Paul Auster en Madrid: "La invasión a Ucrania es la mayor devastación en Europa desde la II Guerra Mundial"
El gran autor estadounidense fue designado Doctor Honoris Causa por la Universidad Autónoma de Madrid. El discurso completo de aceptación: un lujo, en español e inglés.
La Universidad Autónoma de Madrid (UAM) nombró como doctor honoris causa al escritor Paul Auster y al historiador Richard L. Kagan durante un solemne acto académico presidido por la rectora Amaya Mendikoetxea. Ambas candidaturas fueron promovidas por la Facultad de Filosofía y Letras de la universidad.
Durante su discurso tras ser investido doctor honoris causa por la universidad madrileña, Auster lamentó la "devastación" que ha supuesto la invasión rusa a Ucrania. "La invasión rusa a Ucrania está a punto de entrar en su quinto mes, una devastación nunca vista en Europa desde la II Guerra Mundial", señaló el escritor, quien se mostró "muy agradecido" por el reconocimiento recibido por la universidad.
El autor, que recibió los símbolos que acompañan al birrete laureado (un anillo, guantes blancos y el libro de la ciencia), bromeó antes de pronunciar su discurso: "¡Mírenme, qué pensaría mi madre!".
El novelista, poeta y guionista Paul Auster es uno de los autores estadounidenses contemporáneos más reconocidos desde la publicación de su novela La invención de la soledad en 1982, explicó el centro universitario en un comunicado. El autor de obras como la Trilogía de Nueva York y El palacio de la luna es también un apasionado del cine, donde ha trabajado como guionista (The music of chance, Smoke) y como director (Lulu on the bridge). Auster recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2006 y es Caballero de la Orden de las Artes y las Letras de Francia desde el año 1992.
La encargada de nombrar los méritos de Auster fue la profesora Laura Arce, madrina en la candidatura del escritor, del que destacó que representa "los valores del humanismo como creador y crítico literario", así como su "vinculación con la cultura europea, su compromiso y su visión crítica de las sociedades contemporáneas". "Es uno de los escritores norteamericanos con más influencia de la literatura europea", aseguró.
Durante su discurso, Arce recordó la anécdota que llevó a Auster a convertirse en escritor, no poder conseguir el autógrafo de su ídolo de la liga de béisbol cuando tenía ocho años por no llevar un bolígrafo encima. Así, recordó las palabras del propio Auster: "Después de aquella noche comencé a llevar un lápiz conmigo allí donde iba. Si llevas un lápiz en el bolsillo, hay bastantes posibilidades de que un día te veas tentado a utilizarlo".
Por otro lado, el historiador, profesor y ensayista Richard L. Kagan es un hispanista especializado en la España de los Austrias. Licenciado en la Columbia University, Kagan se doctoró en Cambridge University con una tesis sobre La España de los Hasburgo, que fue supervisada por el historiador John H. Elliot.
Cuando empezó hace unas semanas a considerar el tema de su presentación de este jueves, Kagan averiguó que otros honrados ofrecieron una presentación de carácter autobiográfico o "mirando atrás para hacer un balance que ubicase su propia obra". "Yo por mi parte he considerado más interesante ofrecerles una breve introducción de la historia de Filadelfia, ciudad en la que vivo desde mi jubilación", relató.
El historiador es profesor de la John Hopkins University y a lo largo de su carrera ha publicado numerosas obras, entre las que destacan Los sueños de Lucrecia, Imágenes urbanas del mundo hispánico y Los cronistas y la corona.
Durante su intervención, Álvarez Osorio ha recordado que "la singladura de su familia se asemeja a la de tantas que se vieron forzadas a dejar sus tierras natales en los primeros lustros del siglo XX y trasladarse a Estados Unidos buscando una nueva vida". Así, explicó que los Kagan dejaron Ucrania "poco antes de que las guerras y el totalitarismo asolasen buen parte de Europa durante décadas". "Cabe conjeturar en qué medida este éxodo familiar pudo influir en la forma de comprender los procesos sociales y el análisis histórico por parte del profesor Kagan, así como su particular sensibilidad con los grupos estigmatizados y perseguidos a lo largo de los siglos", precisó
Discurso de investidura como Doctor Honoris Causa de Paul AusterDiscurso de investidura como Doctor Honoris Causa de Richard L. KaganLeé abajo el discurso completo de Paul Auster en Madrid, en español e inglés
En 2017, me invitaron a Leópolis para participar en el Congreso Internacional del Club PEN. Acepté la propuesta por diversas razones, entre ellas, la personal. Mi abuelo nació en una ciudad situada a dos horas al sur de Leópolis y emigró a Estados Unidos hacia el año 1900. Esta era mi oportunidad para poder visitar ese lugar. Anteriormente conocida como Stanislau o Stanislav, fue rebautizada como Ivano-Frankivsk en 1962 y se ha convertido en una próspera ciudad de más de 200.000 habitantes. Hace dos años, en los primeros días de la pandemia, me senté a escribir el artículo que sigue, que relata el extraordinario día que pasé en Ivano-Frankivsk allá por 2017. Ahora que la invasión rusa de Ucrania ha entrado en su segundo mes, desatando horrores y devastación a una escala que no se había visto en Europa desde la Segunda Guerra Mundial, con-sidero este pequeño ensayo como una premonición de lo que estaba por venir. A estas alturas (24 de marzo de 2022), Ivano-Frankivsk ya ha sido bombardeada dos veces, y quién sabe lo que pasará allí en las próximas semanas y meses.
