Si los mensajes de whatsapps no fueran gratis...
¿Cómo sería la realidad cotidiana si tuviéramos que pagar por cada mensaje de whatsapp que enviamos? Una interesante reflexión de Isabel Bohorquez que te va a dejar pensando.
Cada semana me pasa lo mismo: elimino de mi teléfono una cantidad importante de fotos, videos, carteles, frases inspiradoras. Muchos de ellos se irán de mi teléfono sin que los haya visto siquiera. Así de fugaces y de ajenos...
Este hábito necesario (caso contrario, no hay almacenamiento que aguante) le sucede a tantísima gente y sin embargo, la capacidad prolífica de producción de mensajería social parece no tener límites.
Hemos desarrollado hábitos de respuesta rápidas, urgentes, prácticas.... Cada vez más frecuentemente un emoji nos suplanta en la palabra y el pulgar para arriba parece tener un categoría de aplicaciones inconmensurable. Los likes se cuentan...valen, importan.
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Medimos los audios por su duración y si supera el minuto ya los escuchamos en modo acelerado. Es tanto el apuro...hacia ningún lado.
Chequeamos la famosa tilde doble azul...
Hemos aprendido nuevas membresías: los grupos de whatsapp, que patentizan el paradigma del lenguaje actual.
Armamos grupos de whatsapp para todo. Algunas veces son grupos de familia, amigos, laborales, institucionales que realmente acercan, solucionan problemas, incluso salvan vidas y otras veces...no. Muchas veces, no. Quién no se siente un tanto prisionero de los grupos de ex compañeros, de la escuela de los hijos, del gimnasio, del sub grupo que se desdobla del grupo para cuestionar lo que se dice en paralelo, del grupo que se armó por un cumpleaños y ya quedó dando vueltas, los matices son sorprendentes.
Parece tan fácil enviar un mensaje...puedo mandar tantos como se me ocurran y darle rienda suelta a cualquier tipo de verborragia. Tan fácil, tan instantáneo, tan próximo, basta con tener el teléfono o la laptop en la mano.
Es parte del milagro de la conectividad global.
Grandiosa victoria de la tecnología que ha enlazado al mundo entero, logrando lo que ningún expedicionario heroico: abarcar a todo el planeta incluso más allá de sus confines.
Creo que no es necesario aquí resaltar los beneficios de un mundo interconectado. Lo que implica en términos de progreso, de acceso a la información y al conocimiento, a la construcción de redes solidarias, de cooperación, de difusión, de concientización, también de manipulación por supuesto. No todo es un entorno honorable. Pero mucho de lo que se logra con la conectividad es muy provechoso.
Mi foco en este texto está puesto en lo que nos pasa a nivel comunicacional entre las personas. El modo en que han virado los usos y costumbres sobre lo que nos importa decirnos y cómo lo decimos. Hacia donde nos dirigimos con nuestros actos de lenguaje y quienes creemos que somos en esos intercambios. En quienes nos convertimos cuando nos comunicamos a través de los mensajes...
La tecnología nos ha posibilitado una presencialidad que rompe la frontera biológica, quedando fuera del espacio, en una burbuja virtual que nos permite extendernos sin límites. "El protagonista de los intercambios comunicacionales es ese otro cuerpo nuevo, virtualizado, capaz de extrapolar sus antiguos confinamientos espaciales: ese organismo conectado y extendido por las redes teleinformáticas. La telepresencia nos da un nuevo sentido del yo" resume Ascott.[1]
El gran interrogante para mí es ¿qué haremos con estos nuevos sentidos del yo?
¿Cómo estamos aprendiendo a vincularnos, a conversar, a encontrarnos en estos nuevos intercambios? ¿Qué será de nuestras palabras de amor, de dolor, de esperanzas, de anhelos?
Sabemos que es mucho más fácil odiar, repudiar, ofender y cuestionar por mensaje. No se necesita nada de coraje para ello. Es casi un anonimato protector que me permite enardecerme sin pagar ningún costo. Tenemos slogans y frases a montones para odiar. Y como el odio es fundamentalmente supresión del otro, los whatsapps o los mensajes en las redes vienen como anillo al dedo.
