Así desaparecimos como humanos
El divulgador científico Esteban Tablón nos mete en la ficción valiéndose de datos de la ciencia. Aquí, el segundo de sus cuentos que saca a la luz cada domingo en Memo. Imperdible recuerdo del futuro: "Así desaparecimos como humanos".
Vivimos los siglos XIX y XX en una sensación de gran seguridad y armonía. Si, nos quejábamos, claro. Despotricábamos incluso. Pero cuan cómodos estábamos. Un proceso que iniciaron Galileo, Kepler y culminara en las leyes de Newton, nos generó un sentimiento de entendimiento, de control nunca antes experimentado. Conocimos certezas sobre el hasta el momento inexplicable entorno como nunca antes. Generamos una revolución industrial que cambió la faz de la tierra, y toda la cultura humana. Construimos maquinas nunca imaginadas. Lanzamos sondas al espacio, con precisión quirúrgica, sobrevolamos los anillos de saturno, la ya centenaria tormenta de Júpiter, alcanzamos los confines del sistema solar. Pusimos un pie en la Luna, robots en Marte ¿qué no podíamos hacer? Aparecieron las vacunas, nuevos tratamientos, la expectativa de vida no paró de crecer y, aunque no siempre a tiempo, la calidad de esa sobrevida no paró de mejorar a su vez
Explicamos, encontramos una lógica para prácticamente todo. Y cuando apareció algo que no calzaba, como las imposible mediciones de la velocidad de la luz en el éter, o esa extraña irregularidad en el perihelio de Mercurio, otra vez pudimos con ello. Un tal Albert Einstein redefinió las leyes, encontró un marco en donde otra vez explicábamos todo. Los seres humanos comunes y corrientes tardamos años en comprender la profundidad de sus teorías, algunos nunca las entendieron, pero eran válidas, tanto en las mediciones como en la tecnología emergente. Seguimos avanzando, los satélites -con corrección relativista de sus relojes- nos propiciaron poderes y comodidades inimaginadas. Podíamos ver imágenes del otro lado del mundo en directo, o ser guiados paso por paso a esa pastisseria en una callejuela de París. Todo ello terminó, en un milagro de integración, en nuestro bolsillo, en un dispositivo que supero las más salvajes especulaciones.
Eventualmente, algunos experimentos, hechos posibles por esos mismos avances, tuvieron el descaro de desafiar este formidable cuerpo de conocimiento. Pero estábamos de racha, concebimos la mecánica cuántica, casi a trompicones, de a saltos, algunos de ellos extraordinariamente audaces, también explicamos el casi inconcebible comportamiento de las partículas del mundo de lo muy pequeño.
¡Que cómodos estábamos! Hasta era lógico y comprensible que nos sintiéramos optimistas y capaces de resolver todo lo que el universo, la naturaleza y las cosas nos presentaran como desafío.
La teoría del campo unificado, que siempre creímos que sería el próximo y seguro paso, nunca llegó. No le dimos la importancia que tenía esa presunción que no se concretaba.
Años después, algunos filósofos, científicos, estudiosos, atribuyeron ese fatídico error a una horrenda subestimación de los tiempos, las eras. Lo sabíamos, lo medimos, lo comprobamos. El universo tenía 14.700 millones de años, y nuestra ciencia apenas sólo 300 años, pero no supimos interpretar lo que implicaba ese simple dato.
Primero nos avisó la paradoja de Fermi. Siendo nosotros unos recién llegados, con semejante desarrollo científico técnico, ¿dónde estaban todos los que arrancaron antes?
Aceptamos también, quizás con demasiada ligereza. la inconsistencia entre las leyes con que entendíamos y explicábamos lo subatómico y las que aplicábamos a la escala humana y hasta cósmica.
Luego, apareció la materia oscura, como un gigantesco -e irracional- parche, a las mediciones de gravedad del universo. Simplemente agregamos un 30% de masa "invisible e indetectable de manera directa". A la espera de una explicación. El éter, siendo mucho menos extraño y forzado, tuvo más resistencia en su momento que esta misteriosa materia, con la que tuvimos que cubrir nada menos que un tercio del universo observable.
