Sorprendente, pero no inesperado
Roger Senserrich desarrolla en Politikon.es su análisis sobre los sucesos de fin de mandato de Donald Trump.
Hay días que es difícil escribir algo que sea nuevo, relevante, o que me haga sentir remotamente bien. Hay días en los que la política americana te deja absolutamente seco.
Hoy es uno de esos días.
Permitidme un poco de contexto. Hoy es el primer día de la nueva legislatura en el estado de Connecticut, y como tal, mi intención era estar muy ocupado enviando nuestras propuestas legislativas a la prensa, hablando con periodistas, escuchando discursos de legisladores, y escribiendo a todo correr nuestra reacción al discurso inaugural del gobernador. Tenemos, como cada año, varias leyes que intentaremos sacar adelante en el estado, un presupuesto estatal sobre el que influir y una crisis económica descomunal a la que se le debe dar respuesta. Llevo toda la semana escribiendo editoriales (que saldrán publicados bajo otra firma) sobre una variedad de temas, y estamos preparando varias campañas y eventos.
Estoy ocupadísimo, pero de la mejor manera posible. Los demócratas habían ganado en Georgia, Biden iba a ser confirmado como presidente, y estábamos empezando a trabajar para cambiar las cosas a mejor, poco a poco, en este pequeño estado.
Entonces empezaron a llegar las noticias de Washington. Primero, el mitin de Trump, con el presidente pidiendo casi explícitamente a los asistentes que fueran al congreso a romper cosas. Después el espectáculo de unos pocos millares de manifestantes increpando a la policía y empujándoles hacia el capitolio. Todos blancos, todos agresivos, sin una sola detención, en contraste con las redadas casi indiscriminadas durante los disturbios raciales del verano pasado. Después, las fuerzas de seguridad dejando entrar, sin oponer resistencia alguna, a cientos de descerebrados dentro del edificio, el congreso y el senado suspendiendo la sesión, los legisladores siendo evacuados, las fotos grotescas de tipos vestidos de forma estrafalaria paseándose por el edificio impunemente.
Los asaltantes han permanecido allí durante más de dos horas, sin que el presidente o nadie desde el gobierno federal moviera un dedo para desalojar el edificio. Después la salida de los manifestantes, sin un grito, sin un golpe, con unas pocas decenas de detenidos. El toque de queda en la capital. El presidente, en un video que Twitter se apresuró a bloquear, alabando a la turba que había asaltado el congreso, diciendo que eran especiales y amados.
Escenas, todas ellas, de un lugar que no debería ser Estados Unidos, pero que no pueden ser de otro lugar. En esto se ha convertido este país. Cuatro muertos. Una crisis institucional sin precedentes en la historia del país.
Y al caer la noche, cuando las dos cámaras del congreso se reunieron de nuevo para terminar el trabajo de certificar los resultados de las elecciones presidenciales, más de un centenar de representantes y media docena de senadores republicanos votando en contra, proclamando altivamente que Trump había ganado.
Hoy el presidente de los Estados Unidos ha incitado una insurrección contra el poder legislativo el día en que este iba a escoger su sucesor. Y un sector enorme del partido republicano, incluso después de literalmente tener una turba de hombres armados disparando dentro del edificio en la misma puerta de las cámaras, ha decidido seguir dándole la razón a Trump.
Yo había empezado el día escribiendo sobre sanidad y el mercado de seguros en Connecticut. He acabado la tarde en una llamada con gente de medio país discutiendo si a lo de hoy le tenemos que llamar golpe de estado o no.
Una crisis que va más allá de una turba
Lo que ha sucedido hoy en el capitolio no es un accidente. Muchos llevaban años advirtiendo que Trump era un cretino autoritario peligroso sin escrúpulos, alguien sin respeto alguno por la ley o la constitución. Que su mandato haya acabado con una insurrección grotesca, trapera, y humillante contra el congreso quizás haya sido chocante o sorprendente, pero no era algo inesperado.
Dejemos de lado la semántica (en el sentido estricto del término, lo de hoy no ha sido un golpe de estado, ya que las autoridades no han actuado para sacar provecho de la insurrección); lo que ha ocurrido en Washington hoy es increíblemente grave. La democracia se basa en el consentimiento de los derrotados, que aceptan haber perdido las elecciones y consienten que los ganadores asuman el poder. En Estados Unidos, por primera vez en más de 150 años, esto no está sucediendo.
Que haya sido una panda de frikis flipados jaleados por un presidente demasiado estúpido para intentar dar un golpe de estado competente importa poco. Al menos un tercio de los legisladores del partido del presidente están en ese mismo barco, sea por interés personal, sea por chifladura mesiánica. Es increíble, pero es lo que estamos viendo.
El intento de negarle la victoria a Joe Biden fracasará, obviamente. La derrota electoral de Trump fue demasiado amplia, el presidente es demasiado imbécil y los republicanos están demasiado divididos para que puedan evitarlo. Pero en un sistema institucional como el americano, con una constitución anticuada, llena de instrumentos contra mayoritarios que requiere del consentimiento de la minoría para poder funcionar, esta crisis es un problema atroz. Estados Unidos lleva una década siendo poco menos que ingobernable. La insurrección fallida de hoy es una señal terrible de lo que puede llegar a suceder en los próximos años.
Un futuro incierto
Es muy, muy difícil decir qué va a suceder ahora. A corto plazo, se está hablando incluso de que miembros del propio gabinete de Trump están evaluando la posibilidad de invocar la vigesimoquinta enmienda, que permite al vicepresidente declarar al jefe del ejecutivo como incapacitado para gobernar. Algunos demócratas están planteando un impeachment acelerado, contando con la colaboración de senadores republicanos alarmados, para forzar la salida de Trump lo antes posible, a pesar de que le quedan menos de dos semanas de mandato. Lo más probable es que en la Casa Blanca los pocos adultos que quedan encierren a Trump en una habitación con televisor, cierren la puerta y tiren la llave para evitar que no haga o diga nada estúpido o peligroso de aquí al 20 de enero. El mero hecho de que se estén discutiendo abiertamente estas opciones es delirante.
A medio y largo plazo, la fractura interna del partido republicano sin duda estará en el centro de la agenda durante los próximos meses. La buena noticia es que gran parte del partido en el congreso, al fin, está hablando alto y claro en contra del trumpismo y lo que esta insurrección representa. La mala noticia es que una enorme minoría del partido sigue apoyándola y justificándola, y que es muy probable que un sector quizás no dominante, pero si decisivo, de las bases del partido vayan a seguir a Trump y creer lo que dice durante los próximos años. Tras años de reírle todas las gracias a Trump, de consentir sus diatribas, de consentir tácitamente sus ataques a la democracia, el ala cuerda del partido puede que acabe descubriendo que los fanáticos han tomado el control del manicomio.
Quizás el resultado sea una victoria de la moderación y un retorno a un GOP más responsable a medio plazo, o una escisión que le deje en minoría durante años. Visto lo visto durante la era Trump, creo que el optimismo, al hablar de los republicanos, es difícilmente justificable.
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