Con el amor pasa otra cosa. Amar, cobijar, abrigarse con el otro requiere de una cercanía, una presencia. No alcanzan los audios ni las frases hechas. Hay que poner más el cuerpo, la mirada, la conciencia de que quiero estar frente a otro y con otro.
¿A quién buscamos encontrar entonces?
En una sociedad que nos empuja cada vez más a la selfie; el acto de anunciar, mostrar, dejarse ver representa gran parte de nuestra actitud comunicativa. ¡Publicamos hasta lo que comemos!
La sonrisa deslumbrante, la mirada a la camarita, sentirnos que estamos presentes y vivos porque subimos algo a las redes y nos lo comentaron, la aspiración de influir, el modelo aspiracional de trascendencia social por la cantidad de seguidores, la resistencia a la invisibilidad y la reducción de la privacidad, parecen ser los nuevos formatos a los que cada uno llega hasta donde le da el cuero o le importa.
¿Y qué nos decimos? ¿con quién nos comunicamos? ¿para qué nos comunicamos?
El uso excesivo de las redes, de la mensajería como modo de salir al encuentro del otro, nos sitia en un mundo fugaz, lleno de imágenes que pasan tan pronto como llegan, con más información de la que nos podría interesar y muchas veces, de difícil legitimidad. Parece que reinara la estupidez y la no-verdad.
Pero, por sobretodo, este exceso y esta lejanía con el otro nos suplanta. Nos deshumaniza. Nos desencarna. Dejamos que una frase inspiradora le diga al otro que nos interesa, nos gusta, le extrañamos o simplemente lo saludamos pero no se lo decimos nosotros mismos. Y es que no soy yo, es una frase o un emoji que habla por mi, ni es el otro porque lo tengo a la distancia de un audio que oiré cuando quiera o pueda o un mensaje que responderé a mi tiempo.
El otro allí no está. Es una ilusión de diálogo. Si hasta usamos la expresión hable con para referirnos a que le hicimos un audio. No, no hablamos con esa persona, el otro no estaba allí para oírme. Solo le envié un mensaje que no puede tener un real intercambio si la otra persona es un mero receptor a destiempo.
Los mensajes logran evitar al otro en vez de acercarnos. No voy a su encuentro, más bien lo pongo a distancia. Si el otro no me habla en un diálogo, estoy a salvo de aquello que pueda decirme y así se van minimizando los contenidos; cada vez más prácticos o más banales.
¿Quién puede contarle al otro sus sueños, sus penas, sus desvelos en menos de un minuto? ¿cómo pedir perdón? ¿cómo condensar tanta existencia en un emoticón?
Y nos vamos quedando solos.
No hay modo de reemplazar una tarde conversando con unos mates y ese bizcochuelo que se preparó para la ocasión...tomándonos el tiempo y el espacio para ello. Generando la presencia para el otro, por el otro y para nosotros mismos.
Desde que las redes aparentan facilitarnos todo, parece que las personas estamos más desprovistos de encuentros, de charlas verdaderas, de llamadas telefónicas que podían durar toda una noche si ameritaba la situación, como esas largas cartas que cruzaban los mares y eran tan largamente esperadas porque se escribían y se leían con el corazón.
No me quejo de la tecnología. Tengo la mitad de mi familia desperdigada por el mundo y si cocinamos empanadas, allá va la foto. Pasamos Navidades separados y extrañándonos. Adoro las videoconferencias que logran burlar miles de kilómetros.
Me abruma la futilidad con que la usamos. La tremenda invasión de mensajes con que nos atropellan a diario y la creciente escasez de verdaderos diálogos. La catarata innecesaria y omnipresente que se retroalimenta sin fin.
Valoro las charlas sin apuro mirando a la otra persona a los ojos, aunque sea de vez en cuando...y por eso mismo, resultan tan atesorables. Esas charlas que también abrazan y expresan el afecto.
A veces me encuentro pensando en cómo serían las comunicaciones si de pronto despertáramos un lunes y los whatsapps no fueran gratis. ¿Se lo imaginan?.
LA AUTORA. Isabel Bohorquez es Doctora en Ciencias de la Educación.
[1] Paula Sibila, El hombre postorgánico. Cuerpo, subjetividad y tecnologías digitales. Fondo de Cultura Económica. Buenos Aires, 2009, pp 51.