Albores de vendimia

Narrativa en homenaje a los primeros cepajes mendocinos, por Matías Edgardo Pascualotto, autor de "Las políticas hídricas y el proceso constitucional de Mendoza"

Matías Pascualotto

Yacía recostado bajo la sombre del anciano aguaribay, cuyas ramas bajas, como infinitas manos, lo protegían de los calores de ese día de enero. Sus ancestrales rasgos millcayacs miraban con satisfacción el paño verdinegro que se presentaba ante sus ojos, enmarcado en su horizonte por el contorno azulino de la cordillera, y la exitosa empresa le daba regocijo a sus manos llagadas y pululantes de ampollas, abiertas por las asperezas del palo contorneado a machetazos que le servía de zapa.

Las hileras de viñas explotaban frente a él. Giró la cabeza y observó la construcción baja y compacta de gruesos adobes y techo de juncos con barro compactado que se erguía a un centenar de metros de dónde estaba, al fondo del sendero, y por cuya pequeña abertura se divisaba a Alonso, el fraile, agachado con las herramientas de carpintería en mano, repujando los bordes del cuero que habría de propiciar de lagar en las semanas venideras.

En el pequeño convento no se hablaba de otra cosa. Duro había sido el derrotero hasta lograr el paisaje de uvas tintas que se exponía, imponente por contraste, entre el novel caserío gris. Contra los primeros y negativos pronósticos del superior de la orden, el cual no quería embarcar dineros ni esfuerzos en empresas vanas, pudo, luego de varias argumentaciones insistentes, lograr oídos la idea obsesiva del hermano que, en ese momento, aprestaba los rudimentos de vinificación, mientras recordaba su terruño peninsular a la vera del Tajo, páramo de infinitos canales como éste, según comparaba nostálgico en sus narraciones mil veces repetidas a los ocasionales oyentes, mientras señalaba hacia distancias inconmensurables, allende las pampas y los mares.

Tras la autorización, fue el mismo Alonso, tomando en sí toda responsabilidad ante el regente del convento, quien había hecho el encargo. La quimera había llegado desde las tierras del norteño valle de Ica, dentro de cuatro gruesas y compactas vasijas de barro cocido, en cuyo interior, que contenía tierra humedecida hasta la mitad de su espacio, habían sido clavadas las infinitas estacas que, al abrir las tapas selladas con cal, asomaron a la luz del perdido caserío como una suerte de lombrices secas y raquíticas.

El espectáculo de languidez presentado por el conjunto hizo fruncir, descreído, el ceño del superior, estado de ánimo que este variaría meses después, al ver tímidamente emerger, tras el acaecimiento de las primeras calideces de la primavera cuyana, en el rincón protegido de la galería del convento, los incipientes brotes verde claro, que empezaron a contrastar dentro de las terrosas botijas, como ojos de curiosos duendes.

De eso habían transcurrido siete pacientes años, y los retoños hacía un lustro que yacían en los surcos, transformados, autores de las llagas y ampollas de nuestro anónimo rememorante, que repasaba cotidianamente las zanjas con el rudimento de madera, centinela paciente de los almácigos devenidos ahora en copiosa vid, por obra del ingente sol y de las venas de agua proveniente de la milenaria acequia huarpe.

Desde el rincón, bajo el aguaribay, festejaba con la satisfacción de la tarea realizada, la inminente hazaña del vino propio en esa pequeña colonia, denominada pomposamente Ciudad de Mendoza Nuevo Valle de La Rioja, y en la cual lo esperaba, prontamente, la faena de vendimiador.

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