relevancia cuando se trata de la necesidad imperiosa de un procedimiento quirúrgico que me es solicitado dada mi profesión de cirujano. Esto tiene sus pros y sus contras, por cuanto de ser exitosa mi labor de quirurgo la trama sigue su curso tras el ligero traspié de la solucionada enfermedad; pero si la Parca gana la partida suelo despertarme agitado y agradecido de advertir que solo fue un sueño.

Otras veces, y acaba de ocurrirme leyendo la famosa novela de Mujica Láinez La Casa escrita hacia mediados del siglo XX, pero ambientada en el intermedio de los siglos XIX y XX, casi todos los días y noches que tomé el libro, me introduje en la mansión que resulta ser la protagonista principal y escrita en primera persona

La Casa en cuestión fue una muy lujosa mansión sita en plena calle Florida cuando ésta era habitacional y no comercial y por cierto una de las locaciones más distinguidas de Buenos Aires.

La antigua calle Florida habitacional.

Sus dueños, de la más alta alcurnia, incluyendo al propietario que ostenta el cargo de Senador y su distinguida familia con Clara su esposa a la cabeza, y cuatro hijos cada uno con su propia problemática existencial.

Pero lo llamativo del libro es que acude a la prosopopeya o metagoge, dando vida y protagonismo a un verdadero tesoro de obras de arte que decoran buena parte de la mansión, bajo la formas de frescos, lienzos pintados cubriendo extensas superficies, cada uno con numerosos personajes que habrán de tener oportunamente su protagonismo, amén de fina estatuaria y predominando los personajes de la mitología griega, o bien héroes como Holofernes, que todos a su tiempo expresan su parecer acerca de la multitud de situaciones que se van creando entre los habitantes de la casa.

Los diálogos ocurrían principalmente de noche cuando ya las exquisitas luminarias, entre ellas la araña de caireles de cristal francés, se apagaban y los personajes se retiraban a sus respectivas habitaciones.

Aquí sí podía terciar yo dando mi parecer de hombre común, simplemente un asiduo lector y bajo la batuta de la propia casa que llevaba la voz cantante, por cuanto era la única que sabía los entresijos que se aireaban en cada una de las dependencias, sin faltar por cierto intimidades eróticas legales y de las otras, las más interesantes por cierto.

Incluso se bebían exquisitos vinos de la muy bien surtida bodega familiar, franceses la mayoría, idioma que todos hablaban producto de sus viajes a Europa con estadías prolongadas como acostumbraba la parte distinguida de la sociedad bonaerense.

El ánimo imperante era la tristeza por cuanto la casona estaba siendo demolida a la edad de 68 años, fallecidos o ausentados todos los que oportunamente la ocuparon, y ella, la protagonista se explaya acerca de los sufrimientos que los picos y combos le hacían padecer cada día, pero lo que más le afligía era el mal trato de las obras de arte y el dolor de los personajes de lienzos y frisos cuando eran arrancados por trozos de paredes y techos; pero además persistía en la intimidad de cada uno la pena del recuerdo del menor de los hijos de la casa víctima de un supuesto accidente que le costó la vida, un detalle clave para entender lo complejo de la trama es el fratricidio que sucede precozmente en la novela, cuando Paco, el mayor de los hijos, en una noche de carnaval, arroja al vacío desde uno de los balcones a su hermano Tristán. Nadie piensa en un asesinato y se considera al hecho como un accidente.

El crimen queda impune y, desde entonces, Tristán permanece en la casa como un fantasma, acompañado por el caballero, otro fantasma. Paco se encierra en su cuarto hasta que es declarado demente e internado de por vida en un hospital psiquiátrico.

Por cierto, la única que sabe la verdad es la casa, testigo presencial del crimen y que fiel a su afecto para con el resto de los moradores, nunca lo revela.

Transcribo las palabras finales del libro que yo escuché ya desde lo que fuera el jardín frontal y coincidente con el derrumbe de los últimos ladrillos a manos de los despiadados obreros de la empresa de demolición:

Era claramente la voz de la Casa.

Y ahora... ahora no lo veo al Caballero gris...

No veo nada...nada...no veo...

¡Tristán!... ¡Tristán!... El Ángel...el Ángel...¡Tristán mío!...Tristán...ya... no... veo ...nada Ya... no... soy... ¿adónde?... ¿qué?...

Creo que la vi caer al tiempo que despertaba.

La segunda experiencia más reciente aún me ocurrió al leer la novela póstuma de García Márquez "En agosto nos vemos".

Como sabemos no alcanzó a terminar de corregirla sobre las pruebas de galera, doblegado por el Alzheimer que lo abatió.

Tras la muerte de García Márquez, el 17 de abril de 2014, sus herederos vendieron los textos del escritor al Harry Ramson Center, de la Universidad de Texas, en Austin. Cuando murió su esposa Mercedes Barcha, el 15 de agosto de 2019, sus hijos Rodrigo y Gonzalo García Barcha recordaron esa novela que su padre había pedido que destruyeran. La volvieron a leer y consideraron que era digna representante de su obra. Que podría ser un bonito colofón, por el tema tan actual y justo, y porque estaba bien escrita. Piensan que, tal vez su padre, en manos ya del alzheimer, había perdido la capacidad de juzgar su propia obra. Además, él, también, les dijo que hicieran lo que quisieran.