Para la siguiente inconsistencia inventamos la energía oscura, algo aún más extraño, incomprobable y forzado aún. Nada menos que un parche del 70% del universo, para cuadrar los números.
El descubrimiento de la mecánica del Caos, a partir del problema de los tres cuerpos, incorporó a la ciencia humana el conocimiento de la verdadera naturaleza del universo. El caos surge del orden, había afirmado Henri Poincaré, y el orden surge del caos. Acuñamos la expresión "Dependencia Altamente Susceptible de las Condiciones Iniciales". Las implicancias eran simplemente aterradoras, la gravedad misma lleva implícita el caos. Descubrimos que, en realidad, el universo está regido por el caos. Y las sociedades, y la economía, y la bolsa, y así... El encontrar que los sistemas caóticos eran deterministas, aunque impredecibles, tranquilizó nuestro ya algo temeroso, pero siempre arrogante intelecto. Lo llamamos Efecto Mariposa, hicimos un par de películas y lo mandamos al arcón de la cultura popular.
Así vivíamos felices, hasta principios del siglo XXI, cuando apareció un molesto virus, que parecía ser uno más de tantos, pero que después de dos años de lucha, empezamos a sospechar era algo inusitadamente peligroso. Poco después cuando -de manera tan inesperada como inexplicable- vimos en el cielo colisionar Neptuno con Urano, en un cataclismo cósmico de escala casi inconmensurable, comenzamos a tomar conciencia.
Inmediatamente comenzamos a formular posibles teorías, hipótesis, pero sabíamos algo desde el principio, casi intuitivamente. No habría manera alguna de adaptar, inventar, corregir alguna de las teorías de las que estábamos tan orgullosos para que explicaran semejantes eventos, aparentemente desconectados. En realidad, no entendíamos bien ninguno de los dos.
Y vinieron más. Como si se hubiera abierto una puerta. Una mañana, medio océano pacifico apareció congelado. Había cedido espontáneamente su calor al continente, derogando en una noche la centenaria y tan respetada primera ley de la termodinámica. Los incendios en el Amazonas tardaron años en ser controlados.
Fue un efecto en cascada, sin razón detectable, la tecnología comenzó a presentar fallas catastróficas, sin patrón aparente. Especies enteras de mamíferos se extinguían en semanas. Extrañas mutaciones, en evolución acelerada, aparecían rápidamente, con facultades de supervivencia y adaptación superiores se imponían y expandían por los continentes inusitadamente rápido. La otrora orgullosa y considerada eterna civilización humana no tardó en desaparecer. Unos pocos cientos de años después, de ese maravilloso y variado ecosistema global, llamado a veces Gaia, no quedó nada. En el universo nada cambió, ni siquiera en el pequeño sistema solar. Fue una pena que no hubiera nadie para captar lo ampuloso y desorbitado que había sido nombrar "fin del mundo" a la mera desaparición de la especie humana, o en todo caso a la extinción de la vida en nuestra insignificante roca voladora.
Milenios después, una civilización avanzada, que no había caído en la trampa del optimismo científico tecnológico, al estudiar las ruinas de la otrora floreciente civilización terrestre, no salía de su asombro. El evento disparador del desequilibrio, y desaparición de todo el edificio de una civilización y de un ecosistema vivo había sido, obviamente, la llegada del pequeño meteorito al sistema solar.
Entre tantas cosas que simplemente habíamos decidido ignorar, nunca vimos ese meteorito, y el pequeño cambio en las condiciones iniciales del sistema. Ese aleteo de una mariposa. Increíblemente, toda una civilización había nacido y desarrollado ignorando absolutamente las leyes de la mecánica del caos. Y por ello, dejó de existir. La humanidad material, individual, había desaparecido.
En el silencio absoluto que quedó en esa región, otrora llena de actividad y ruido tecnológico, se insinuaba un breve rumor, apenas perceptible. Es que también habíamos ignorado alegremente un concepto tanto relativista como cuántico: El entramado espacio temporal, en el cual el conviven pasado, presente y futuro, y por lo tanto todos los eventos. Una conciencia, entonces, quizás estaba observando estos hechos, anidada en esa telaraña, y analizando alternativas.