Los lobos de Stanislav
¿Acaso es necesario que un hecho sea cierto para que se acepte como cier-to, o la fe en la veracidad de un hecho ya lo convierte en verdadero, aunque el hecho que supuestamente ocurrió no haya sucedido? ¿Y qué es lo que ocurre si, a pesar de los esfuerzos por averiguar si el hecho se produjo o no, llegamos a un callejón sin salida marcado por la incertidumbre y no podemos estar seguros de si la historia que alguien nos contó en la terraza de un café en Ivano-Frankivsk, una ciudad al oeste de Ucrania, estaba basada en un acontecimiento histórico poco conocido pero verificable, o era una leyenda, o una fanfarronada, o un ru-mor infundado que había pasado de padres a hijos? Es más, si la historia resulta ser tan asombrosa y tan apasionante que nos deja boquiabiertos y consideramos que ha cambiado o profundizado nuestra comprensión del mundo, ¿importa o no que sea cierta?
Una serie de circunstancias me llevaron a Ucrania en septiembre de 2017. Tenía que estar en Leópolis, pero aproveché un día libre para viajar a dos horas al sur y pasar la tarde en Ivano-Frankivsk, donde nació mi abuelo paterno a principios de la década de 1880. No tenía más motivo para ir allí que la curio-sidad, o lo que yo llamaría el atractivo de una falsa nostalgia, pues lo cierto es que nunca conocí a mi abuelo y sigo a día de hoy sin saber casi nada de él. Falleció 28 años antes de que naciese yo, a la sombra de un pasado no escrito ni recordado, y, mientras viajaba hacia la ciudad que él había dejado a finales del siglo XIX o principios del XX, comprendí que el lugar en el que había pasado su infancia y adolescencia no era el mismo que en el que yo iba a pasar la tarde. Aun así, quería ir allí, y al echar la vista atrás y reflexionar sobre las razones por las que quería ir, tal vez se reducían a un único hecho constatable: el viaje me llevaría a través de las sangrientas tierras de Europa del Este, el epicentro del horror provocado por las masacres del siglo XX, y si el hombre a la sombra de su pasado al que debo mi nombre no se hubiera marchado de esa parte del mundo cuando lo hizo, yo nunca habría nacido.
Lo que conocía antes de mi llegada era que, previamente a denominarse Ivano-Frankivsk en 1962 (en honor del poeta ucraniano Ivan Franko), la ciudad, de 400 años de antigüedad, se había llamado de diversas maneras: Stanislawów, Stanislau, Stanislaviv y Stanislav, dependiendo de si estaba bajo dominio polaco, alemán, ucraniano o soviético. La ciudad polaca pasó a ser de los Habsburgo, la ciudad de los Habsburgo se convirtió en la ciudad austrohúngara, la ciudad austrohúngara se volvió rusa durante los dos primeros años de la Primera Guerra Mundial, luego volvió a ser austrohúngara, luego fue ucraniana durante un corto periodo de tiempo una vez terminada la guerra, luego fue polaca, luego soviética (de septiembre de 1939 a julio de 1941), luego estuvo controlada por los alemanes (hasta julio de 1944), luego volvió a ser soviética y ahora, tras la caída de la URSS en 1991, es ucraniana. En la época en la que nació mi abuelo, tenía una población de 18.000 habitantes, y en 1900 (año aproximado de su partida) vivían allí 26.000 personas, más de la mitad, judíos. En el momento de mi visita, la población era de 230.000 habitantes, pero, durante los años de la ocupación nazi, el número de personas era de entre 80.000 y 95.000, la mitad, judíos, y la otra mitad, no. Lo que yo ya sabía desde hacía algunas décadas es que, después de la invasión alemana en el verano de 1941, en ese mismo otoño, arrestaron a
10.000 judíos y los fusilaron en el cementerio judío y que, para diciembre, ence-rraron a los supervivientes en un gueto, desde donde se enviaron a otros 10.000 judíos al campo de exterminio de Bel?ec, en Polonia, y que luego, a lo largo de 1942 y principios de 1943, los alemanes condujeron, de uno en uno, de cinco en cinco y de veinte en veinte, a los judíos que quedaban vivos en Stanislau a los bosques que rodeaban la ciudad y los fusilaron, los fusilaron y los fusilaron, hasta que no quedó ni uno solo; decenas de miles de personas asesinadas de un tiro en la nuca y enterradas en las fosas comunes que habían cavado ellos mismos antes de que los mataran.
El viaje me lo organizó una amable mujer que conocí en Leópolis, y como ella había nacido y crecido en Ivano-Frankivsk y todavía vivía allí, sabía dónde ir y qué ver, e incluso se tomó la molestia de contratar a alguien para que nos llevara hasta allí. El conductor, un joven desequilibrado sin miedo a la muerte, se lanzó por la estrecha carretera de dos carriles como si estuviera en una prueba para un puesto de especialista en una película de carreras de coches, arriesgándose en exceso y sin perder la calma cada vez que adelantaba a los vehículos que teníamos delante mientras se cambiaba de carril bruscamente, incluso cuando había coches en dirección contraria que se dirigían hacia nosotros; varias veces durante el viaje se me ocurrió que esa tarde gris y nublada del primer día del otoño de 2017 iba a ser mi último día en la tierra, y lo irónico que era, -me decía-, y a la vez lo terriblemente apropiado, que hubiera sido venir hasta aquí para visitar la ciudad que mi abuelo había abandonado hacía más de cien años solo para morir justo antes de llegar.