Y lo que hicieron fue compartir esta historia en un libro con un prólogo de motivaciones sobre por qué desobedecieron la voluntad de su padre, ordenar lo escrito por García Márquez sin añadir una palabra y mostrar cuatro páginas facsimilares del original, desvelar la carpintería de un artista de la literatura.

Mi experiencia al leerla fue al inicio la de una lectura común, agradable pero no atrapante hasta que la protagonista Ana Magdalena Bach emparentada con el genial músico alemán y que acostumbraba cada mes de agosto, a cruzar el brazo de mar que separaba el continente de una de las islas seguramente colombianas donde yacían los restos de su madre por expreso deseo de ella, que por su parte acostumbraba en vida a viajar tres o cuatro veces al año a la mencionada isla donde permanecía algunos días, y al solo efecto de desconectarse de la agitada vida citadina.

La hija había desarrollado un esquema rutinario para la visita: cruzar en transbordador, alojarse en el mismo hotel de mediana categoría, comprar un ramo de gladiolos, la flor predilecta de su madre y que la florista ya le tenía preparado sabedora de la puntualidad de su cliente. Luego se dirigía al cementerio, en la cima de una de cuyas colinas se hallaba la tumba maternal, la lápida siempre tapada por las hojas caídas las que apartaba con sus manos para luego depositar el ramo y rezar una oración.

Vuelta al hotel y regreso el mismo día o al día siguiente según los tiempos y las ganas. De quedarse siempre le llamaba a su esposo con quien la unía una feliz relación para advertirle de no esperarla, por cuanto regresaría por la mañana siguiente.

Mi intromisión en la trama se inicia en uno de los viajes en que decide quedarse y para no tener que cambiarse de ropa como corresponde para asistir a un restaurante de lujo, opta por bajar al comedor del propio hotel que ofrecía un menú sencillo pero sabroso. Sin advertirlo al principio, ocupó una mesa individual a un metro escaso de otro comensal ubicado en una mesa similar, pero con la mirada casualmente dirigida a la nueva comensal. Bien parecido el hombre, joven, aunque precozmente canoso lo que lo hacía más atractivo, no vaciló en fijarle la mirada a la linda dama que al principio la rehuyó, pero que dada la perseverancia, terminó por esbozar una ligera sonrisa. Finalizaron las respectivas cenas casi al unísono y aquí fue cuando resuelto el caballero, se levantó con la copa en la mano y le espetó a Ana con total naturalidad, que, dada la evidente soledad de ambos, si le permitiera tal vez acompañarla para charlar un rato. A lo que ella sin ambages respondió afirmativamente y evidentemente gustosa de la propuesta. El aroma a romance se percibió a poco de iniciada lo que al parecer sería una fugaz relación, y es justamente aquí cuando la morbosa curiosidad me introdujo en la trama. No me equivoqué. Ella lo invitó a su habitación y a poco ambos liberaron los respectivos instintos para pasar una noche de sexo ardiente como ya no acostumbraban en sus respectivos hogares. El hombre se retiró cuando ella aún dormía a pesar de que el ardiente sol caribeño ya le bañaba el rostro y yo me escabullí de ella y de la rutina de su regreso.

Al año siguiente, ni bien iniciados los preparativos para su "inocente" viaje y sin querer perder detalle alguno, la acompañé desde la misma puerta de su casa, durante el cruce en el transbordador y el resto de la rutina, hasta la vuelta desde el cementerio al hotel. Pero esta vez procedió a tomarse un prolongado baño de inmersión, a perfumarse detalladamente y bajar al comedor elegantemente vestida y con la lascivia claramente notable en sus bellos ojos. Estaba dispuesta a todo; y el todo se dio, pero con un caballero diferente, más joven y muy experto en las artes amatorias que le hizo conocer placeres insospechados.

De más está decir que la acompañé en cada viaje, pero ya solo en los momentos cruciales del inicio de la relación de turno que siempre fue con un candidato distinto. El canoso no volvió a aparecer.

En la última parte de la novela cuando ya la reiteración de las aventuras me resultaba poco atractivas y no me seducían a incorporarme al elenco, ocurren una serie de vicisitudes diferentes a las de la habitual rutina lo que me hizo inmediatamente vislumbrar un final merecedor de vivirlo desde adentro y así lo hice.

Cuál no sería la sorpresa de Ana y la mía también que a su lado estaba en mi duermevela, cuando descubre la tumba de su madre totalmente cubierta de flores en distintos estados de decadencia, algunas recientes pero que en conjunto implicaban un desembolso considerable para el misterioso visitante, raro en un cementerio de pobres.

Interrogado el encargado del camposanto por el nombre del evidente admirador de su madre, adujo no saberlo pero que iba de vez en vez y la cubría de flores.

Me desperté en ese mismo instante, sabedor de la verdadera historia de los viajes de descanso de su madre y comprendí la ausencia de condena por parte de la hija, que sin saberlo y ni tan siquiera sospecharlo, había seguido el camino afectivo de su madre.

Es necesario destacar que las conductas de ambas mujeres diferían en un detalle clave, el amorío de la madre fue con un solo hombre, siempre el mismo, hubo un vínculo amoroso entre ambos; en cambio en el caso de la hija, sus encuentros fueron meras descargas eróticas, carentes de afectos y sin remordimientos por el adulterio reiterado.

Claro, de los detalles solo nos enteramos los que nos introdujimos en la obra.

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