La convivencia escolar en tiempos de cólera
Preguntas y respuestas de Isabel Bohorquez en torno al clima escolar, un lugar en donde no solo (aunque principalmente) se aprende a leer y escribir.
Lo que pasa en las escuelas es un reflejo de nuestra realidad social y al mismo tiempo podemos establecer que lo que sucede en el escenario social se produce en la escuela (no sólo se reproduce).
En la escuela, la dinámica institucionalizada de relaciones interpersonales y comunitarias atravesada por una multiplicidad de factores, da lugar a la generación de pautas, normas de convivencia y modos de comprender, interpretar y llevar a cabo conductas que involucran un entorno común. No ya como sujetos estrictamente individuales, sino como sujetos en comunidad.
Apelo al concepto de habitus de Bourdieu (1972) para referirme a la explicación de las prácticas sociales entendidas como una relación construida entre dos modos de existencia de lo social. Por un lado, las estructuras sociales externas, en este caso el sistema escolar y por otro lado, las estructuras sociales internalizadas en forma de percepciones, pensamiento y acción: los habitus.[1]
Dichos habitus son disposiciones para percibir, interpretar y comportarse en un determinado entorno social. Actúan como estructurantes. Y si bien la propia teoría de Bourdieu advierte sobre la violencia simbólica que esto puede conllevar, desde el punto de vista sociológico, nos ayuda a entender la importancia de su incorporación para alcanzar un modo en común de concebir el propio contexto social y asumir la convivencia.
La escuela tiene en ese sentido un potentísimo rol de formadora y también de controladora de las conductas.
Actualmente eso parece algo difícil de afirmar. ¿O no?
A menos que pensemos que las disposiciones que nuestros niños y jóvenes están incorporando, los habitus, están en oposición con la propia institución escolar que los promueve y que de esta interdicción surgirá un nuevo modelo institucional.
Si recorremos mentalmente las pautas disciplinarias de los últimos treinta años podemos advertir que los modos en que hoy interpretamos y aplicamos las mismas han cambiado de manera sustancial: fuimos cuestionando las viejas estructuras, entendiendo que eran rígidas y autoritarias, que desconocían la posibilidad dialógica con los estudiantes y que no habilitaban a la formación de una ciudadanía reflexiva y critica, comprometida con su entorno y con los proyectos comunitarios. La pregunta que cabe es: ¿fue beneficioso ese cambio? ¿hemos logrado una escuela más democrática, tolerante y participativa que habilite el crecimiento tanto personal como colectivo?
A mediados del siglo XX surgieron diferentes teorías críticas respecto a las pedagogías tradicionales denunciándolas entre otras cuestiones de reproducir una sociedad injusta, desigual, capitalista, burguesa y opresiva. La mayoría de estas perspectivas se enrolan en lo que podríamos definir como pedagogías emancipadoras. Llegando incluso -algunas posturas más radicales- a proponer la abolición de la escuela.
Al tiempo que esta lectura política y sociológica de la educación creció y se expandió, la psicología educacional y la psicopedagogía -como disciplinas noveles- también aportaron elementos de comprensión sobre el desempeño escolar, las dificultades de aprendizaje, sus dimensiones tanto sociopsicoafectivas como cognitivas así como las implicancias que dichos aportes pudieran tener en el abordaje de la enseñanza. Se empezó a escuchar cada vez más fuerte el discurso pedagógico a favor de lo que se divulgó como constructivismo versus conductismo, como el otro extremo enfrentado, opuesto y negativo por completo.
A principios de la década de los '80 con el advenimiento de la democracia en Argentina, desembarcó en las escuelas un caudal de propuestas reformistas e innovadoras que alcanzó todo el arco de actividades institucionales y la propia concepción del sentido de la escuela, su misión y sus modos de llevar adelante la misma.
La escuela tradicional pareció tambalear.
Todo lo que sabíamos sobre el quehacer cotidiano en las aulas, sobre cómo planificar, cómo enseñar, cómo vincularnos, etc. etc. comenzó a ser revisado y cuestionado.
Las escuelas empezaron a recibir orientaciones de diversos especialistas que aportaron desde sus disciplinas a través de propuestas ministeriales, bibliográficas, etc. (muchas veces con gran desconocimiento de la tarea áulica).
Se realizó el Congreso Pedagógico de 1985 y el debate fue a nivel nacional.
La tecnología educativa comenzó a asomar tibiamente-avanzada la década- con las primeras computadoras en sistema MS-DOS cimentando el origen de otra mutación profunda aún en proceso.
Realmente fue una crisis vertiginosa y muchas veces agobiante. ¿Necesaria? Claro que sí. Las críticas a la escuela llamada tradicional permitieron revisar prácticas que se consideraban incuestionables y eso, per se, siempre es algo muy saludable para las instituciones. Nos permitimos preguntarnos sobre quién es el sujeto de aprendizaje, mirar su condición como tal desde lugares diversos, considerar sus emociones, sus creencias, sus experiencias socio-culturales, el valor de sus puntos de vista, de su palabra para entrar en diálogo, el significado del juego, del placer, de la curiosidad en el aprendizaje.
Se enriqueció nuestra mirada y comenzamos a entender que a veces un niño no aprende o se aísla por razones que aún no siendo de índole educativa, influyen en su desempeño escolar. Aunque debo decir, nada que un buen docente con ojos humanos y atentos no hubiera advertido en la escuela tradicional. Maestros con mirada amorosa y sabia ha habido y habrá más allá de las conceptualizaciones que imperen según cada momento histórico.
Pasarían los '90 con su proceso de transformación educativa plasmado en la Ley Federal de Educación que luego fue derogada para sancionar en el año 2.006 la actual Ley de Educación Nº 26.206 (con otro proceso de transformación educativa en su espíritu). Hasta que en el año 2013 se sanciona la Ley de Promoción de la convivencia y abordaje de la conflictividad social en las instituciones educativas, Nº 26.892[2].