Afortunadamente, el tráfico era escaso, una mezcla de coches rápidos y camiones lentos y, en un momento puntual, un carro tirado por un caballo que llevaba una enorme pila de heno y que se movía a una décima parte de la velocidad de los camiones. Mujeres corpulentas, de piernas gruesas y con el típico pañuelo en la cabeza al estilo babushka caminaban por el borde de la carretera con bolsas de plástico llenas de comida. Salvo por las bolsas de plástico, podrían haber sido figuras de hace 200 años de campesinas de Europa del Este atrapadas en un pasado tan antiguo que había perdurado hasta el siglo XXI. En el trayecto recorrimos las afueras de una docena de pueblos con grandes campos recién cosechados que se extendían a cada lado, pero luego, cuando llevábamos unas dos terceras partes del camino, el paisaje rural se transformó en una tierra de nadie de la industria pesada, siendo el ejemplo más espectacular la gigantes-ca central eléctrica que se alzó de repente ante nosotros a nuestra izquierda. Si no he entendido mal lo que la amable mujer me contó en el coche, aquella instalación monolítica suministra la mayor parte de su electricidad a Alemania y a otros países de Europa occidental. Así son las verdades contradictorias de ese territorio fronterizo de casi 1.300 kilómetros de ancho, enclavado en las tierras de la masacre entre el este y el oeste, ya que, mientras Ucrania abastece a un bando de energía eléctrica para que tengan luz y puedan funcionar, en el otro bando sigue derramando sangre para defender su territorio, cada vez más acorralado y reducido.
Ivano-Frankivsk resultó ser un lugar atractivo, una ciudad que no se parecía en nada a la ruina urbana en desintegración que me había imaginado. Las nubes se habían despejado minutos antes de llegar y, con el sol brillando y decenas de personas paseando por las calles y las plazas, me impresionó lo limpia y ordenada que estaba, era una pequeña ciudad contemporánea con librerías, teatros, restaurantes y una agradable mezcla de arquitectura nueva y antigua, no un lugar provinciano anclado en el pasado; las viejas construcciones habían sobrevivido desde los siglos XVII y XVIII, cuando los fundadores polacos y sus conquistadores los Habsburgo las erigieron. A mí me habría bastado con pasear durante dos o tres horas y luego regresar, pero la amable mujer que había organizado la visita sabía que mi propósito de ir hasta allí estaba relacionado con mi abuelo y, como era judío, pensó que me resultaría útil hablar con el único rabino que quedaba en la ciudad, el líder espiritual de la última sinagoga que quedaba en Ivano-Fran-kivsk, un edificio sólido y de diseño atractivo, de los primeros años del siglo XX que, por algún motivo, había logrado sobrevivir a la Segunda Guerra Mundial sin apenas daños, todos ellos ya reparados. No estoy seguro de qué pensé en aquel momento, pero no tuve inconveniente en hablar con el rabino, puesto que pro-bablemente era la única persona viva en todo el mundo que quizá -solo quizá- podría contarme algo sobre mi familia, esa horda anónima de antepasados invisibles que se habían dispersado y habían fallecido y que, posteriormente, habían desaparecido del reino de lo conocible, ya que era casi seguro que sus partidas de nacimiento hubieran sido destruidas por una bomba, o un incendio, o la firma de algún burócrata con exceso de entusiasmo en algún momento de los últimos cien años. Me di cuenta de que hablar con el rabino iba a ser una tarea inútil, un resultado de la falsa nostalgia que me había llevado a la ciudad, pero allí estaba, ese día y nada más, sin la intención de volver jamás, y ¿qué podría tener de malo hacerle algunas preguntas y ver si alguna de ellas tenía respuesta?
No hubo respuestas. El barbudo rabino ortodoxo nos recibió en su despacho, pero, más allá de decirme lo que yo ya sabía -que el apellido de mi familia era común únicamente entre los judíos de Stanislav- y luego divagar contando una breve historia de la guerra sobre una mujer con aquel apellido que había esquivado la captura de los alemanes escondiéndose en un agujero durante tres años y que luego salió de él enloquecida para el resto de su vida, no tenía más información que darme. Era un hombre ajetreado y nervioso, y estuvo fumando sin parar cigarrillos ultra finos durante toda la conversación, apagándolos después de unas pocas caladas y sacando otros nuevos de una bolsa de plástico que tenía en su escritorio; no se mostró ni amigable ni hostil, simplemente estuvo distraído, con otras cosas en la cabeza y, por lo que pude ver, demasiado absorto en sus propias preocupaciones como para interesarse por el visitante estadounidense y la mujer que había organizado la reunión. Según la mayoría de los registros, en la actualidad no viven más de 200 o 300 judíos en Ivano-Frankivsk. No queda claro cuántos de ellos practican la religión o acuden a los servicios religiosos en la sinagoga, pero por lo que había presenciado una hora antes de encontrarme con el rabino, parece que no participase más que una mínima parte de ese número ya tan reducido. Por pura casualidad, mi visita coincidió con Rosh Hashanah, uno de los días más sagrados del calendario litúrgico, pero solo una quincena de personas habían acudido al templo para escuchar el soni-do del shofar que da la bienvenida al nuevo año, 13 hombres y dos mujeres. A diferencia de lo que ocurre en Europa occidental y en Estados Unidos en estas ocasiones, los hombres no llevaban trajes oscuros y corbatas, sino chaquetas de nailon y gorras de béisbol rojas y amarillas.
