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"Guerra sin cuartel": leé un tramo del libro de Patricia Bullrich

Patricia Bullrich, ministra de Seguridad del gobierno de Mauricio Macri, cuenta en primera persona los desafíos más importantes que enfrentó en su gestión y brinda su visión sobre la seguridad en la Argentina al tiempo que defiende a la ley y el orden, y a los encargados de hacerla cumplir y mantenerlo, como reaseguros de la democracia.

Prólogo

En diciembre de 2015, inmediatamente después de ganar el balotaje, el presidente Mauricio Macri me designó ministra de Seguridad de la Nación, al mando de las cuatro fuerzas federales de la Argentina y con la misión principal de combatir al narcotráfico y al crimen organizado.

Se trató de la mayor responsabilidad política que tuve en mi vida, aun cuando en una época difícil -durante el gobierno de Fernando de la Rúa-, había sido ministra de Trabajo; una función que me había llevado a la confrontación con algunos dirigentes gremiales que pretendían retener los privilegios mafiosos con los que extorsionaron a empresarios y trabajadores a lo largo de décadas. Antes también me había desempeñado como secretaria de Política Criminal y Asuntos Penitenciarios, un cargo que implicaba la dirección de las cárceles federales. Todos ellos cargos pesados, con situaciones apremiantes.

En cualquiera de esas posiciones, en la Argentina, era posible enriquecerse con sólo descansar un corto tiempo en la tarea y mirar hacia otro lado. De lo contrario y como única alternativa, llenarse de problemas a resolver, cada vez más urgentes, cada día más graves. Y, por cierto, sumar enemigos que establecen entre ellos vinculaciones insospechables; insospechables hasta que uno termina advirtiendo que, por diferentes que parezcan, el objetivo común consiste en desplazar de su cargo a todo aquel que cumpla honestamente sus funciones.

Quienes me conocen saben que no tengo otro lugar más que en el segundo de esos términos de la alternativa. Así fue siempre, aun en los años en los que estuve equivocada. Quise combatir al autoritarismo prestando mi adhesión a grupos que se habían colocado a sí mismos al margen de la ley y que también estaban viciados de autoritarismo. No era el buen camino, el que me enseñó mi padre, el doctor Alejandro Bullrich, con su cumplimiento silencioso y abnegado de sus deberes como médico. Y, sin embargo, tampoco alguien podría decirme que fue un camino fácil, como hubiera sido el estilo de vida que yo hubiese tenido al alcance de la mano, sin moverme siquiera hasta la vereda de mi casa.

Desde esa perspectiva, podía resultar paradójico que yo, que había militado en el peronismo de izquierda, estuviera al frente de las fuerzas de seguridad federales de la Argentina. Pero, afortunadamente, hacía muchos años que me había alejado de aquellas posiciones radicalizadas y comprendido que lo que me había salvado era el triunfo de la legalidad. Decidí, al dar ese paso, que nunca más, aunque pareciera que el fin lo justificara, iba dar apoyo a alguien que pretendiera hacer algo fuera de la ley.

El presidente Macri lo sabía, porque él tampoco había elegido la variable de la comodidad. Venía de una familia adinerada, había sido presidente de uno de los clubes de fútbol que goza de más popularidad en la Argentina y había formado su propia y hermosa familia con la que podría haber gozado de las mayores comodidades, sin inmiscuirse en política. Pero eligió hacerlo. Supongo que vio en mí algo de eso: la elección de lo difícil. Y de algún modo me lo dio a entender cuando me transmitió que él había asumido el compromiso de combatir al narcotráfico como una de sus más altas prioridades y que quería para esa misión a alguien que estuviera acostumbrado a la pelea.

El combate, en cierto modo, fue más duro de lo que prometía; no porque no esperara la reacción que en cualquier parte del mundo desatan los cárteles del narcotráfico cuando se obstruye su negocio. En ese sentido, hasta podría pensar que la reacción fue menos violenta de la que se hubiera desencadenado en otras latitudes. Pero el crimen es complejo y en la Argentina también sutil y se filtra por las grietas de lo inesperado.

Un día se genera un problema en el sur, otro día en el norte, otra vez en el centro... Y de ningún modo quiero decir que todos los problemas tienen la misma causa; pero sí que cuando uno mira hacia el frente, en la trinchera de los críticos y de los que aprovechan las oportunidades para intentar derribar a la gestión están siempre los mismos.

Desde esa perspectiva, he debido librar una guerra sin cuartel. Sin cuartel en cualquiera de los significados de la expresión. Sin cuartel porque no hubo un día de tregua. Sin cuartel, también, porque los ataques no procedían de un lugar físico determinado, como en una guerra, sino porque quienes buscaban derribarme a cualquier precio estaban agazapados en todos los ámbitos y en todos los lugares. Seguí leyendo desde aquí.

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