Que sea mujer

Escribe en esta columna Emiliana Lilloy: "El desafío es construir un mundo simbólico en donde ser mujer no sea algo peyorativo, que no permitamos que a las mujeres que se atreven a gobernar y exponerse ante un mundo de varones se las estigmatice por una u otra característica que nada tiene que ver con sus capacidades de liderazgo y acción".

Emiliana Lilloy

En la serie "Monzón" alojada en Netflix, el personaje que interpreta al boxeador expresa abiertamente la decepción de que su hija haya nacido mujer. Sin perjuicio de que para muchas personas esta pueda ser una respuesta evidente en él, en la actualidad nos genera al menos algún impacto, un punto de inflexión en el que nos detenemos y repensamos lo que acaba de suceder en la pantalla.

Sabemos también de los centros que alojan niñas descartadas en los países en los que hay control de natalidad y sus progenitores sueñan: que sea varón. Sucede tal vez, que nadie quiere traer al mundo a alguien que vivirá sin derechos, a quien se la privará de educación convirtiéndola en una carga, programada para ser frágil y temerosa, susceptible incluso de ser asesinada por las personas que sí queremos traer al mundo. Una paradoja.

Durante la campaña electoral que la llevo al poder, Margaret Thatcher contrató un entrenador vocal del Royal National Theatre que trabajó su voz para bajarle el tono. El objetivo era hacerla más grave y así acercarla a la tonalidad masculina, porque de los estudios sugerían que para los/as votantes, la voz aguda era sinónimo de debilidad, falta de autoridad y por lo tanto no daba confianza o no resultaba creíble.

Hay quienes contestarán ante ello que hay algo en la configuración algorítmica humana o ADN que prefiere lo grave, lo cual sería volver a justificar con argumentos naturales la inferioridad de las mujeres. Por suerte, al haber entrado las mujeres a los ámbitos de la investigación científica, hoy sabemos que esto no es así, que las razones distan muchísimo de basarse en un argumento biologicista.

Siglos de sometimiento y privación de estudios y de derechos no se resuelven en una o tres décadas. La ridiculización, humillación, irrespeto e invisibilización que hemos sufrido las mujeres persisten en nuestro bagaje cultural y provocan hasta escenarios ridículos como el de que recientemente varias personas se bajaran de un avión al saber que la pilota era mujer.

Y es que, a fuerza de justificar el rol doméstico de las mujeres, se ha construido una imagen peyorativa de la mitad de la población basada en diferencias biológicas que nada tienen que ver con nuestras capacidades. Ya lo dijo en 1671 el joven filósofo Poullain de la Barre "la mente no tiene sexo"

Los estudios de la antropóloga Margaret Mead llevados a cabo en Nueva Guinea y Samoa muestran no sólo que todas las actividades que realizaban las mujeres en la comunidad estaban infravaloradas y tenían menos prestigio social, sino que, cuando las mujeres comenzaron a intervenir en actividades realizadas por los varones, estas perdieron valor. En el sentido inverso, cuando cierta actividad era realizada por hombres, la misma se jerarquizaba. Es el típico caso de la cocinera y el chef, la azafata y el auxiliar de abordo, la modista y el diseñador de alta costura. Es decir, lo infravalorado es la mujer en sí.

Esto nos muestra lo impregnados que han quedado en nuestras mentes los relatos que hemos creído por tanto tiempo y que impiden y justifican que las mujeres podamos acceder a los espacios de poder, los que tienen valor y por tanto permiten tomar decisiones libres. Nuestras referencias culturales como Pitágoras, Tomás de Aquino, Jean-Jacques Rousseau, Darwin, y a Freud, entre otros, describieron a las mujeres como seres incompletos, cuya evolución se detuvo, portadoras del caos y la oscuridad, imbéciles, privadas de razón y sujetas a la autoridad del varón por designio divino o por inferioridad natural.

Hay quien pueda decir que esto no es verdad, que estas ideas ya son antiguas y que piensa incluso que las mujeres son más inteligentes y hábiles en muchos aspectos. Otro discurso que no podemos creernos. Esas son sólo palabras que se desvanecen con observar la composición de los cargos de poder tanto en el sector público como privado. Es claro que esto no sería así si verdaderamente creyéramos que las mujeres somos tan capaces, o incluso más capaces que los varones.

Lo cierto es que muchos de estos prejuicios aún subsisten y condicionan nuestras actitudes y decisiones. Aún en nuestros cerebros funcionan estos mecanismos en los que percibimos lo masculino como la fuerza, el poder, la seguridad y lo femenino lo contrario. Y esto no es casual. Lo cierto es que esa difamación constante hoy se reproduce a través de los medios de comunicación, las redes sociales y en todos los espacios en los que transcurren nuestras vidas cotidianas.

El desafío es construir un mundo simbólico en donde ser mujer no sea algo peyorativo, que no permitamos que a las mujeres que se atreven a gobernar y exponerse ante un mundo de varones se las estigmatice por una u otra característica que nada tiene que ver con sus capacidades de liderazgo y acción. Un mundo en el que cuando necesitemos servicios profesionales, busquemos un concejo de confianza, alguien vaya a ocupar un puesto relevante, o este por nacer una persona, podamos pensar para nuestros adentros: que sea mujer.

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