Salimos de allí y estuvimos dando vueltas durante una hora, hora y me-dia, o quizá más. La amable mujer me había organizado una reunión con otra persona de allí a las cuatro, un poeta que, al parecer, había dedicado muchos años a investigar la historia de la ciudad, pero por el momento teníamos tiempo para explorar algunos de los lugares que nos habíamos perdido antes, así que continuamos con nuestros paseos hasta recorrer una gran parte de la ciudad. Para entonces, el sol brillaba con fuerza y, con esa hermosa luz de septiembre, llegamos a una gran plaza abierta y nos encontramos frente a la Iglesia de la Sagrada Resurrección, una catedral barroca del siglo XVIII considerada la más bella construcción de la época de los Habsburgo, cuando Ivano-Frankivsk era conocida como Stanislau. Me imaginé que, al igual que había sucedido en otras hermosas iglesias y catedrales que había visitado en pueblos y ciudades de Eu-ropa occidental, estaría casi vacía cuando entrásemos, sin nadie más que algu-nos turistas con sus cámaras. Me equivocaba. Esto no era Europa occidental, a fin de cuentas, era el extremo occidental de lo que había sido la Unión Soviética, una ciudad situada en la provincia de Galicia, en el extremo oriental del antiguo imperio austrohúngaro, y el templo, que no pertenecía a la Iglesia católica de Roma ni a la ortodoxa de Rusia, sino a la Iglesia greco-católica de Ucrania, estaba abarrotado de gente, ninguno de ellos turistas o estudiosos de la arquitectura barroca, sino ciudadanos locales que habían ido a rezar, a pensar o a estar en comunión consigo mismos o con el Todopoderoso en aquel vasto espacio de piedra en el que la luz de septiembre se filtraba a través de las vidrieras. Tenían que ser unas 200 personas en total las que allí estaban, y lo que más me llamó la atención de aquella gran y silenciosa multitud fue la cantidad de jóvenes que había, en torno a la mitad del número total, hombres y mujeres de veintitantos años sentados en los bancos con la cabeza inclinada o arrodillados con las ma-nos unidas, la cabeza inclinada hacia arriba y la mirada fija en la luz que entraba por las vidrieras. Una tarde cualquiera entre semana, sin nada que la distinga de cualquier otro día, salvo que el clima se había vuelto excepcionalmente agra-dable y, en aquella tarde radiante, la Iglesia de la Sagrada Resurrección estaba llena de jóvenes que no estaban ni trabajando ni sentados en terrazas, sino arrodillados en el suelo de piedra, con las manos unidas y la cabeza inclinada hacia arriba en postura de oración. El rabino fumador empedernido, las gorras de béisbol rojas y amarillas, y ahora esto.
Después de todo aquello, me pareció completamente lógico que el poeta fuera budista. Y no, no era un converso new age que había leído un par de libros sobre el zen, sino un veterano practicante que acababa de regresar de una estancia de cuatro meses en un monasterio de Nepal, un hombre serio. Además de poeta y estudioso de la ciudad en la que había nacido mi abuelo. Era un tipo imponente, de manos carnosas y trato afable, atento y con una mirada limpia; iba vestido con ropa europea, y apenas mencionó su compromiso con el budismo, lo que me pareció una señal alentadora, por lo que confié en él y sentí que podía confiar en que me diría la verdad. Hablé con él hace apenas dos años y medio, pero lo curioso de todo esto es que, incluso después de tan poco tiempo y a pesar de que he pensado en ello casi todos los días desde entonces, soy incapaz de recordar una sola palabra sobre lo que me contó de la ciudad antes de que mencionara a los lobos. Cuando comenzó a contar esa historia, todo lo demás se me olvidó.
Estábamos sentados en la terraza de un café con vistas a la plaza más grande de la ciudad, el centro de Stanislau-Stanislav-Ivano-Frankisvk, un amplio espacio inundado por la luz del sol, sin coches y con un gran número de personas caminando de aquí para allá en todas las direcciones, sin que ninguno de ellos hiciera ruido, según recuerdo, eran solo una multitud de cuerpos silenciosos que pasaban frente a mí mientras escuchaba al poeta narrar la historia. Le ha-bíamos informado de yo ya conocía lo que había sucedido con la mitad judía de la población entre 1941 y 1943, pero, cuando el ejército soviético irrumpió en la ciudad en julio de 1944, dijo, apenas seis semanas después de la invasión aliada de Normandía, no solo se habían ido los alemanes, sino también la otra mitad de la población. Todos habían huido hacia una u otra dirección, al este o al oeste, al norte o al sur, de manera que los soviéticos conquistaron una ciudad vacía, un dominio sin nada. La población humana se había dispersado a los cuatro vien-tos, y en su lugar la ciudad estaba ahora habitada por lobos, cientos de lobos, quizá miles de lobos.
