Historia

Roca no fue un genocida

La historiadora Luciana Sabina defiende el accionar de Julio Argentino Roca, todavía hoy repudiado por algunos sectores.

Luciana Sabina

A principios de 1878 Julio Argentino Roca recibió una carta del presidente: "Acabo de firmar el decreto nombrándolo Ministro de la Guerra (...) Encontrará V.S. una herencia que le impone grandes debe­res. Es el plan de fronteras que el Dr. Alsina deja casi realiza­do, respecto a esta providencia, y a que es hoy más que nunca necesario llevar sin interrupción hasta el último término".

Adolfo Alsina -que ocupaba ese puesto- había muerto y la estrella de Julio Argentino comenzaba a brillar en el firmamento. Por entonces se encontraba en Mendoza e inmediatamente se trasladó desde hacia Buenos Aires. En el camino casi murió, debido a una grave intoxicación. Pero sobrevivió y siguió su marcha, como to­dos aquellos que tienen cita con la historia.

En agosto de ese año se dirigió al Congreso de la Nación Argentina:

"Hasta nuestro propio decoro como pueblo viril nos obliga a so­meter cuanto antes, por la razón o por la fuerza, a un puñado de salvajes que destruyen nuestra principal riqueza (...) La importancia política de esta ocupación se halla al alcance de todo el mundo. No hay argentino que no comprenda que en estos momentos, agredidos por las presiones chilenas, que debamos tomar posesión real y efectiva de la Patagonia".

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No sólo los malones afectaban a miles, los aborígenes decían estar bajo la bandera de Chile, porque aquel gobierno los protegía y mandaba regalos, mientras el nuestro había dejado de hacerlo. Se plegaban así a los deseos del vecino país de avanzar por nuestro territorio.

El Congreso Nacional autorizó la campaña. Desde mayo hasta diciembre de 1878 se llevaron a cabo veintitrés expediciones, que arrojaron la suma de trescientos noventa y ocho muertos y tres mil seiscientos sesenta y ocho prisioneros. Ciento cincuenta cautivos regresaron a su hogar.

Al año siguiente, el Ejército formó cinco divisiones distri­buidas entre Buenos Aires y Mendoza. Las partidas contaban con médicos, in­genieros, sacerdotes y hasta las familias de muchos soldados. Parecían pueblos en éxodo. El 16 de abril Roca dejó la Capital y se internó con sus hombres en el desierto, prontos a escribir un nuevo capítulo de nuestro pasado.

Las tropas trajeron muerte y vida. Cautiverio para unos, libertad para otros.

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El historiador Isidoro Ruiz Moreno realiza una defensa del Ejército argentino, adjuntando documentación que descarta cualquier fin genocida. Señala la "falta de consistencia con que algunos escritores achacan a los jefes militares del Desierto el dar muerte sistemáticamente a los indios que combatían. Con tal desaprensión que revela falta de rigor científico -al no basarse en documentos fehacientes-, se procura desmerecer la acción heroica y positiva que significó concluir con un estado espantoso de la vida en la frontera, duplicando la extensión de nuestro país".

El mismo Roca difundió una orden a los miembros del Ejército días antes de comenzar la campaña buscando evitar una matanza: "En esta campaña no se arma vuestro brazo para herir compatriotas y hermanos extraviados por las pasiones políticas, para esclavizar o arruinar pueblos, o conquistar te­rritorios de Naciones vecinas. Se arma para algo más grande y noble: para combatir por la seguridad y el engrandecimiento de la Patria, por la vida y fortuna de millares de argentinos, y aún por la reducción de esos mismos salvajes que tantos años librados a sus propios instintos, han pesado como un flagelo en la riqueza y bienestar de la República".

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Pero los soldados estaban hartos de la vida en la fronte­ra y odiaban profundamente a sus enemigos salvajes. Fue muy difícil que cumplieran la orden de no eliminar a quienes se rindieran.

El resto de la historia es bien conocida. 

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