En este apretado -y seguramente insuficiente resumen- sólo pretendo señalar el recorrido de un proceso de cambio -convulsionado y mayúsculo- y una perspectiva ideológica que cuestionó duramente la disciplina escolar de tipo punitiva. Discutiendo por sobre todo, la intencionalidad de la escuela en su función formadora del ciudadano. ¿Formar personas sumisas, domesticadas bajo un régimen injusto y desigual o personas libres, críticas y reflexivas que pudieran construir conjuntamente sus propias normas de convivencia en un ámbito de tolerancia y de resolución no violenta de los conflictos?
En el lenguaje y accionar cotidiano de las escuelas creció la polarización entre lo autoritario-punitivo versus lo democrático-dialógico, encasillando en cada extremo lo que parecía corresponderse, lo uno con la escuela tradicional y lo otro con esta nueva escuela emergente.
Esta falsa polarización, tanto como la del constructivismo versus conductismo, nos envolvió en la trampa de negar lo que en los métodos de enseñanza así como en las normas y pautas de convivencia tradicionales había de riqueza como práctica educativa. Y en las escuelas nos fuimos quedando sin herramientas.
Dicho en una escena: un maestro enseñando a leer y a escribir con un buen método tradicional (¡que funcione!) en un ambiente ordenado y pautado para el trabajo (que permita aprender) con una actitud dialógica, donde se admita la participación y el intercambio así como la reflexión sobre los propios aprendizajes en un marco de respeto por todos... ¿no es acaso, lo mejor de ambos planteos?
No necesitábamos despreciar nuestras herramientas pedagógicas, sólo debíamos tener una mirada más comprensiva y humilde de quienes comparten un aula, enseñando esa misma actitud, fundamental para que cualquier persona pueda aprender una postura democrática, tolerante y pacífica (no sumisa ni domesticada). Enseñando así el ejercicio de una ciudadanía que refleje esos valores.
En cambio, si polarizamos y entendemos que cualquier vestigio de la escuela tradicional es negativo, autoritario y hasta violento, ponemos bajo sospecha toda herramienta, estrategia y hasta lo que las personas representan en la escena cotidiana escolar: los docentes, los directivos, todo adulto (incluso los propios padres) que puedan significar alguien arbitrario o incluso, agresor. ¿Adonde nos lleva una escuela así? ¿A qué concepción de sociedad? ¿Qué disposición (en el sentido de Bourdieu) se está estructurando aquí?
Actualmente, se deben construir los acuerdos de convivencia a nivel institucional. Cada escuela y luego, cada año en cada grupo escolar, por grado o curso, deben hacerse los acuerdos, donde preferentemente las pautas y normas estén formuladas en un modo positivo (¿qué nos pasa con la palabra no? ¿Cómo puede resultarnos tan ofensiva?)... ¿y después? No tenemos más sanciones ni sabemos cómo penalizar una transgresión, un incumplimiento o un acto violento. O no sabemos cómo actuar si se incumple una pauta.
Y en muchísimos casos, los docentes adolecen de un descrédito en su autoridad.
La noción de autoridad ligada directamente a la restricción de las libertades, nos desemboca en el desamparo de quien asume las responsabilidades ante el hecho educativo y ante los niños y jóvenes que están involucrados.
Un docente que es cercenado en su autoridad, que es sospechado o descalificado y sigue cargando con la responsabilidad de hacer su tarea, se encuentra más vulnerable que nunca en un escenario donde las escuelas están siendo victimas de violencia aunque los relatos promuevan una libertad y una vida democrática imposible de construir sino hay un clima de respeto mutuo.
¿Qué clase de mundo construiremos al interior de las escuelas si no podemos aprender a respetarnos? Si sospechamos de nuestros adultos, si les quitamos su lugar de autoridad, si los cargamos con las necesidades de una sociedad de ser educada pero les mezquinamos el reconocimiento que deben tener para llevar adelante esa tarea? Y no se trata de una obediencia ciega o una sumisión ante cualquier atropello... sólo intentemos superar la desconfianza que nos ha calado en el alma.
No todas las personas pueden ejercer la docencia de un modo sano, liberador, auténticamente democrático y por sobre todo, humano. Paulo Freire decía que enseñar entre muchas exigencias, requiere la convicción de que un cambio es posible[3]. Exige rigor metódico, alegría, esperanza, capacidad de escuchar, conciencia de inacabamiento...tantas cualidades...seguramente no todos pueden alcanzar esas exigencias. Pero muchos sí. Muchos se esfuerzan, lo intentan, lo ejercitan.
¿La escuela será el ámbito donde nuestros niños y jóvenes puedan aprender a convivir y a construir una sociedad mejor? Creo que sí.
¿Podremos construir una sociedad pacífica, tolerante, próspera, igualitaria, justa? Tengo la firme convicción de que depende de nosotros. Y si se trata de empezar por algún sitio, elijo la escuela.
En tiempos como éstos, en tiempos de cólera, de ira, de crisis, devolvamos a nuestros docentes la autoridad que les corresponde. Y cuidemos entre todos que esa construcción sea posible.
LA AUTORA. Isabel Bohorquez es doctora en Ciencias de la Educación.
[1] Torres Carlos Alberto, González Rivera Guillermo comp., Sociología de la Educación. Corrientes contemporáneas, Miño y Davila, Buenos Aires, 1994, pp. 255.
[2] https://www.argentina.gob.ar/normativa/nacional/ley-26892-220645
[3] Freire, Paulo, Pedagogía de la autonomía. Saberes necesarios para la práctica educativa. Ediciones Siglo XXI, México, 1997, p. 74