Qué horror, pensé, tan horrible que contenía el horror de la pesadilla más horrorosa, y de repente, como si despertase de mi propia ensoñación, me vino a la memoria un poema de Georg Trakl, En el frente oriental, que había leído por primera vez hacía ya 50 años, y que había releído una y otra vez hasta que me lo aprendí de memoria, y del que luego había hecho una nueva traducción; un poema de 1914, de la Primera Guerra Mundial, acerca de Gródek, una ciudad del territorio de Galicia, no demasiado lejos de Stanislau, que termina con esta estrofa:
La espinosa naturaleza envuelve la ciudad. Por escaleras de sangre la luna
persigue a mujeres aterrorizadas.
Los lobos salvajes se han abierto paso a través de las puertas.
¿Cómo lo sabía él? Le pregunté.
Por su padre, dijo, su padre le había hablado de ello muchas veces, y luego prosiguió explicando que, en 1944, su padre era un joven de apenas veinte años y, tras la toma del control por parte de los soviéticos de Stanislau -desde entonces, Stanislav- fue reclutado en una unidad del ejército encargada a la tarea de exterminar a los lobos. La tarea duró varias semanas, según dijo, o tal vez varios meses, no lo recuerdo, y una vez que Stanilav volvió a ser habitable, los soviéticos repoblaron la ciudad con militares y sus familias.
Observé la plaza que tenía delante y traté de imaginármela en el verano de 1944, todas aquellas personas que la transitaban de un lado a otro para hacer sus recados y que de repente habían desaparecido, borradas de la escena, y entonces empecé a ver a los lobos, docenas de lobos merodeando por la plaza, moviéndose en pequeñas manadas mientras buscaban comida en la ciudad abandonada. Los lobos son el culmen de la pesadilla, me dije, el resultado final de la estupidez que lleva a la devastación de la guerra, en este caso los 3.000.000 de judíos asesinados en esas tierras orientales de sangre, junto con otros innumerables civiles y soldados de otras religiones y sin religión; una vez terminada la matanza, los lobos salvajes se abrieron paso a través de las puertas de la ciudad. Los lobos no son solo símbolos de guerra. Son el fruto de la guerra y de lo que esta genera en la tierra.
No tengo ninguna duda de que el poeta estaba convencido de que me estaba diciendo la verdad. Los lobos eran reales para él, y ante la tranquila convicción de su voz mientras contaba la historia, yo también los acepté como reales. Ciertamente, él no había visto a los lobos con sus propios ojos, pero su padre sí, y ¿cómo iba a contarle un padre a su hijo una historia así si no fuera cierta? No lo haría, pensé, y cuando salí de Ivano- Frankivsk esa misma tarde, estaba convencido de que durante un corto periodo de tiempo, después de que los rusos arrebataran el control de Stanislav a los alemanes, los lobos gobernaron la ciudad.
A lo largo de las semanas y los meses siguientes, hice todo cuanto pude para seguir investigando sobre este tema. Hablé con un amigo que tenía entre sus contactos a algún historiador de la Universidad de Leópolis (Lviv, antes conocida como Lvov, Lwów y Lemberg), en particular a una mujer especialista en la historia de la región; ella afirmó que en ninguna de sus investigaciones anteriores se había topado con nada sobre los lobos de Stanislav, y cuando pudo investigar algo más a fondo sobre este tema, no consiguió encontrar ni una sola referencia a la historia que el poeta había contado. Lo que sí encontró fue un cortometraje sobre la toma de la ciudad por parte de las tropas soviéticas el 27 de julio de 1944; cuando recibí una copia de ese vídeo, pude verlo en el mismo sillón en el que estoy sentado ahora mismo.
Unos 50 o 100 soldados, en filas bien ordenadas, entran en Stanislav mientras una pequeña multitud de ciudadanos bien vestidos y alimentados aclama su llegada. La escena se repite desde un ángulo ligeramente diferente, y muestra los mismos 50 o 100 soldados y la misma multitud bien vestida y alimentada. Entonces la grabación muestra una imagen de un puente derruido y, antes de llegar al final, vuelve a la imagen original de los soldados y la multitud que los aclama. Puede que los soldados fueran auténticos soldados, pero en este caso se les había pedido que interpretaran el papel de soldados, al igual que los actores a los que se les había pedido que interpretaran a la multitud que aclamaba estaban interpretando sus papeles en un cortometraje de propaganda mal montado e inacabado que pretendía ensalzar la grandeza y el valor de la Unión Soviética.
Huelga decir que no aparece ningún lobo en ninguna parte de la grabación. Esto me lleva al punto de partida y a la siguiente pregunta sin respuesta: ¿qué debemos creer cuando no se puede estar seguro de si un supuesto hecho es cierto o no?
A falta de información que pueda confirmar o desmentir la historia que me contó el poeta, prefiero creerle. Con independencia de que estuvieran allí o no, elijo creer en los lobos.
Honorary Doctorate Acceptance Speech by Paul Auster
In 2017, I was invited to Lviv to take part in the PEN International Congress. I accepted for many reasons, one of them entirely personal. My grandfather was born in a city just two hours south of Lviv and emigrated to the United States from there in around 1900. This was my chance to visit that place. Formerly known as Stanislau or Stanislav, it was renamed Ivano-Frankivsk in 1962 and has grown into a thriving city of more than 200,000 people. Two years ago, in the early days of the pandemic, I sat down and wrote the piece that follows, which recounts the remarkable day I spent in Ivano-Frankivsk back in 2017. Now that the Russian invasion of Ukraine is well into its second month- unleashing horrors and devastation on a scale not seen in Europe since World War II-I now look upon this little essay as a premonition of the things that were to come. By now (March 24, 2022), Ivano-Frankivsk has already been bombed twice-and who knows what will happen there in the weeks and months ahead?
The Wolves of Stanislav
Does an event have to be true in order to be accepted as true, or does belief in the truth of an event already make it true, even if the thing that supposedly happened did not happen? And what if, in spite of your efforts to find out whether the event took place or not, you arrive at an impasse of uncertainty and cannot be sure if the story someone told you on the terrace of a café in the western Ukrainian city of Ivano-Frankivsk was derived from a little known but verifiable historical event or was a legend or a boast or a groundless rumor passed on from a father to a son? Even more to the point: If the story turns out to be so astounding and so powerful that your jaw drops open and you feel that it has changed or enhanced or deepened your understanding of the world, does it matter if the story is true or not?
Circumstances led me to Ukraine in September 2017. My business was in Lviv, but I took advantage of an off-day to travel two hours to the south and spend the afternoon in Ivano-Frankivsk, where my paternal grandfather had been born sometime in the early 1880s. There was no reason to go there except curiosity, or else what I would call the lure of a counterfeit nostalgia, for the fact was that I had never known my grandfather and still know next to nothing about him. He died twenty-eight years before I was born, a shadow-man from the unwritten, unremembered past, and even as I traveled to the city he had left in the late nineteenth or early twentieth century, I understood that the place where he had spent his boyhood and adolescence was no longer the place where I would be spending the afternoon. Still, I wanted to go there, and as I look back and ponder the reasons why I wanted to go, perhaps it comes down to a single verifiable fact: The journey would be taking me through the bloodlands of Eastern Europe, the central horror-zone of twentieth-century slaughter, and if the shadow-man responsible for giving me my name had not left that part of the world when he did, I never would have been born.
What I already knew in advance of my arrival was that before it became Ivano-Frankivsk in 1962 (in honor of Ukrainian poet Ivan Franko), the four-hundred-year-old city had been known variously as Stanislawów, Stanislau, Stanislaviv, and Stanislav, depending on whether it had been under Polish, German, Ukrainian, or Soviet rule. A Polish city had become a Hapsburg city, a Hapsburg city had become an Austro-Hungarian city, an Austro-Hungarian city had become a Russian city in the first two years of World War I, then an Austro-Hungarian city, then a Ukrainian city for a short time after the war, then a Polish city, then a Soviet city (from September 1939 to July 1941), then a German-controlled city (until July 1944), then a Soviet city, and now, following the collapse of the Soviet Union in 1991, a Ukrainian city. At the time of my grandfather's birth, the population was 18,000, and in 1900 (the approximate year of his departure) there were 26,000 people living there, more than half of them Jews. By the time of my visit, the population had grown to 230,000, but back during the years of the Nazi occupation the number had been somewhere between eighty and ninety-five thousand, half Jewish, half non-Jewish, and what I had already known for several decades by then is that after the German invasion in the summer of 1941, ten thousand Jews had been rounded up and shot in the Jewish cemetery that fall and by December the remaining Jews had been herded into a ghetto, from which ten thousand more Jews had been shipped off to the Bel?ec death camp in Poland, and then, one by one and five by five and twenty by twenty throughout 1942 and early 1943, the Germans had marched the surviving Jews of Stanislau into the woods surrounding the city and had shot them and shot them and shot them until there were no Jews left-tens of thousands of people murdered by a bullet to the back of the head and then buried in the common pits that had been dug by the murdered ones before they were killed
A kind woman I had met in Lviv took charge of organizing the trip for me, and because she had been born and raised in Ivano-Frankivsk and still lived there, she knew where to go and what to see and even went to the trouble of enlisting someone to drive us there. A young lunatic with no fear of death, the driver barreled down the narrow two-lane highway as if he were auditioning for a stuntman's job in a racicar movie, taking inordinate risks to pass every vehicle in front of us as he calmly and abruptly swerved into the other lane even as oncoming cars hurtled toward us from the opposite direction, and several times during the trip it occurred to me that this dull, overcast afternoon on the first day of autumn 2017 would be my last day on earth, and how ironic it was, I said to myself, and yet how terribly fitting, that I should have come all this way to visit the city my grandfather had left more than a hundred years ago only to die before I got there.
Fortunately, the traffic was sparse, a mix of fast-moving cars and slow-moving trucks and, at one point, a horse-drawn wagon loaded down with a massive pile of hay, moving at one-tenth the speed of the slow-moving trucks. Stout, thick-legged women with babushkas on their heads trudged along the side of the road carrying plastic bags filled with groceries. Except for the plastic bags, they could have been figures from two hundred years ago, Eastern European peasant women trapped in a past so old that it had lived on into the twenty-first century. We passed through the outskirts of a dozen small towns as large, recently harvested fields stretched out on either side of us, but then, about two-thirds of the way there, the rural landscape dissolved into a no-man's-land of heavy industry, the most spectacular example being the gargantuan power plant that suddenly rose up before us on our left. If I have not scrambled what the kind woman told me in the car, that monolithic installation supplies Germany and other Western European countries with the bulk of their electricity. Such are the contradictory truths of that eight-hundred-mile-wide buffer state locked in the slaughter-lands between East and West, for even as Ukraine feeds one side with the electrical juice to light the lights and keep things running, on the other side it goes on spilling blood to defend its shrinking, embattled territory.
Ivano-Frankivsk turned out to be an attractive place, a city that bore no resemblance to the disintegrating urban ruin I had pictured in my mind. The clouds had dispersed just minutes before we got there, and with the sun shining and scores of people walking around in the streets and public squares, I was impressed by how clean and well-ordered it was, not some provincial backwater stuck in the past but a small contemporary city with bookstores, theaters, restaurants, and a pleasing blend of new and old architecture, the old having survived in the seventeenth- and eighteenth-century buildings constructed by the Polish founders and their Hapsburg conquerors. I would have been content to wander around for two or three hours and then head back, but the kind woman who had orchestrated the visit understood that my purpose in going there had been connected to my grandfather, and because my grandfather had been a Jew, she thought it might be helpful for me to talk with the one rabbi left in town, the spiritual leader of Ivano-Frankivsk's last remaining synagogue- which proved to be a solid, handsomely designed building from the first years of the twentieth century that had somehow managed to come through the Second World War with only minor damages, all of which had long since been repaired. I'm not sure what I thought, but I had no objection to talking to the rabbi, since he was probably the only person still above ground anywhere in the world who might-just might-have been able to tell me something about my family, that nameless horde of invisible ancestors who had scattered and died and subsequently vanished from the realm of the knowable, for it was all but certain that their birth records had been destroyed by a bomb or a fire or the signature of some over-zealous bureaucrat at some point in the past hundred years. Talking to the rabbi would be a useless errand, I realized, a by-product of the counterfeit nostalgia that had brought me to the city in the first place, but there I was, there for that day and that day only, with no thought of ever coming back, and what harm would it do to ask some questions and see if any of them could be answered?
There were no answers. The bearded, Orthodox rabbi welcomed us into his office, but beyond telling me what I had already known-that my family's name was common among the Jews of Stanislav and nowhere else-and then digressing briefly into a story from the war about a woman of that name who had eluded capture by the Germans by hiding in a hole for three years and then emerging from the hole insane, a mad person for the rest of her life-he had no information to give me. A hectic, jittery man who chain-smoked ultra-thin cigarettes throughout the conversation, stubbing them out after just a few puffs and then pulling fresh ones from a plastic bag on his desk, he was neither friendly nor unfriendly, simply distracted, a man with other things on his mind and, as far as I could tell, too busy with his own concerns to show much interest in his American visitor or the woman who had arranged the meeting. By most accounts, there are no more than two or three hundred Jews living in Ivano-Frankivsk today. It is unclear how many of them practice their religion or attend services at the synagogue, but from what I had witnessed an hour before I met the rabbi, it would seem that no more than a small fraction of that diminished number take part. By pure chance, my visit happened to fall on Rosh Hashanah, one of the most sacred days on the liturgical calendar, and only fifteen people had been present in the sanctuary to listen to the sounding of the shofar that welcomes in the new year, thirteen men and two women. Unlike their counterparts in Western Europe and America on such occasions, the men had not been wearing dark suits and ties but nylon windbreakers, and their heads had been covered by red and yellow baseball caps
We went back outside and wandered around for an hour, an hour and a half, perhaps longer. The kind woman had arranged for me to talk with another person at four o'clock, a poet from Ivano-Frankivsk who had apparently spent years delving into the city's history, but for now there was time to explore some of the places we had missed earlier, and so we pushed on with our rambles until we had covered a large part of the city. The sun was blazing by then, and in that beautiful September light we drifted onto a large, open square and found ourselves standing in front of the Church of the Holy Resurrection, an eighteenth-century baroque cathedral that is considered to be the most beautiful Hapsburg structure from the years when Ivano-Frankivsk had been known as Stanislau. As was the case with other beautiful churches and cathedrals I had visited in Western European towns and cities, I assumed it would be mostly empty when we walked in, with no one about except for some random tourists and their cameras. I was wrong. This was not Western Europe, after all, it was the far western edge of what had once been the Soviet Union, a city located in the province of Galicia at the far eastern edge of the former Austro-Hungarian empire, and the church, which was not Roman Catholic or Russian Orthodox but Greek Catholic, was crammed with people, none of them tourists or scholars of baroque architecture but local citizens who had come to pray or to think or to commune with themselves or the Almighty in that vast stone space with September light pouring through the stained-glass windows. There must have been about two hundred of them in all, and what struck me most about that large, silent crowd was how many young people were in it, a good half of the total number, men and women in their early twenties sitting in pews with their heads bowed or on their knees with their hands clasped and their heads turned upward and their eyes fixed on the light pouring through the stained-glass windows. An ordinary weekday afternoon, with nothing to distinguish it from any other day except that the weather had become exceptionally fine, and on that radiant afternoon the Church of the Holy Resurrection was full of young people who were neither at work nor sitting around in outdoor cafés but kneeling on the stone floor with their hands clasped and their heads turned upward in postures of prayer. The chain-smoking rabbi, the red and yellow baseball caps, and now this.
And after this, which had come after that, it made perfect sense to me that the poet should have turned out to be a Buddhist. And no, he was not some New Age convert who had read a couple of books about Zen but a lotime practitioner who had just returned from a four-month stay at a monastery in Nepal, a serious man. And also a poet, and also a student of the city in which my grandfather had been born. He was a large, hulking fellow with meaty hands and an affable manner, a clear-eyed, thoughtful person dressed in European clothes who mentioned his commitment to Buddhism only in passing, which I took to be an encouraging sign, and therefore I trusted him and felt I could depend on him to tell me the truth. The meeting took place just two and a half years ago, but the odd thing about our encounter is that even after such a short time and even though I have thought about it almost every day since, I am unable to remember a single thing he told me about the city before he mentioned the wolves. Once he began to tell that story, everything else was erased.
We were sitting on the terrace of a café looking out at the largest square in the city, the central hub of Stanislau-Stanislav-Ivano-Frankisvk, a broad space awash in sunlight with no cars and a great many people walking from here to there in all directions, not one of them making a sound as I remember it, nothing but a mass of silent bodies passing in front of me as I listened to the poet tell the story. We had already established the fact that I was familiar with what had happened to the Jewish half of the population between 1941 and 1943, but when the Soviet army rolled in to capture the city in July 1944, he said, just six
weeks after the Allied invasion of Normandy, not only had the Germans already cleared out but the other half of the population was gone as well. They had all run off in one direction or another, east or west, north or south, which meant that the Soviets had conquered an empty city, a domain of nothingness. The human population had dispersed to the four winds, and instead of people the city was now inhabited by wolves, hundreds of wolves, perhaps thousands of wolves.
Horrible, I thought, so horrible that it contained the horror of the most horrible dream, and suddenly, as if rising up from a dream of my own, the poem by Georg Trakl came rushing back to me-Eastern Front, which I had first read fifty years earlier, had read again and again until I knew it by heart and then had retranslated for myself, the World War I poem from 1914 written about Gródek, a Galician city not far from Stanislau that ends with the stanza:
A thorn-studded wilderness girds the city.
From bloody stairs the moon
Chases terrified women.
Wild wolves have stormed through the gates.
How did he know this? I asked.
His father, he said, his father had told him about it many times, and then he went on to explain that his father had been a young man in 1944, barely into his twenties, and after the Soviets took control of Stanislau, henceforth to be known as Stansilav, he had been conscripted into an army unit assigned to the task of exterminating the wolves. The job took several weeks, he said, or perhaps it was several months, I can't remember, and once Stanilav was fit for human habitation again, the Soviets repopulated the city with military personnel and their families.
I looked out at the square in front of me and tried to imagine it in the summer of 1944, all the people walking around on their errands from here to there suddenly gone, expunged from the scene, and then I began to see the wolves, dozens of wolves loping through the square, moving along in small packs as they searched for food in the abandoned city. The wolves are the endpoint of the nightmare, I said to myself, the farthest outcome of the stupidity that leads to the devastations of war, in this case the three million Jews murdered in those eastern bloodlands along with countless other civilians and soldiers from other religions and no religion, and once the slaughter has ended, wild wolves come crashing through the gates of the city. The wolves are not just symbols of war. They are the spawn of war and what war brings to the earth.
I have no doubt that the poet believed he was telling me the truth. The wolves were real to him, and because of the calm conviction in his voice as he told the story, I accepted them as real myself. Admittedly, he had not seen the wolves with his own eyes, but his father had, and why would a father tell his son such a story if it hadn't been true? He wouldn't, I told myself, and when I left Ivano-Frankivsk later that afternoon, I was convinced that for a short time after the Russians had taken control of Stanislav from the Germans, wolves had ruled the city.
In the weeks and months that followed, I did what I could to investigate the matter more thoroughly. I talked to a friend who had contacts with historians at the university in Lviv (formerly known as Lvov, Lwów, and Lemberg), in particular one woman who specialized in the history of the region, but in none of her past research had she ever stumbled across anything about the wolves of Stanislav, she said, and when she looked into the matter more thoroughly herself, she failed to turn up a single reference to the story the poet had told. What she did turn up, however, was a short film that documents the capture of the city by Soviet troops on July 27, 1944, and when a video of that film was sent to me, I was able to watch it for myself as I sat in the same chair I am sitting in now.
Fifty or a hundred soldiers in neatly ordered ranks march into Stanislav as a small crowd of well-dressed, well-fed citizens cheers their arrival. The scene then plays out again from a slightly different angle, showing the same fifty or a hundred soldiers and the same, well-dressed, well-fed crowd. The film then cuts away to an image of a collapsed bridge, and then, before it dribbles to its conclusion, cuts back to the original shot of the soldiers and the cheering crowd. The soldiers might have been genuine soldiers, but in this instance they had been asked to play the role of soldiers, just as the actors who had been directed to play the cheering crowd were performing their roles in a crudely edited, unfinished propaganda film intended to glorify the goodness and valor of the Soviet Union.
Needless to say, not one wolf appears anywhere in the film.
Which brings me back to the place where I began and the question that has no answer: What to believe when you can't be sure whether a supposed fact is true or not true?
In the absence of any information that could confirm or deny the story he told me, I choose to believe the poet. And whether they were there or not, I choose to believe in the wolves.